Miré con desaliento la cara mal afeitada del hombre que me explicaba estas cosas y luego la extensión vacía del vestíbulo y el reloj que señalaba las ocho y diez con una especie de indiferente crueldad. La cantina estaba cerrada: debajo de la barra permanecía encendida una sola luz, como esas lámparas votivas que no se apagan de noche. Salí afuera, a la oscuridad, escuchando motores de automóviles tras el rumor de los árboles. Me gustaba mirar la sombra que me precedía y oír mis propios pasos sobre la grava húmeda. Muchos años atrás yo había perdido el hábito de la desesperación. Casi ninguna de las adversidades de segundo orden que trastornan a otros lograba imponerse a mí durante más de quince o veinte minutos, y eso era, supongo, lo que me había agregado un prestigio de frialdad y eficacia que algunos atribuían a la prosperidad de mi negocio y a mi tranquila vida en el sur de Inglaterra. Me ocurría más bien, sobre todo cuando estaba de viaje, que no encontraba nada que no me pareciera simultáneamente hospitalario y extraño: quedarme varias horas aislado y sin nada que hacer en un aeropuerto solitario se convirtió misteriosamente en una circunstancia memorable.
Sin darme cuenta me había alejado tanto de la terminal que ya estaba a unos pasos de la carretera. Las farolas, más altas que los árboles, fosforecían tras la tenue lluvia sesgada y alumbraban rostros fugaces de automovilistas conduciendo solos hacia la ciudad que yo no podía ver. Sobre la hierba húmeda y la grava mis zapatos tenían un crujido monótono como de maderas de buque. Decidí concederme un paréntesis de impaciencia y de rabia y tiré a la maleza la revista española que ya no me iba a servir de contraseña. Noté entonces que la maleta -en realidad se parecía a una cartera de hombre de negocios, con incrustaciones de metal en los ángulos y cerradura cifrada- pesaba menos que otras veces, pero no quise preguntarme qué contendría ni por qué había tenido yo que cruzar media Europa para llevarla allí. En mi juventud esa clase de enigmas solían depararme amaneceres de insomnio y minutos de frío sudor en los pasillos de las aduanas. Sopesé la maleta y contuve las ganas de tirarla también y de no saber dónde y regresar a Milán en el avión de medianoche decidido a no contestar nunca más a los teléfonos que sonaban a deshoras y a devolver las postales que me enviaran de París. No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso.
Cerca de la carretera el viento era más frío y la lluvia dispersa me atería las manos y la cara. Cuando me volví me sorprendió comprobar que no quedaba ninguna luz encendida en el edificio de la terminaclass="underline" sólo permanecía muy débilmente iluminada la torre de control. Tal vez, sin premeditación ni malicia, me habían engañado, y ningún avión saldría aquella noche hacia Milán. Un automóvil con los faros apagados se deslizó entonces junto a mí, sin que yo lo hubiera visto antes ni pudiera saber de dónde procedía, emanado de la oscuridad, como la sombra de un árbol. «Señor», oí que me decían, «¿esperaba usted un taxi?». Dije que sí, me acomodé en el interior frotándome las manos, y antes de que se me ocurriera decidir donde iría comprendí que el idioma inusual y sonoro que hablaba el conductor era el duro español de mi adolescencia.
2
Tenía mojado el cuello de la gabardina y me dolía un poco la garganta, y el presentimiento de la fiebre era como una voz que me llamaba, avisándome, diciéndome que no debería haber emprendido el viaje, que tal vez aún estaba a tiempo de decirle al conductor que volviera a llevarme al aeropuerto, al refugio inseguro de aquel avión cuyas hélices resplandecían y vibraban como en los vuelos secretos de la guerra. Pero seguí inmóvil y guardando silencio en el asiento posterior, mirando calles oscuras y esquinas de barrios deshabitados, semáforos en ámbar que parpadeaban para nadie. La ciudad era igual a cualquier otra de Inglaterra o de Francia, una de esas ciudades que después del anochecer abandonan sus calles a los automovilistas que las cruzan viniendo desde muy lejos y ni siquiera las miran. Pensé rencorosamente en las vidas ocultas tras los postigos de madera y las fachadas ocres o amarillas. Yo había visto calles semejantes en una noche muy antigua de temporal y de fracaso, hombres con boinas y mantas y pasamontañas de mendigos desfilando ante los gendarmes que los insultaban en francés y los cacheaban para quitarles las armas y las pitilleras. Ellos, nosotros, caminábamos sobre un fango de nieve y rodadas de camiones y todas las puertas y las ventanas de las casas se iban cerrando a nuestro paso, como si el solo hecho de asomarse a ellas para vernos contagiara el fracaso. Pero sin duda no dormían, sin duda estaban despiertos y al acecho tras sus postigos cerrados y escuchaban los sordos pasos de las botas militares y las caballerías.
Pensé que únicamente eso me quedaba de entonces, el sagrado rencor de los arrojados y los perseguidos. Tuve de nuevo veinte años y un desgarrado uniforme con las insignias de oficial. Pero mi lealtad no era ya para los vivos, sino para los muertos, y decidí que nunca más haría otro viaje como éste. Sin volverse hacia mí, manejando el volante con una sola mano, el conductor me ofreció un cigarrillo. Lo rechacé, tratando de distinguir su cara sombría en el retrovisor. Era un hombre de unos cuarenta años, callado y agrio, con bruscos arrebatos de velocidad. No quiso responderme a ninguna pregunta: él no sabía nada, sólo le habían ordenado que fuera a recogerme y me llevara al hotel. Involuntariamente se parecía a un taxista. Tal vez lo fue en alguna de las vidas anteriores y errantes que casi todos ellos poseían: en cada uno habitaba al menos un posible héroe y un posible desertor o traidor. Por eso eran tan hábiles en la ficción del secreto, como actores sin trabajo que ejercen desinteresadamente la mentira.
El coche se detuvo ante la puerta de un hotel. En la radio sonaba confusamente una voz aguda de mujer entre maracas y trompetas. La oí como si en pleno invierno hubiera recibido una postal desde el trópico, con una neutra nostalgia de algún lugar donde no he estado nunca. Sobre el portal pendía un luminoso en tonos verdes con la mitad de las luces apagadas: Hotel Parigi. Mientras yo salía del coche el conductor permaneció con la mirada fija en el parabrisas y las dos manos posadas sobre el volante, que era muy ancho y tenía un brillo de ébano. Al mirar por última vez a aquel hombre pensé con la intensidad de un vaticinio que ya no volvería a ver su rostro. Antes de entrar en el hotel esperé a que el coche se alejara. Era un modelo de líneas rudas y pesadas, como esos coches solitarios que cruzan con lentitud las avenidas de Praga o de Varsovia.
En el vestíbulo del hotel había columnas de granito y altos espejos que duplicaban palmeras de plástico. El ascensor, tapizado de un rojo sofocante, subía muy despacio, y en las bóvedas de los pasillos había pinturas mitológicas. Era imposible avanzar en línea recta: los corredores se quebraban tras cortinajes inútiles y al doblar las esquinas aparecían inesperadas escaleras. Cuando encendía la luz de mi cuarto recordé el título de la canción que había escuchado en la radio: Bahía. Era una habitación tan alta y tan estrecha que parecía tener sólo dos dimensiones. Me quité la gabardina y el sombrero, me senté en la cama, mirando la maleta cerrada frente a mí. No la abriría, desde luego, no haría nada, ni una llamada de teléfono. Que ellos vinieran a buscarme, que pidieran disculpas y siguieran inventando misterios. Sin quitarme los zapatos me tendí en la cama, cubriéndome con una colcha fría y más bien rígida, con los ojos cerrados, con la boca tapada por el embozo. Como una cálida marea que viniera hacia mí anunciándome el sueño recordé la voz latina y el ritmo tardo de la música que la envolvía, espeso y cálido como un movimiento de caderas. Temblaba un poco, tal vez tenía fiebre, y no quería abrir los ojos ni que sonara el teléfono ni salir del hotel. Medía el tiempo de la quietud en fracciones de segundo, escuchando en la almohada los latidos de mi sangre y el tictac de mi reloj como si auscultara a un cuerpo extraño tendido junto a mí. Me paralizaba un disperso deseo de estar en otra parte o de permanecer así de inerte para siempre, con los ojos cerrados.
Durante unos minutos, enrarecido por la fiebre, soñé que estaba en Inglaterra, en mi casa, y que oía el sonido insistente de la campanilla de la tienda. Era noche cerrada y el viento traía un estrépito de guijarros empujados por el mar, y me parecía un poco sospechoso que alguien, a esa hora, hubiera salido a la calle para comprar un grabado antiguo. Luego la campanilla fue el timbre del teléfono. Todavía dormido lo descolgué y no estuve seguro de que fuera a mí a quien le hablaban. Como asentir era el modo más rápido de lograr que la voz metálica callara dije que sí varias veces y colgué. Habría deseado que cerrar los ojos de nuevo me bastara para borrar automáticamente el mundo y detener el tiempo. Pero el recepcionista había dicho que un joven español solicitaba permiso para visitarme. Me puse en pie, lento y entumecido, apoyándome en el respaldo de la cama, guardé la maleta en el armario y me lavé la cara con agua fría, mirándome en el espejo mientras me secaba. Mis facciones no eran exactamente iguales a las que vi una hora antes en el lavabo del aeropuerto: cada ciudad, pensé, cada viaje, nos transfigura a su medida, como un amor reciente.