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– Y usted quién es -dijo la muchacha, pero no parecía que estuviera haciéndome una pregunta, ni que esperase la verdad-. De dónde ha venido.

– De muy lejos.

– ¿Conocía a Andrade?

– Nunca lo he visto. Sólo sus fotografías.

Se incorporó lentamente hasta sentarse en el filo de la cama, apoyando los pies descalzos en el suelo, con las rodillas abiertas.

– Pero quería matarlo.

– Quién le ha dicho eso. Vine para ayudarle a escapar.

Se levantó, dejando que el vestido cayera suavemente a sus pies. Pensé que únicamente ahora la estaba viendo desnuda por primera vez. El talle frágil, las agudas caderas, la sombra leve en el vientre, como esfumada, igual que el rosa de los pezones sin relieve. Su figura se alzaba del suelo con la soberanía de una estatua.

– Él lo reconoció a usted -dijo-. Apagué la luz y volví a encenderla dos veces para avisarle de que usted ya estaba dormido. En cuanto vio su cara supo que había venido a matarlo. Ni el comisario Ugarte le daba tanto miedo como usted.

Pero parecía que ella estaba más allá del miedo, que cruzaba sus límites viniendo hacia mí, con temeridad y cautela, como si se acercara a una pistola o a un cuchillo, mirando con sus ojos fijos y azules un rostro que no era el mío, porque los espejos mienten y yo nunca podría verlo ni saber lo que ella miraba, lo que Andrade había visto.

– Usted no siente nada -dijo, parada a un paso de mí, casi empujándome, menos alta ahora, sin los tacones, más imperiosa y tibia-. No se mueve nunca, está muerto ahí de pie, nada más que mirando. No he visto a nadie más frío y más rígido, no tiene sangre, tiene la carne de cera y los ojos de cristal y piensa que está por encima de nosotros, que puede pagarme a mí y comprarme y matar a Andrade o perdonarle la vida.

Siguió hablando, pero yo no quería oírla, no era posible que esas palabras aludieran a mí, que la expresión de esa mirada reflejara mi rostro, proyectado sobre ella como una sombra que me precedía y que no era la de mi cuerpo. Dijo con descaro y orgullo que me había citado en la casa de Andrade para narcotizarme y que ella le hacía señas desde la ventana sin que yo me diera cuenta, que vertió el veneno en la botella y fingió que bebía usando astucias aprendidas en la boîte Tabú para derribar a los hombres de excitación y de alcohol, pero yo nunca me rendía, dijo, yo bebía un vaso tras otro y parecía inmune a la borrachera y al sueño, con los ojos muy abiertos, como si fueran de cristal, repitió, y cuando caí sobre ella pensó que al fin obedecía a un arrebato y que iba a besarla, pero no, no me moví, quedó atrapada por mi cuerpo, como aplastada por un fardo, y cuando intentó librarse de mí yo me derrumbé pesadamente hacia el suelo y la arrastré en mi caída. Para que no siguiera hablando la atraje contra mí y la besé en la boca. Quería huir de mis labios y su delgada cintura se me doblaba entre las manos, y al mover la cabeza en una rabiosa negativa su pelo me azotaba la cara. Retrocedía hincándome los huesos de las caderas en el vientre, y de pronto se desprendió de mí, inclinada y respirando como un luchador, el pelo sobre los ojos, desafiándome, repitiendo una palabra sucia, una invitación. Di un paso hacia ella y de una sola bofetada la derribé sobre la cama. Cayó de costado y se quedó tan inmóvil como si un golpe de mar la hubiera abatido contra los guijarros. Me tendí junto a ella, le limpié los labios, llamándola, repitiendo su nombre, queriendo imaginar que cuando le apartara el pelo vería la cara de la otra. Levanté su cabeza y abrió los ojos como si despertara, la sacudí y siguió mirándome y no se movió. Con una borrosa y vengativa premura retardada por mi propia torpeza, que me enredaba los dedos en la hebilla del cinturón y en los faldones de la camisa, la abrí y la obligué a agitarse en rápidas palpitaciones que contraían su boca con un gesto de dolor y hacían sonar secamente los muelles y el armazón de la cama. Pero poco a poco empecé a sentir que aquella blanda docilidad traspasada se conmovía con un impulso espasmódico, como de exaltación o de fiebre, y la vi echar el cuello atrás y volver de un lado a otro violentamente la cabeza, enajenada y sollozando igual que si se debatiera en la oscuridad contra los tentáculos de una pesadilla. Siguió agitándose cuando yo ya no me movía, fulminado y vencido por la lucidez de la vergüenza. Caí a su lado, de espaldas, oyéndola respirar. Sobre la mesa de noche estaba su reloj. Vi con incredulidad, con secreto y miserable alivio, que eran las cuatro menos veinte. Me quedé un rato sentado en la cama, con los codos sobre las rodillas, alisándome maquinalmente el pelo con la mano. No quería volverme hacia ella ni ver mi cara en los espejos. Pero cuando salí del cuarto de baño me encontraron sus ojos. Había doblado la almohada y apoyaba en ella la cabeza, pero aún tenía muy separadas las piernas y una mancha húmeda le brillaba en el vientre. Extendió una mano hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo. Se lo puso en los labios, pero no llegó a encenderlo. Sólo miraba hacia mí, sin verme, como si yo no estuviera en la habitación.

Salí al pasillo huyendo de esa mirada, del olor agrio y espeso que se enfriaba en el aire. Bajé al vestíbulo: le encargaría al recepcionista que me reservara por teléfono mi pasaje de avión. Pero no lo vi en el mostrador, y pensé que seguramente lo encontraría en el bar. Una cara que me pareció la suya estaba mirándome desde la barra, al otro lado del cristal, aislada y pálida en la escasa luz de la tarde nublada. Pero ese hombre no llevaba uniforme, y era calvo y más viejo que el recepcionista, y no se había afeitado en los últimos días, y al verme se apartó de la barra y echó a andar muy lentamente hacia atrás, con el mismo aire de desamparo que tenía en las fotos exagerado ahora por el asombro o el terror, tropezando en las mesas mientras buscaba la otra salida del bar, la silenciosa puerta giratoria que daba directamente a la calle.

13

Durante unos segundos había permanecido quieto frente a mí, mirándome con sus pequeños ojos enrojecidos como miraría un animal paralizado y suicida los faros de un automóvil, muy cerca, a unos pasos de distancia, retrocediendo con la misma lentitud con que yo iba hacia él, chocando en su retirada con las mesas del bar. Dije su nombre, Andrade, extendiendo la mano en un gesto de saludo inconsciente, como si no quisiera asustarlo, y él caminaba hacia atrás y seguía mirándome con incredulidad y cobardía, con el rencor de los celos, porque mientras esperaba en el bar a que ella apareciera sin duda había estado imaginando con minuciosa exasperación su entrega a un desconocido que ahora, para que se hiciera más exacta la injuria, adquiriría mis facciones, que eran también las de su perseguidor. En su cara devastada por tantas noches de insomnio y de huida yo vislumbraba, por encima del miedo, los estragos del amor, y comprendía que esa mañana, cuando se quedara solo en la estación o en los vestíbulos del aeropuerto, le habría faltado coraje para irse, y había vuelto a la ciudad sin que ella lo supiera, y tal vez la había seguido, rondando la casa donde ella esperaba que sonara el teléfono, arriesgando su vida para volver a verla desde lejos, para seguir el taxi que la llevaba al hotel donde un hombre pagaría por tener durante menos de una hora lo que sólo a él le estaba destinado. Había vuelto, renegando de su última posibilidad de sobrevivir, se había apostado tras los cristales del bar para verla de nuevo, cuando pasara hacia la calle con su vestido negro de tirantes cruzados y su chal sobre los hombros, prohibida ya para él, porque si no se iba de Madrid y continuaba a su lado le transmitiría su condena.