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– Se había dormido -me dijo-. ¿No tiene miedo de la policía?

– Puede que la policía sea usted.

Traté de recordar dónde estaba mi pistola. Ella se sentó frente a mí y dejó el bolso con desgana en el suelo. Parecía que las últimas dos o tres horas la hubieran gastado infinitamente. Me pregunté cuánto tiempo había estado viéndome dormir, parada frente al sofá, quitándose con cautela el abrigo, para no despertarme. Era un abrigo negro de piel que yacía derramado en el suelo. Tal vez quería hacerme notar que no le importaba mucho. Lo apartó con el pie al inclinarse para buscar un cigarrillo en el bolso.

– El también desconfiaba de mí -dijo-. Al principio.

– ¿Andrade?

– Quién si no.

– Ese hombre del palco -las aletas de su nariz se dilataron al expulsar el humo-. Le hizo daño en el almacén. Usted chilló, como si le hincaran algo.

– No me hizo nada -su gesto de desprecio no sólo aludió a aquel hombre: también a mí, que había estado oculto, escuchando, queriendo ver-. No duro lo bastante.

Me acordé del seco gemido último en la oscuridad, luego del hombre de la espalda torcida, de su proximidad de molusco. Pensar que bastaría, increíblemente, cierta suma de dinero para que esa mujer que hablaba con frialdad ante mí se quedara desnuda y se me ofreciera, sin voluntad, tal vez con odio, tal vez fingiendo que se arrebataba y exigía para abreviar el ultraje, era una turbia confirmación del deseo. Andrade nunca había desconfiado de ella. Yo estaba seguro de que si había algo que le diera miedo no era el peligro de que ella lo delatara, sino su misma existencia y la perfección de su piel y su manera de mirarlo, la casualidad ya inflexible de haberla conocido y de pertenecerle sin remedio. Y mientras la besara pensaría en el hosco destino que se la reveló, en la mujer y en la pálida hija con tirabuzones y en la casa donde las dos esperaban y temían la llegada de una carta o una llamada de teléfono, huéspedes y desterradas en algún país de intratables inviernos, habitado por gentes de mirada muerta y azul cuyo idioma no era posible comprender.

– Hábleme de Andrade -le dije-. Cómo se conocieron, cuándo fue la última vez que lo vio.

Golpeaba el cigarrillo contra la superficie ondulada de una pitillera de plata. Lo sostuvo en alto, con las piernas cruzadas, esperando que yo le diera fuego. Había en su actitud una cansada simulación, como si se acodara en la barra de un bar mirando invitadoramente a los desconocidos.

– Ustedes lo abandonaron -dijo, inhalando el humo mientras alzaba la cabeza-. Se había escapado y nadie le ayudó, y yo no sabía nada, ni por qué lo detuvieron, ni qué hacía. Al principio pensé que era uno de esos viajantes, o que trabajaba en un banco. Tiene cara de eso. Tiene cara de estar casado y de querer a su mujer y a sus hijos. Pero yo no sé nada, nunca le quise preguntar.

– ¿Él no le contó por qué lo perseguían?

– Me dijo que era mejor para mí no saberlo. Siempre tenía miedo de que me pasara algo. Pero era yo quien temía por él. Todas las noches solo en la misma mesa, con esa cara, entre esa gente de la boîte. Cada vez que faltaba yo estaba segura de que no iba a volver. Y de pronto una noche, cuando salí, me lo encontré en la misma esquina donde me esperaba al principio, echado contra la pared, así, con las manos juntas en el vientre, como uno de esos borrachos que no pueden sostenerse. Me acerqué y le vi las esposas.

– ¿Él le pidió que lo llevara al almacén?

– Llamé a un taxi. Se tapó las manos con mi abrigo.

– Y usted misma le abrió las esposas.

– Con una horquilla -respondió velozmente-. Una horquilla del pelo. Él me enseñó.

– Es muy difícil.

– Yo lo hice. Estaba empapado. Le sangraban las muñecas.

– ¿Iba a verlo todos los días? ¿Le llevaba comida?

– La comida y todo lo demás. El tabaco, las novelas. Me hablaba de sus amigos. Le extrañaba que tardaran tanto en llegar. Hasta robé en la boîte una botella de whisky para él, del verdadero, no el que les dan a los clientes. Pero no me acordé de que no le gustaba. La primera vez que vine aquí también traje una. Todavía debe de estar en la cocina.

No hablaba para responder a mis preguntas. Lo hacía por una supersticiosa necesidad de nombrar a Andrade, para que existiera así fuera de ella y su invocación alcanzara una presencia objetiva. Había sonreído al recordar que no le gustaba el whisky, como si ese detalle encubriera la rememoración de una circunstancia íntima. Dijo que iría a buscar la botella. Caminaba a pasos inseguros sobre unos tacones muy altos, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza un poco inclinada, moviéndose con una tranquila lentitud de abandono o descaro, como si volviera de una fiesta en la que bebió demasiado. Venía de beber y estaba dispuesta a seguir haciéndolo. Había traído consigo, en el aliento y en la piel, en la pesada melena oscura y en la ropa, un rastro de humo y de alcohol y de lugar cerrado.

Cuando la vi venir con la botella y los vasos supe que otras veces Andrade la habría mirado desde el mismo sitio donde yo estaba ahora, ávido, esperándola, indagando en su piel los olores de otros, cansado luego y desnudo, con su vientre blanco aplastado contra las caderas de ella, compartiendo la extenuación y el sudor, los cigarrillos rubios.

Llenó los vasos y dejó la botella destapada sobre la mesa. El alcohol daba un brillo helado y ebrio a la claridad de sus ojos. Quería hablar de Andrade y yo era un pretexto y un simulacro de su sombra. Mientras hablara de él la espera de su regreso no sería tan larga. Si rondaba la casa por los descampados cercanos Andrade vería encendida la luz de la habitación donde ella estaba esperándolo. También era muy posible que su única intención fuera retenerme para que él escapara. Pero me daba igual, yo sólo quena escuchar sus palabras y seguir mirando frente a mí los ojos de Rebeca Osorio y presenciar su resurrección imposible.

En silencio, durante una o dos horas, la oí hablarme de Andrade, al principio de una manera general, como se habla de alguien conocido y distante. Iba a la boîte algunas noches, siempre solo y como escondiéndose de los demás y de ella misma, del impudor de mirarla cuando se quedaba desnuda, con aquel traje tan raro, que parecía heredado de un pariente muerto, con una luctuosa gravedad de marido infiel, de cajero pobre y honrado o viajante sin éxito. Una noche llegó cuando el local estaba aún casi vacío y ocupó la mesa más próxima al escenario, y fue entonces cuando ella lo vio por primera vez y se dio cuenta de que nunca dejaba de mirarla, siempre a los ojos, incluso cuando se quitaba el vestido, casto y solo en su mesa, bebiendo a sorbos muy breves, fumando con un aire ecuánime, como si al encender los cigarrillos llevara la cuenta de los que se había concedido hasta entonces calculando su efecto, lamentando la irremediable adicción, indiferente a todo, a las mujeres de pestañas postizas y opulentos escotes que se acercaban a él para pedirle fuego o sugerirle que las invitara a una copa. No sabía nada sobre él ni era capaz de imaginar la clase de vida a la que volvía cuando se marchaba mirando por última vez el escenario vacío con aquella mirada de desconsuelo y contrición, pero las pocas cosas que pudo averiguar no las supo cuando él estaba cerca, sino cuando desaparecía tan inexplicablemente como había llegado, y su ausencia era más fuerte y más indudable que él mismo. Sólo descubrió hasta qué punto se había acostumbrado a él cuando vio vacía su mesa de todas las noches, y pensó que ya no volvería nunca, como cualquiera de los otros, pero al cabo de dos o tres noches ya estaba otra vez allí, con el mismo traje y la misma corbata, como si en realidad no se hubiera movido de aquella mesa que sólo él ocupaba, pálido y calvo en la penumbra, bebiendo con pequeños sorbos de abstemio. Tardó en darse cuenta de que no era exactamente la soledad o el pudor lo que lo distinguía de cualquier otro hombre, sino la calidad abismal de su ausencia, y cuando lo supo fue al descubrir que estaba vinculada a él, con quien no había hablado nunca, por un sentimiento menos despiadado que el amor pero igualmente venenoso: una instintiva y mutua conmiseración por el desamparo sin límite en que los dos vivían. Al principio lo compadeció por desearla tanto, y antes de salir a cantar lo miraba por un resquicio entre las cortinas para buscar en su figura pormenores que le incitaran la piedad. Lo compadecía por el cuello un poco arrugado de su camisa y por el torpe nudo de la corbata, por la sospecha de vigor inútil que sugerían sus manos, enlazadas y quietas bajo la pantalla azul de la lámpara, por el remordimiento que emanaba de él como un olor a transpiración, como esos olores alojados en los pasillos de una casa de huéspedes.