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Habían alojado a Valdivia en un desván que estaba encima del patio de butacas. «Pise con cuidado», me dijo Rebeca Osorio al entrar, «pueden oírnos abajo». Parecía que el suelo no fuera más que una delgada lámina de madera y yeso y que se iba a hundir cuando uno lo pisara: imaginar todo el espacio que había bajo mis pies me dio al principio una insondable sensación de vértigo. Una parte del techo inclinado era de cristal, pero la débil luz de la tarde de invierno ya confundía las formas de las cosas y apenas me permitió distinguir los rasgos del hombre que estaba inmóvil en la cama, sentado, como si se hubiera dormido en esa rígida posición. Antes de acercarme a Valdivia lo reconocí por sus gafas de cristales ahumados, que habían pertenecido siempre tan invariablemente a su cara como la boca o la nariz. Sus ojos incoloros y húmedos no podían soportar la claridad. Estaba acostado contra los altos barrotes de la cama, y un vendaje le ceñía el pecho y el hombro izquierdo. Pensé que el dolor de la herida no lo dejaría tenderse.

«Mira quién ha venido», le dijo Rebeca Osorio, y se apartó a un lado para que yo me acercara, con sus modales de enfermera, con una cálida solicitud en la que había algo de ternura. Valdivia se quitó las gafas y extendió cautelosamente el brazo herido hasta dejarlas en la mesa de noche. Supuse que había estado durmiendo y que tardaba en habituarse a la realidad. Sus ojos enrojecidos seguían mirando igual que los de un médico. Dijo mi nombre, hizo un ademán de abrazarme, pero el dolor lo detuvo. Me miraba apretando largamente mi mano, pálido de extenuación y de fiebre, sin hablar todavía, como si hubiera perdido el uso de la voz y debiera afirmar sólo con las pupilas y la presión de la mano el testimonio lacónico de nuestra amistad. El mundo al que pertenecimos se había hundido a nuestro alrededor como un continente tragado por el mar, pero él, Valdivia, se mantenía inamovible en medio del desastre, erguido sobre sus almohadones, con los ojos enfermos, atento a todo, a mi llegada, impaciente por cancelar en seguida el tedio de la convalecencia y por revivir nuestra mutua memoria y la complicidad del pasado, ese tiempo en que los dos aprendimos a desconocer igualmente el desaliento y la piedad. Ahora, como entonces, nos aliaba la tarea de desbaratar una traición, y no importaba que ya no vistiéramos uniformes ni que la ley que juramos obedecer hubiera sido abolida por quienes nos vencieron: la ley sobrevivía en nosotros, intacta como nuestro orgullo, restablecida por nuestra determinación de cumplirla.

Mientras Rebeca Osorio se quedó con nosotros -tenía que vigilar a Valdivia, me dijo, cuidarse de que no fumara y no hablara demasiado, porque todavía estaba débil-, sólo conversamos, con alguna torpeza, de los amigos antiguos, de los que huyeron y los que se quedaron, de los que estaban muertos y los que habían desaparecido. Valdivia tenía la inquietante virtud de no olvidar nada: recordaba los detalles de una tarde banal de 1938 en la que estuvimos bebiendo juntos en un café de Valencia con la misma exactitud con que podría repetir, al cabo de los años, las palabras de un mensaje interceptado al enemigo. Tras los cristales oscuros, sus ojos húmedos lo percibían todo. Tras la hermética expresión de su cara había una inteligencia que devanaba las cosas hasta su límite último, como si en todo lo que veía se contuviera un código secreto que él debiera descifrar. Desconfiaba de las evidencias y se guardaba de ellas como de la luz excesiva que le hería los ojos. Cuando Rebeca Osorio nos dejó solos se levantó enérgicamente de la cama y buscó un cigarrillo. Pero yo ya había sospechado que en su actitud de enfermo había una parte de simulación.

– La bala me atravesó el hombro -dijo-. Nada grave, sólo que se infectó un poco la herida y he tenido fiebre. Pero Walter trajo penicilina. Me pregunto cómo la pudo conseguir.

– Ella me ha dicho que te tendieron una trampa.

– Escapé de milagro -Valdivia sonrió: daba a cada palabra un tono que sugería la posibilidad de un sentido oculto-. Me daba cuenta del peligro, pero no podía decirle a Walter que no iría a esa cita.

– ¿Te envió él?

– Claro que sí. Debió de entrarle prisa por acabar conmigo. Desde que supo que tú venías empezó a sospechar. Tú le das miedo a la gente, Darman. ¿No lo has notado? A ella también. Mira cómo te trata. Cuando volví Walter no se atrevía ni a hablarme. Me había dicho que era una cita segura. Yo tenía que recoger una maleta en una casa de empeños. Di una vuelta un rato antes, ya sabes, para explorar el terreno. Entré en un café y había un tipo con un periódico junto a la ventana. Pero lo estaba leyendo al revés. Aunque te parezca mentira siguen actuando así, no disimulan mucho, o no saben. Más o menos igual que los nuestros. Entonces salí a la calle y vi a los otros. Cuatro o cinco, medio distraídos, mirando los escaparates, y un taxi vacío y sin la bandera levantada. Eché a andar para alejarme de allí, pegado a la pared, como si llevara mucha prisa, pero ellos también me habían visto. Doblé una esquina y empecé a correr. Iban por mí, no a detenerme, a matarme. Ni me dieron el alto.

– ¿Ella está de su parte?

– Ella no sabe nada -lo dijo con desdén-. Hace de correo algunas veces. Walter le dice las consignas y ella se inventa el modo de incluirlas en esas novelas que escribe. Viven de eso. A este cine no viene casi nadie.

Valdivia se sentó en la cama y encendió la lámpara de la mesa de noche. El cristal del tejado era un sucio rectángulo gris en el que se posaba la última luz de la tarde como una niebla de ceniza. Las voces irreales de la película hacían estremecerse ligeramente el suelo bajo nuestros pies. Pensé en Walter, atareado entre las máquinas de la cabina de proyección, preguntándose para qué había venido yo a Madrid, desde Inglaterra, por qué Valdivia no se iba. Oí el ruido de la máquina de escribir e imaginé a Rebeca Osorio inclinada sobre ella, recelando también, mirando el papel en blanco con sus ojos azules, como si en las palabras que iba a escribir pudiera encontrar una respuesta. Valdivia se quedaba en silencio cuando la máquina dejaba de sonar. Hubo casi un minuto en el que no oímos nada, ni la música del cine. Sólo nos mirábamos, sus ojos sin color detenidos en mí, igual que algunos años antes, cuando nos despedíamos, cuando faltaban unos días para la rendición y a él le ordenaron quedarse y a mí que me marchara. Ahora me miento al pensar que en aquella despedida me extrañó la dureza sin fisuras de su certidumbre. Porque yo entonces era como él, y si me uní a los fugitivos fue cumpliendo una orden, y si volví seis años después y maté a Walter lo hice porque seguía obedeciendo una convicción inalterable. El miedo no importaba y no existía la duda. El mundo era como parecían reflejarlo los ojos de cirujano de Valdivia.

Pero uno, a pesar de todo, se habituaba al Universal Cinema, a la presencia ambiguamente hospitalaria de Rebeca Osorio, al ruido de su máquina de escribir disperso entre las voces del cine, y todo lo demás sucedía muy lejos, como desdibujado, incluso las pruebas de la traición de Walter y nuestro propósito de matarlo. Algunas veces, por la tarde, se ausentaba del cine, y era Valdivia, casi restablecido, quien proyectaba las películas. Cuando Walter se iba yo salía tras él, pasaba tardes enteras persiguiendo sus pasos, asombrándome de la sabia naturalidad de sus gestos, porque sabía que yo estaba vigilándolo y calculaba las huidas y los itinerarios como un juego de destreza, usando para escapar de mí callejones sin salida aparente y vestíbulos de hoteles cuya puerta de servicio daba a una calle paralela. Andaba solo y hostil por las aceras populosas, se encontraba con alguien en la barra de una cafetería americana y apenas le daba tiempo a fumar un cigarrillo o a fingir que algo se la caía al suelo, y luego se marchaba subiéndose el cuello del abrigo, con la cabeza ladeada, buscando algo, buscándome, como si yo fuera su sombra y no pudiera desprenderse de mí ni mirarme de frente. Por la noche volvía al cine y conversaba conmigo, le preguntaba a Valdivia por su herida, a Rebeca Osorio por la novela que estaba escribiendo. Cenábamos los cuatro en silencio, como recién llegados a una casa de huéspedes.

Una vez lo seguí hasta un bar grande y muy oscuro de la Gran Vía que frecuentaban alcohólicos de cierta edad y mujeres ostensiblemente solitarias. No me vio. Se sentó en un reservado del fondo y pidió una ginebra. Bebía rápidamente y consultaba su reloj con una ávida impaciencia que yo no le había conocido hasta entonces. Ahora no jugaba conmigo: creía haberme burlado y esperaba a alguien que le importaba mucho. Una mujer apareció en la puerta giratoria y él se puso en pie como si instantáneamente la reconociera por el sonido de sus pasos. Tardé en darme cuenta de que esa mujer alta y desconocida era Rebeca Osorio. Llevaba zapatos de tacón y un traje de chaqueta gris, y en sus largas piernas brillaban unas medias de seda. Se besaron en la boca, se tocaban la cara como para vencer la incredulidad de haberse encontrado y merecido, y en lugar de marcharme yo seguí espiándolos, viéndolos beber los transparentes cocktails de ginebra con una íntima devoción de adictos.