– Pudo pagarla a usted -dije, con una ciega voluntad de insultarla. Pero nada que yo hiciera o dijera la vulneraría nunca.
– Era yo quien pagaba -dijo, con soberbia y desdén, erguida sobre la cama, retrocediendo, como si temiera que yo fuese a avanzar hacia ella, impúdicamente retadora y vulgar, como una música de tango-. Yo se lo compraba todo. Las mejores camisas. Ese traje que llevaba cuando lo detuvieron. Yo le daba dinero para que pagara en los hoteles. Él no entiende de nada, no sabe lo que valen las cosas. Parece que hubiera venido de otro mundo.
– Ha venido de otro mundo -me acordé de aquella fotografía en el mar Negro, del bañador de plástico-. Y ahora ha vuelto a él. ¿Sabe por qué no le pidió que se marcharan juntos?
Dobló la almohada. Apoyó en ella la cabeza y se tendió del todo, quitándose las medias. Cuando empezó a desabrocharse el vestido le sujeté las manos.
– Todavía no -le dije, tan cerca que notaba el olor de su piel-. Quiero hablar con usted.
– No me ha pagado para hablar.
– Usted qué sabe.
– Claro que lo sé -ahora estaba burlándose-. Es como ese comisario. Le gusta mirar y tocar pero no hace nada. No puede. A lo mejor le da miedo de mí.
Le solté las manos y me aparté de ella. No se movió: fumaba sin quitarse el cigarrillo de los labios, inhalando el humo con los ojos entornados, como las mujeres canallas del cine, imitándolas. Me estaba comparando con su recuerdo de Andrade, con su dura y desconsolada presencia, que tal vez ya no recobraría. Pero yo no era mucho peor que él, sólo algunos años más viejo y más desengañado, y mi lejanía de ella no podía ser más insalvable que la que hubo entre los dos cuando se conocieron, y también ahora mismo, porque era muy probable que no volvieran a verse y que sucumbieran despacio, cada uno en un extremo de Europa, en dos vidas de similitud imposible, a la segura tentación de olvidar. Sin duda su último encuentro ya estuvo contaminado de distancia futura: me pregunté si cuando se reunieron al amanecer después de dejarme atrapado en un sueño de narcóticos, les quedó tiempo para compartir unas horas en alguna habitación de hotel, desesperados, sabiendo que toda caricia y toda mirada eran ya los atributos finales de la despedida.
– ¿Ha ido con él al aeropuerto esta mañana? -le dije-. ¿Le ha prometido que volverá?
– Sé que no va a volver -lo dijo con una naturalidad ausente, como si no le importara, como si hubiera contado siempre con la certeza de perderlo. Pero él tampoco volvería a su primera vida, a la mujer y a la niña triste de la foto. Tal vez aprendió en una cualquiera de sus noches en Madrid que se estaba convirtiendo no en un traidor ni en un adúltero, sino en un proscrito sin remedio. Hacia dónde viajaría ahora mismo, pensando en esa mujer que yo tenía inútilmente ante mí, con cuánto miedo y dolor imaginaria el resto de su vida sin ella, sin nada de lo que había poseído y deseado hasta entonces.
– Vamos -dijo la muchacha-, acérquese. Tengo que irme pronto.
– No hay prisa. Le pagaré más. ¿Se ha llevado él mi pistola?
– Yo no se la quité.
– No me siga mintiendo. Cuando me desperté la pistola no estaba. Usted me la quitó.
– Pensé hacerlo. Pero yo sólo quería el pasaporte y el dinero.
En aquella cara, en sus ojos, la mentira y la verdad eran expresiones iguales. Si lo que decía era cierto yo no podría averiguarlo. A qué seguir interrogándola entonces, si me estaba negada la posibilidad de saber. Sería más razonable que la dejara irse, que me volviera de espaldas para no ver cómo se vestía de nuevo, cómo tomaba el bolso y se ponía el chal sobre los hombros y cerraba la puerta. Miraría otra vez hacia la cama sin encontrar más pruebas de su presencia que una colilla manchada de rojo en el cenicero. Pero yo no me rendía, a pesar de mí mismo, no lograba apaciguar ni la tensa excitación de mirarla ni la necesidad de preguntarle quién era y qué había sido de Rebeca Osorio, si vivía aún, si quedaba de ella algo más que la luz de sus ojos sobrevivida en la cara de otra.
– Yo conocí a su madre -dije-. Hace años, cuando usted no había nacido.
No respondió: me pareció que estaba hablándole de una edad muy lejana. Pensé con extrañeza que lo que yo recordaba era para ella un tiempo que no existió, el mundo falso de la memoria de otros. Pero me di cuenta de algo, una sospecha que debió inquietarme antes y que sólo ahora mi conciencia aceptaba: tal vez cuando yo la conocí Rebeca Osorio ya estaba embarazada. Así el pasado y el presente se unían como dos lugares distantes comunicados por un túnel y era más poderoso y amargo el sentimiento de la profanación, el de la antigua culpa. Aún duraban la muerte de Walter y la soledad y el desarraigo de la mujer que amó. Pero yo tenía que saber, era preciso que siguiera preguntando, aunque me condenara.
– ¿Vive todavía? -dije-. ¿Volvió a Madrid?
– Me abandonó -contestó con odio-. No sé nada de ella.
– ¿Le hablaba de su padre?
– Nunca. Vivía con otro.
– ¿Es verdad que se fue a México?
– ¿Quién le ha dicho eso? -me miraba como si mis preguntas sólo merecieran desdén-. Vivíamos fuera de Madrid, no me acuerdo dónde, en un sitio pequeño. Él se iba y volvía, pero nosotras no salíamos de aquella casa. Nunca se hablaban. Se sentaban en la mesa y comían mirándose, como si se vigilaran. Yo tenía cinco o seis años, pero me acuerdo bien de como se miraban. Luego mi madre se encerraba en una habitación y ponía la radio muy alta. Yo la llamaba y no me abría. La llamaba porque tenía miedo de quedarme sola con él.
– ¿Se encerraba a escribir?
– ¿Cómo lo sabe?
– No importa. ¿Creía usted que él era su padre?
– Yo no creía nada -se detuvo para encender un cigarrillo. Tragaba el humo y lo expulsaba como buscando el desvanecimiento del opio, como quien bebe con la premura de la desesperación. Sucedía en ella algo que yo no había presenciado hasta entonces y que daba a sus pupilas una sombría densidad, como la que adquiere el mar en los primeros días del invierno.
– Yo no creía nada -repitió-. No lo llamaba de ninguna manera. Se sentaba con el periódico en la mano y se quedaba mirándome. Nunca me acuerdo de su cara, ni de su voz. Lo veía acercarse a la puerta de la habitación de mi madre y escuchar. Pasaba las horas así, y algunas veces la llamaba. Ponía la cara contra la puerta y decía su nombre. Pero ella no le abría ni le contestaba, igual que a mí. A ella no le importaba nadie. Nos odiaba. Si vive todavía nos seguirá odiando. El se iba mucho de viaje. Un día, cuando él no estaba, mi madre hizo la maleta y nos fuimos de allí. Vinimos a Madrid, a una casa con muchos cuartos y un pasillo muy largo. Era una pensión, por Argüelles. Cocinaba en un infiernillo de petróleo que tenía escondido en el armario y escribía a máquina, y casi nunca se peinaba ni salía a la calle. Bebía mucho. Una mañana, cuando me desperté, ya no estaba. Ni siquiera se llevó su máquina de escribir.
– ¿No ha vuelto a verla?
– No quiero verla.
– Pero se peina y se maquilla para parecerse a ella.
– Yo nunca la conocí así.
– Habrá visto sus fotografías. Las que se hizo antes de que naciera usted. Me ha dicho que cuando se fue no se llevó nada.
– Qué se iba a llevar, si no tenía nada. Sólo el infiernillo en el armario y la máquina de escribir, y las botellas vacías. En la boîte no me dijeron que tuviera que parecerme a alguien. Un día el dueño vino y me dijo que iba a hacer de mí una verdadera estrella. Nada de canciones picantes ni de seguir sentándome con esos tipos de las mesas para que me invitaran a champán. Una mujer me rizó el pelo y me enseñó cómo tenía que peinarme y maquillarme, y trajo también esos vestidos. Aprendí las canciones que me ordenaron. El pianista llevaba discos antiguos y yo tenía que estar oyéndolos siempre. Hasta me pusieron ese apellido, Osorio.
– ¿Rebeca es su nombre verdadero?
– Sí. Lo odio. Suena a falso. A cine.
– Es un nombre del cine.
Me miró sin entender, sentada en la cama, con la falda entre los muslos y la mano abierta sobre el pecho, para sujetar el vestido. La vi de pronto como un simulacro de otra mujer que no existió, que fue soñada y deseada por varios hombres, Walter y Andrade, Valdivia, yo mismo, y también por otros desconocidos que sólo supieron de ella por las páginas de las novelas alquiladas o que la espiaron mientras se desnudaba desde la sombra de la boîte Tabú. Las miradas y las manos y las respiraciones de los hombres habían gastado su piel pulimentando su blancura y volviendo todo su cuerpo tan dúctil como una seda muy usada, pero eso sólo lo pude aprender más tarde, cuando me atreví a tenderme junto a ella y rozar con mis manos la infinita y cálida pasividad de sus muslos, que se entreabrieron despacio, como pesados pétalos que se me deshicieran en los dedos. Había en ella una obediencia sonámbula a los designios de otros, y tal vez era eso, su ensimismamiento de mujer detenida en la penumbra de un cuadro, lo que estremecía a los hombres, pues les otorgaba al mismo tiempo la seguridad de poseerla y la sospecha de que ella nunca les pertenecería. La frialdad azul de sus ojos inmovilizaba el tiempo, desvaneciendo el porvenir y el pasado. Sin explicación ni esperanza yo seguía mirándola y el ruido distante de la ciudad tras las cortinas cerradas me traía el recuerdo de los minutos voraces que continuaban avanzando en el latido de cualquier reloj hacia la hora tan próxima de mi viaje. Veinte minutos más y me iré, calculaba, media hora, igual que Andrade, cuando estuviera esperándola con las manos impacientes y unidas bajo la pantalla azul de la lámpara, administrando el tiempo tan cuidadosamente como los cigarrillos y los sorbos de alcohol para que cuando ella apareciese en el escenario aún no estuviera vacía su copa y nadie pudiera discutirle su derecho a no dejar ni un solo segundo de mirarla. Andrade, el elegido, el adicto: alguna noche el comisario Ugarte debió de reconocer su cara y lo adivinó todo en ella, calculando, mientras fumaba en la oscuridad del palco, la trampa de su perdición.