Pero al principio ninguno de los dos desconfió de mí. Sabían que mi verdadero oficio era el recelo y que había venido para vigilarlos, no sólo a ellos, suponían, sino a toda la dirección de Madrid, diezmada por el miedo y la deslealtad, porque en aquellos años la tortura y la cárcel eran siempre el preludio del fusilamiento, casi aislada del exterior durante el tiempo larguísimo de la guerra en Europa, que había concluido unos meses atrás. Eran los únicos supervivientes y estaban bajo sospecha. En Inglaterra, en los sótanos de un edificio de oficinas medio derribado por los últimos bombardeos de las V-2, yo había interrogado a un prisionero alemán que trabajó durante dos años en la embajada del Reich en Madrid. Lo recuerdo vencido, sonriente, con gafas de miope, con un traje oscuro de solapas muy anchas, mansamente aclimatado a la calamidad, resuelto a sobrevivir a ella. No sabía que yo era español. En un momento del interrogatorio, que duró tres días, me dijo que su mejor agente en Madrid estaba ahora al servicio de la policía española y llevaba años infiltrado en la misma cúpula de la resistencia clandestina. Hice como que no me interesaba mucho lo que me decía, pero él tenía ganas de seguir hablando sobre su agente de Madrid, como si recordara a un discípulo predilecto cuya maestría lo redimiera del fracaso. Era o fingía ser un tranquilo alcohólico, y yo procuraba que nunca estuviera vacío su vaso de ginebra. «Nunca lo descubrirán», me dijo, con una suficiencia de beodo impasible, «porque sabe esconderse en la oscuridad». Bebió ginebra, me pidió una pluma y una hoja de papel. Su mano hinchada y azul temblaba mientras escribía con mayúsculas una palabra española: Beltenebros. Así había elegido llamarse el traidor de Madrid.
Cuando yo vine ya sabía que su otro nombre era Walter. Regentaba el Universal Cinema y compartía con Rebeca Osorio una especie de innata felicidad no gastada por la costumbre ni el miedo. No era muy alto, pero tenía una sólida envergadura de árbol, el pelo débil y rubio, los ojos vagamente rasgados. En su manera de hablar se notaba un residuo como de idiomas dispares, pero nadie llegó a saber cuál fue el primero que había aprendido ni de dónde venía. En París suponían que era húngaro o búlgaro, posiblemente judío. Había llegado a España hacia 1930, fugitivo de la policía política de dos o tres países. A finales de 1939 escapó de un campo de concentración y regresó a Madrid, como nacido de nuevo, fortalecido por las cicatrices y la cautividad. No parecía que hubiera sido nunca temerario o fanático, porque el énfasis le era tan extraño como el desaliento. En cuanto lo conocí yo supe que pertenecía a un linaje recién extinguido. Otros como él, apátridas desde que nacieron, habían combatido y muerto en casi todas las guerras y las sublevaciones del mundo durante más de veinte años. Unos pocos optaron por la traición: la practicaron con la misma eficacia que había hecho temible su primer heroísmo. Tal vez por eso yo nunca sentí que odiara a Walter. Incluso cuando le disparé a la cara supe que seguía siendo uno de los míos.
Había reconstruido la organización de Madrid casi desde la nada, haciéndose pasar al principio por fotógrafo ambulante para visitar las casas de los escondidos, convirtiéndose luego en empresario de banquetes de comuniones ficticias para celebrar las primeras reuniones secretas, completamente aislado del exterior y sin más ayuda que la de Rebeca Osorio, como si fueran dos náufragos, me dijo ella, condenados a vivir para siempre en una costa abandonada. Unos meses antes de que yo llegara, alguien vino a solicitar refugio en el Universal Cinema. Se llamaba Valdivia. Desde 1937 hasta la caída de Madrid había trabajado conmigo en el Servicio de Información Militar. Yo mismo lo envié para que vigilara a Walter y tuviera dispuestas las pruebas de su culpabilidad y tramada la circunstancia exacta de su muerte. Cuando Rebeca Osorio me condujo por los pasadizos del cine hasta la cabina de proyección, Walter ya tenía en los ojos ese aire ausente de los que van a morir muy pronto y todavía no lo saben. Me tendió la mano, que era más grande que la mía, dijo que había oído hablar de mí, que le sonaba mi cara. Probablemente nos conocimos en la guerra y no lo recordábamos. Moviéndose entre las máquinas con un cigarrillo en la boca y los brazos desnudos se parecía al mecánico de un barco.
– Ya era tiempo de que viniera alguien -dijo, pero no me miró. Al hablar volvía ligeramente la cara, como fijándose de pronto en algún detalle del suelo, en un ruido irregular de las máquinas-. Al fin se acuerdan de que existimos.
– Nos ha traído un mensaje de París -dijo Rebeca Osorio.
– Mensaje -repitió: no pronunciaba bien la jota-. Dinero es lo que nos hace falta. Dinero y armas, no mensajes. Gente que vuelva, ¿entiende? Que vuelva de París y de Moscú y ayude a los que nos quedamos. Aquí un hombre no puede durar más de cuatro o cinco meses, y si uno cae tiene que venir otro. Caen todos los días, y ya no vuelven a salir.
– Usted ha durado más de cinco años -le dije.
– Yo casi no me arriesgo. Salgo muy poco -miró a Rebeca Osorio-. No me dejan.
– Todo va a cambiar ahora que ha terminado la guerra en Europa -oí mi voz como si fuera la de uno de esos locutores de la radio-. Los aliados nos ayudarán.
– Los aliados de quién -la sonrisa de Walter era tan oblicua como su mirada-. No los nuestros. Nunca lo fueron. Les importamos menos que una tribu de África.
Entonces me miró de soslayo con sus rasgados ojos grises, queriendo acaso medir el efecto de su incredulidad, de su enconada insumisión. Pensé que no quedaban muchos hombres que tuvieran su temple. En el silencio, entre nosotros dos, había empezado a formularse una íntima pugna en la que nunca intervinieron las palabras ni casi las miradas. En la inteligencia de Walter el miedo era un frío hábito de la razón. Cuando volví a hablar procuré que mi voz tuviera un tono de confidencia sólo parcialmente desvelada.
– Muy pronto habrá una invasión -le dije, y esperé sus preguntas. Pero no hizo ninguna.
– Venga conmigo -dijo Rebeca Osorio, incómoda por la duración del silencio, y los tres supimos que estaba proponiendo una tregua-. Le llevaré a ver a Valdivia.
– Cuéntele a él lo de la invasión -Walter había vuelto a ocuparse de los proyectores-. Dígale que los aliados van a romper la frontera de los Pirineos. A lo mejor cuando lo oiga se le curan las heridas.
En las paredes de la cabina había carteles y programas de mano de películas anteriores a la guerra. Sonrisas desvanecidas y excesivas, rostros de mujeres rubias descoloridos por el tiempo. Olía a celuloide caliente y se escuchaba la resonancia heroica del mar y de los gritos de abordaje, porque tras las pequeñas ventanas rectangulares por donde fluía el cono de la luz estaba sucediendo, en el centro de la oscuridad de la sala, una película en la que ese raro Clark Gable que hablaba en español era el capitán de una cuadrilla de piratas. Nunca llegué a verla entera, pero la oí muchas veces durante los días que siguieron.
Todavía recuerdo esas voces del cine como el ruido del mar que golpea secamente y arrastra los guijarros en la costa de Brighton, muy lejos y muy cerca, con la obsesiva precisión de un metrónomo, en las mañanas de una luz verde oscura en que el agua es conmovida por la cercanía de la tempestad, el agua honda y lejana aun en la misma orilla, con tonalidades de nublado y de bronce, inhumana y violenta, chocando contra los pilares de hierro de los muelles. Desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche, cuando terminaba la última función, el ruido del mar se oía en los pasillos y en las habitaciones del Universal Cinema, y el silencio venía como la brusca quietud de una mañana de calma. Entonces era otro el sonido: había estado siempre allí, oculto por los altavoces del cine, como el ritmo de un péndulo, pero sólo ahora revelaba su tenaz persistencia. Era la máquina de Rebeca Osorio, que algunas noches se quedaba escribiendo hasta el amanecer.
No iba maquillada, y se vestía con cierto descuido. Aquella primera tarde, mientras me guiaba hacia la habitación de Valdivia, caminando por delante de mí y hablándome mientras tanto, como una enfermera apresurada, pensé que no era especialmente atractiva o que no quería serlo, contaminada por la opacidad de Walter, por la costumbre de la reclusión en el cine, con ese leve aire de aceptado abandono que uno puede advertir en las mujeres de los ciegos y de los pastores anglicanos, austera a pesar de sí misma y de su propio cuerpo, olvidada de él, no enaltecida por los espejos ni por la mirada gris del hombre que vivía con ella. «No haga caso de Walter», me dijo, «discúlpelo, los últimos tiempos han sido muy malos para él, y para todos nosotros». Sentía siempre la necesidad de protegerlo, de explicar lo que él callaba o no sabía decir, como si debiera ayudarle a moverse en un mundo que desconocía y lo supiera inhábil en su fortaleza de hombre grande y vulnerable en su coraje. Había en ella, en el impudor y la transparencia de sus ojos, un instinto fanático de perseverancia y de aniquilación: para salvar a Walter estaba dispuesta a renegar de sí misma, y su propia vida le importaba menos que su amor.