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– Acérquese -dijo la muchacha-. Beba conmigo.

La miré desde el umbral. Estaba recostada en la cama, ofreciéndome el vaso con una deferencia estática, como las mujeres tendidas de las alegorías. Me senté a su lado, sin rozarla, y apuré el vaso mirando el miedo y la mentira en sus ojos. Cuando se incorporó para volver a llenarlo la atraje hacia mí, y en ese momento todo su cuerpo se volvió tan inerte y extraño como el de alguien que duerme. La veía detenida y perdiéndose en una lejanía cóncava, atado a un peso invencible que me demolía sobre ella, sobre la almohada donde de pronto ella no estaba apoyándose. Razoné con la precisión absurda de las alucinaciones que el efecto del alcohol era más peligroso cuando se llevaban muchas horas sin comer.

– Se ha puesto muy pálido -oí que me decía-. Tiéndase. Le traeré una toalla húmeda.

Me tocó la frente con la mano extendida. Dijo que tenía fiebre, y cuando ya se iba la quise retener y se desprendió de mí echando violentamente a un lado la cabeza. Otra vez se perdió en la oscuridad y la distancia, y yo intentaba levantarme y me parecía que mis manos eran pesadas ataduras y que mi cuerpo nunca más obedecería a mi voluntad. Oí el ruido de un grifo del que tardaba en salir el agua, y el metal chirriando y el gorgoteo del aire en la cañería me hicieron sentir una agria sed sin consuelo. Cuando volví a oír pasos que venían pensé que no eran los de ella, pero ya no pude abrir los ojos para comprobarlo.

11

Alguien me había mirado desde la verticalidad de su sombra, repetida como una presencia oscura en el espejo del tocador, que iba siendo escarchado por la primera luz opaca del amanecer, alguien había dicho mi nombre y jadeado contra mí mientras unos dedos sabios y múltiples como patas y hocicos de pequeños animales buscaban en mis bolsillos y en los repliegues más hondos de mi ropa, y yo había intentado defenderme con una tenacidad imaginaria, porque soñaba que me revolvía y que daba patadas pero permanecía inmóvil, apretando los dientes con un brío tan furioso que los notaba como desmoronándose en mi boca, queriendo abrir los ojos y manteniéndolos cerrados hasta que me dolían. Alguien respiraba en la habitación y cuando yo creía abrir los ojos sólo estaba soñando que los tenía abiertos, y lo que veía eran las imágenes de un sueño que tal vez se parecía a la realidad igual que esa sombra que estaba mirándome se parecía a su doble inverso del espejo. Alguien andaba muy cerca y volcaba los cajones y tiraba al suelo los trajes y los libros de Andrade, y su sombra tapaba de vez en cuando la luz sobre mis párpados cerrados, como cosidos por esparadrapo. Igual que un paralítico ciego que revive en un sueño cruel el tiempo en que podía moverse y mirar, yo quería levantarme y mi cuerpo se tensaba en espasmos inútiles. Sólo apretaba los dientes y me hincaba las uñas en la piel muerta de las manos y sabía que un impulso desesperado de la voluntad me permitiría abrir los ojos y emerger de la asfixia, pero era imposible, las manos se agitaban sobre mí y una respiración caliente con hedor a tabaco me humedecía la cara, una boca blanda y abierta que decía mi nombre y preguntaba cosas a las que tal vez yo respondí en la confusión de mi delirio.

Cuando al fin pude despertar estaba tendido boca abajo en el umbral del dormitorio, oyendo un crepitar continuo como de ramas secas que ardieran o de guijarros empujados por una sucia marea. Avancé apoyándome sobre los codos, arrastrando mi cuerpo y las sábanas que cuando caí de la cama se me enredaron a las piernas, y recordé que había intentado luchar contra algo o alguien que me aplastaba los pulmones y que fui derribado perdiendo así el último asidero que me vinculaba a la conciencia. El rumor de guijarros y de hojas secas o ramas crepitando en el fuego se convirtió ahora en un espejismo visual, un grumoso telón como de rápidos fogonazos de nieve, puntos de luz que se apagaban y encendían ante mis ojos. Yo había despertado, pero seguía ignorando quién era y dónde estaba, y para saberlo tuve que cruzar en un instante lentísimo todos los despertares más ingratos de mi vida, los recordados y los olvidados, los despertares de la guerra en barracones húmedos y frente a cielos extranjeros y grises, los de la infancia y hasta los del porvenir. Me puse en pie. Me apoyé en el filo resbaladizo de la mesa, doblándome sobre ella, vi la niebla monótona que se agitaba en la pantalla sin imágenes del televisor. Lo apagué y agradecí el inmediato silencio como un remedio contra la locura.

Recobraba la noción del espacio, pero seguía nebulosamente perdido en el tiempo. Alguien había pisado mi reloj, partiendo las agujas y pulverizando con saña el cristal. Afuera, tras la ventana, el horizonte bajo y nublado no permitía calcular si aún duraba la mañana o se aproximaba el atardecer. Sobre los descampados se levantaban edificios en construcción rodeados de zanjas y altas grúas inmóviles. Al acercarme a la ventana vi mi gabardina tirada en el suelo y me acordé de la pistola y del sobre donde guardaba la documentación falsa y el dinero de Andrade. Había ceniza en todas partes y pequeñas colillas chupadas hasta quemar el filtro. Era inútil buscar. Los dedos que me tocaban mientras dormía como queriendo morderme habían hurgado también en los bolsillos de la gabardina, llevándose hasta la lámina de metal que usé para forzar la cerradura del almacén.

Sentado en el sofá, con la gabardina sobre las rodillas como una bandera fracasada, volvía a abrumarme una antigua sensación de despojo. Tanteaba los pliegues de mi ropa como un mendigo que está buscando una última moneda improbable, entorpecido por una sorda resaca de alcohol y somníferos, por el oprobio y la contrición de haber bebido tanto. No recordaba casi nada de la noche anterior, sólo la certidumbre de que me habían engañado y de que yo lo sospeché y no hice nada por defenderme, envenenado de nostalgia y deseo por el abuso del alcohol, hechizado e inerte, notando que todas las cosas se me volvían cada vez más extrañas, esa luz en el dormitorio, esa mujer tendida ofreciéndome otra vez el vaso donde brillaba un licor amarillo, y luego nada, la boca manchada de rojo que tal vez intenté besar, pero no me acordaba, y esa desmemoria final hacía más dolorosa la vergüenza.

Recorría las habitaciones sin saber qué estaba buscando, no la pistola ni los documentos de Andrade, pero sí al menos mi cartera, mi pasaporte, cualquier cosa que afirmara que yo seguía siendo alguien, el hombre que había llegado la tarde antes a Madrid, el que podría cruzar sin riesgo las aduanas y volver a su casa de Inglaterra y olvidarlo todo, Darman, ese nombre estaba escrito en tarjetas de cartulina blanca, en el letrero de mi tienda de libros, sobre la puerta que hacía sonar una campanilla al abrirse. Me arrodillé en el dormitorio para buscar entre los cajones derramados, apartando las cosas que habían pertenecido a Andrade, sus camisas, sus trajes tirados y pisados, y allí, debajo de la cama, encontré mi pasaporte y unas pocas monedas, y sólo entonces recordé, con una trémula felicidad que se parecía a la angustia, que había dejado en la consigna de la estación mi bolsa de viaje. Pero la memoria se me iba, igual que perdía el equilibrio cuando me levantaba. Temí no recordar dónde había guardado la llave. De nuevo busqué en los bolsillos vacíos aunque sabía que era imposible que estuviera en ellos. La gabardina, el pantalón, la chaqueta, los pequeños pliegues interiores, el forro, el temblor de los dedos, la recobrada angustia. Pero no podían habérmela quitado: recordaba que la escondí muy bien, pero no dónde, y era atrozmente posible que no llegara a saberlo. Una llave plana, con un número, doscientos doce, de eso sí me acordaba. Por precaución no la escondí en el forro del sombrero. Dónde entonces. Urdía con lentitud febril un razonamiento y a la mitad se me borraba como corroído por un ácido. Al salir de la estación aún la llevaba en la mano. Me detuve en alguna parte antes de ir al almacén. La pistola todavía estaba dentro de una bolsa de aseo. Olía a colonia, a loción masculina. La memoria de los olores era más fiel que la de mis actos: la colonia se confundía con un denso hedor a orines. Había dejado la bolsa de plástico en el retrete de un bar. Asociaba cada imagen a otra con un obstinado esfuerzo de la voluntad, como si estuviera a punto de desvanecerme y de olvidarlo todo otra vez. El ruido de la cisterna, la pistola recién engrasada en mi mano. La guardé en un bolsillo y luego escondí la llave de la consigna. Dónde.