Выбрать главу

Entré en el portal contiguo al de la boîte Tabú. En la acera ya no estaba el automóvil que había traído a la muchacha. Cerré por dentro y encendí la luz de la escalera. Al fondo había un patio lleno de cajas de botellas. Me empujaba una ira tan pura y tan poderosa como la fría voluntad de cazar, como el instinto de matar a otros para no morir yo. En otro tiempo yo había matado, cuerpo a cuerpo, manejando en mi mano derecha un cuchillo o firmando una orden de ejecución. Ahora aquel instinto olvidado renacía en mí como el rencor y la furia de la juventud. Había una pequeña puerta enrejada en el patio. Hice saltar la cerradura con el destornillador. Reconocí el corredor con bombillas rojas que llevaba a los camerinos y busqué el de Rebeca Osorio. Sentada de espaldas al espejo, una mujer gorda, con el pelo teñido de rubio, estaba cosiendo un vestido. El hombre de la espalda torcida conversaba con ella, haciendo ademanes femeninos que mi llegada interrumpió. ¿Cómo no me di cuenta antes de que llevaba colorete en los pómulos?

– Capitán Darman -dijo, sin sorpresa, como si hubiera estado esperándome y lamentara mi temeridad-. Le dije que no viniera. Se lo pedí.

– Quiero verla -me acerqué a ellos, con el destornillador en la mano, y la mujer gorda retrocedió, soltando la costura, que cayó entre sus pies-. Usted me llevará.

– No se fíe de su imaginación, capitán -el hombre sonreía, y las arrugas de su cara abrían leves hendiduras en el maquillaje-. Usted cree que la vio entrar, pero no es cierto. La impaciencia sexual provoca alucinaciones. Esa muchacha es una alucinación de sus ojos.

La mujer gorda se enredaba nerviosamente los dedos con anillos sobre el vientre abultado. Tenía la cara lisa y brillante como porcelana y sus cejas eran dos largas líneas pintadas. Sentados allí, en el camerino, con las rodillas juntas, como dos mujeres que charlan para distraer la costura, parecían los guardianes de un recinto impenetrable y trivial, los celadores de un prostíbulo.

– Está bien -dijo el hombre de la espalda torcida, levantando las manos, como si lo amenazara un revólver-. Si no me cree yo mismo le mostraré las dependencias de la casa. Pero los sueños son mentira, capitán. Pura mentira, como las películas que poníamos en el Universal Cinema.

Salí tras él al corredor. Los ojos de la mujer gorda miraban como incrustados en la carne de un pulpo. Cojeaba delante de mí, abriendo una tras otra las puertas de los camerinos y encendiendo las luces para mostrarme el interior con los fluidos ademanes de un ilusionista que enseña al público una caja vacía o un pañuelo sin misterio. «Nada», me decía, «usted mismo puede comprobarlo, abra los armarios si quiere, mire detrás de las cortinas, nada, capitán», y seguía andando a cojetadas y torciendo hacia mí su cabeza sin cuello, un poco sudoroso, irónico, servicial, mirando a veces de soslayo la punta del destornillador. Cuando llegamos a la sala pulsó un conmutador y se encendieron al mismo tiempo todas las pequeñas lámparas azules de las mesas como llamas votivas, y también la luz del escenario desierto. Subió a él encorvándose como si escalara velozmente con el auxilio de las manos y me miró desde arriba, pisando las sonoras tablas, triunfal, desafiándome con su cara de burla, él y yo solos en aquella penumbra que unas horas después se poblaría de miradas y cuerpos, igual que dos actores en un teatro todavía cerrado donde el eco vuelve extrañas las voces. «Desengáñese, capitán», repetía, frotándose las manos, y levantaba la cortina negra del fondo para que yo viera el tabique de ladrillo desnudo y la entrada del pasadizo por donde ella desaparecería al apagarse la luz del reflector, «no se quede ahí, suba conmigo, ningún secreto para usted en la boîte Tabú».

Me retaba sin pudor a que descubriera su mentira, con el tranquilo descaro de un tahúr, y yo subí al escenario y aparté también la cortina y toqué el muro de ladrillo, y cuando me asomé al pasadizo él encendió una linterna para que comprobara con certeza que terminaba ante las puertas de los camerinos, como un honrado propietario que no tiene nada que ocultar a las inquisiciones de la policía. Así había ocurrido la otra vez, cuando buscaba a Walter por los pasillos y las habitaciones del Universal Cinema y estaba seguro de que no podría escapar y no logré encontrarlo. En lugar de un cuchillo de caza ahora yo manejaba un destornillador: deambulando entre las mesas de la boîte Tabú a la zaga de aquel hombre sin cuello que me sonreía como a la víctima de un tramposo hipnotismo notaba en mis actos una fatiga de parodia y escarnio. Valdivia vigilaba la puerta principaclass="underline" un cómplice reclutado por él entre los porteros del cine se había apostado junto a la salida de emergencia. Ninguno de los dos vio a Walter, y no había más puertas en el edificio, pero Walter huyó, y sólo el azar me permitió encontrarlo.

– Ha desaparecido, capitán -dijo el hombre de la espalda torcida. Por un momento pensé que me hablaba de Walter: sin duda él sabía y recordaba, y al burlarse ahora de mi búsqueda en vano establecía su semejanza con la de tantos años atrás. Abrió en el escenario sus largos brazos de mono señalándome el espacio de la sala vacía y luego los dejó caer como un director de orquesta cuando acaba secamente la música.

– Para mí ha sido un placer acompañarle -ahora hablaba en voz baja. Consultó su reloj y se frotó las manos. Ya no declamaba-. Pero lamento decirle que ya va siendo hora de abrir. No tenga prisa, no se vaya todavía. La casa le invita a una consumición. ¿Ha probado nuestro polinesian? Venga a la barra, le prepararé uno. O a lo mejor quiere marcharse en seguida. Tengo entendido que hay un vuelo a Londres por la noche. ¿Lo tomará usted, capitán?

Esta vez era yo quien estaba solo en el escenario y él quien me miraba desde abajo, apoyado en una columna, con su rasgada boca sonriéndome. Imaginé el aeropuerto como un lugar muy lejano, con altos ventanales iluminados en la noche y luces rojas parpadeando sobre la torre de control. Pero no imaginaba, estaba recordando el aeropuerto de Florencia, cuando llegué allí en un avión de hélice y no había nadie esperándome, cuando tuve a mi alcance la posibilidad de arrepentirme y volver y no lo hice. Pero entonces todavía estaba tan lejos del pasado como de un país remoto que sólo conociera por los mapas minuciosos de las enciclopedias. Y ese entonces era ayer, o unos días antes, el domingo por la noche, no la lejana edad que me sugería la memoria. Sentado tras la barra el hombre de la espalda torcida mezclaba licores en una coctelera y los agitaba con una larga cuchara que relucía como plata, olvidado de mí, victorioso, con sus chatas manos moviéndose entre las sombras azules.