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Aquella noche decidí que no me acostaría hasta que volvieran. Entré en la habitación donde ella escribía y estuve leyendo una novela recién terminada. Oí pasos en las escaleras: venía sola, y parecía que antes de llegar al cine hubiera vuelto a transfigurarse y que la alta mujer que yo vi a media tarde en el bar no fuera ella. Pero una sombra de sonrisa le duraba en los labios, y en sus ojos azules permanecía una velada lumbre de felicidad y de alcohol.

No creo que entonces llegara a desearla: fue la culpa lo que me vinculó a ella para siempre. Valdivia trazaba planes y me urgía a cumplirlos, pero me iba ganando una lenta indolencia que borraba el tiempo y el orden de los días. Me levantaba tarde, y al despertar ya oía la máquina de escribir, y algunas veces ni siquiera salía para seguir a Walter. Me quedaba viendo películas que ya casi me sabía de memoria, me deslizaba hasta una butaca del fondo cuando ya estaba oscuro y me adormecía oyendo las músicas militares de los noticiarios, dejando para más tarde la obligación de actuar y de hacer caso a Valdivia, que tampoco hacía nada, que algunos días se pasaba horas sentado frente a Rebeca Osorio, mirándola escribir. Era como si también para él se resumiera el mundo en los límites cerrados del Universal Cinema. Pero ni sus ojos ni su voluntad descansaban nunca. Uno pensaba al mirarlo que incluso cuando estuviera dormido los mantendría abiertos, si es que dormía alguna vez.

Valdivia, como Walter, había tenido siempre la potestad de los actos. Mi oficio sólo era mirar sin que supieran que miraba. Una tarde vi lo que tal vez no debía y supe por qué Valdivia parecía tan atrapado como yo mismo por la inercia de la postergación. Entré en el cuarto donde estaba la máquina de escribir y lo vi abrazado a Rebeca Osorio. Era más alto que ella y se apresaban el uno al otro de una manera torpe, como se acoplan dos animales. Cuando Valdivia levantó la cara rozándole las sienes y el pelo con la boca abierta sus ojos incoloros repararon en mí. Cerré suavemente la puerta y no estuve seguro de que él recordara que me había visto. Walter no estaba. Salí a buscarlo por las calles vacías de Madrid.

Yo caminaba tras él por la ciudad pero no tenía sensación de intemperie: en todas partes el aire era tan cálido y tan enrarecido como en el interior del Universal Cinema, y la luz tan gris. Éramos cada uno la sombra multiplicada de los otros y nos buscábamos y huíamos tan solitariamente por Madrid como cuando el último espectador abandonaba la sala y los porteros se iban y no quedaba nadie más que nosotros en aquel edificio, en los corredores y vestíbulos decorados con carteles de películas y fotografías de actrices coloreadas a mano. Walter apagaba las luces al retirarse a las habitaciones más altas, seguido por su sombra, como si dejara atrás las estancias de un submarino lentamente inundado. A medida que mi convicción de que era un traidor se volvía indudable me resultaba más difícil conversar con él y mirarlo a los ojos, porque temía no poder ocultarle lo que estaba pensando, todas las cosas que sabía de él, no sólo que se citaba regularmente con un comisario cuya foto había visto yo en París, sino también todo lo demás, lo que no me importaba, el juego clandestino de sus encuentros con Rebeca Osorio por los bares, cuando parecían enamorados por desesperación y adúlteros de sí mismos, su desconfianza hacia Valdivia, su manera de vigilarlo en los espejos, cuando ella estaba cerca.

Pero temí de pronto que ella también supiera: que hubiera decidido seducir y usar a Valdivia. Cuando los vi abrazados entendí que ya era tiempo de marcharse del Universal Cinema. Fui a ver a Valdivia después de la medianoche y lo encontré escuchando como una voz deseada, con celosa avaricia, el sonido de la máquina de escribir. Le dije que a la mañana siguiente yo mataría a Walter. Usaría un cuchillo: bastaba que durante media hora él distrajera a Rebeca Osorio.

10

Pero yo no sabía que lo que brillaba como un fuego helado en los ojos de ella era la claridad de la locura. Cumplí mi parte de crueldad y destrucción y merecí la vergüenza. Los efectos del amor o de la ternura son fugaces, pero los del error, los de un solo error, no se acaban nunca, como una carnívora enfermedad sin remedio. He leído que en las regiones boreales, cuando llega el invierno, la congelación de la superficie de los lagos ocurre a veces de una manera súbita, por un golpe de azar que cristaliza el frío, una piedra arrojada al agua, el coletazo de un pez que salta fuera de ella y al caer un segundo más tarde ya es atrapado en la lisura del hielo. Así se solidificó el tiempo cuando vi que Valdivia abrazaba a Rebeca Osorio, y que ella agitaba contra él sus caderas, como queriendo derribarlo o herirlo. Todas las cosas recobraron de golpe las duras aristas de una geometría necesaria. La silenciosa espera y las horas que vendrían trazaban, como en las ilustraciones de las enciclopedias, una rígida línea de puntos entre el filo de mi cuchillo y la espalda de Walter, entre la inmovilidad del insomnio que preludiaría la hora de su muerte y mi huida inmediata en el expreso de Lisboa, porque acababan de cerrar la frontera de Francia y no había ningún avión que volara hacia Inglaterra. Para matar en silencio me habían adiestrado en el manejo del cuchillo. Pero Walter, en el último instante, se esfumó como una sombra del cine -pasé años preguntándome si no le habría avisado Valdivia, seducido por ella-, y la persecución deshizo la línea recta que dibujaba mi propósito, enredándome en un viaje circular que sólo ahora, tanto tiempo después, ha terminado de cerrarse. Porque no concluyó cuando al fin lo maté, sólo se sumergió en un camino oculto y muy semejante al olvido y a una imposible y voluntaria inocencia para emerger de nuevo en la misma ciudad donde tuvo su origen, en una edad futura en la que los nombres de entonces volvieron a vibrar bajo una luz amarilla e hiriente como monedas lavadas por el agua. En un piso medio vacío de los arrabales de Madrid, a la hora más silenciosa de una noche de invierno, yo estaba esperando a una mujer que decía llamarse Rebeca Osorio y buscaba a un traidor y guardaba un arma en el bolsillo de la gabardina, más viejo ahora y más cansado y descreído que entonces, pero igual de perdido, igual de solo y al acecho, como si el tiempo no hubiera pasado, ni el vano remordimiento de haberme salvado únicamente para seguir esperando, testigo único y último de lugares y rostros que ya no existían.

Maté a Walter para que no murieran otros hombres, pero su muerte lo arrastró todo hacia la extinción y la ruina. Cerraron el Universal Cinema, Rebeca Osorio dejó de escribir novelas y me contaron que se marchó a México y no volvió a saberse nada de ella, borrada como sus heroínas tras la palabra fin en la última página. Valdivia fue detenido y atormentado y murió sin denunciar a nadie. Lo fusilaron maniatado a una silla, porque no podía sostenerse en pie, y no quiso que le vendaran los ojos. Yo lo imaginaba tieso y atado como una estatua de cera, mirando hasta un segundo antes de morir las bocas alineadas de los fusiles con sus pupilas sin color ni expresión. Me llegaban de vez en cuando esas noticias a Inglaterra y yo procuraba que no pudieran fijarse indeleblemente en mi memoria. Yo me había salvado y no era como ellos, los que murieron, los que no supieron esconderse en el interior de otras vidas. Tal vez quienes me habían enviado por segunda vez a Madrid estaban en lo cierto cuando me atribuían el prestigio de la invulnerabilidad.

Tendido en el sofá, mirando la pantalla del televisor apagado, el espacio vacío, pensé que en aquel lugar había algo que repudiaba la presencia humana. Nadie que llegara allí recibiría ni un minuto de hospitalidad, nadie sabría recordar las formas de los muebles ni el color de las cortinas cuando se hubiera marchado. No quería mirar el reloj para no darme cuenta de que probablemente la muchacha ya no vendría. Me acordé de otro reloj: el que ahora mismo, en el almacén, seguiría marcando las siete y veinte. Casi dormido, aletargado por el frío, reflexioné que dos veces al día esas agujas inútiles señalaban la hora exacta. Cerré los ojos: en un sueño brevísimo volví a estar en el hotel de Florencia. Veía multiplicarse con detalle los dibujos del papel pintado, luego oí una llave que se movía en la cerradura y pensé con hostilidad y fastidio que Luque venía otra vez para pedirme algo. Entonces se me detuvo el corazón y sentí con espanto que si no abría los ojos y me levantaba iba a sufrir un colapso cardíaco. Me incorporé como nadando contra una inundación de arena. Rebeca Osorio, su parodia o su doble, me miraba tras la niebla perdurada del sueño y se inclinaba sobre mí mostrándome el esbozo blanco y adivinado de sus senos desnudos bajo la tela del vestido. El brillo de sus ojos y la blancura de su piel tenían intensidades iguales, como una desesperada vehemencia que se negara a sí misma.