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– Me acuerdo de usted, capitán -dijo, desde el otro extremo de la sala, sin levantar la voz, fingiendo que sólo se ocupaba de la preparación de las bebidas-. Me acuerdo de que yo estaba en la taquilla y lo vi a usted en la plaza, con un libro en las manos, uno de esos libros que escribía ella. Todos tenían miedo de usted, contaban los días que faltaban para que usted llegara. Yo los oía hablar en voz baja, y ellos ni me miraban, ni me veían, cómo iban a verme, siempre encerrado allí, esperando que viniera alguien para venderle una entrada. Pero usted llegó y yo supe por qué tenían tanto miedo. Usted se acercó y me pidió una localidad, ya no se acuerda, desconfiaba de mí, y de todos, usted venía de otro mundo y ellos creían al principio que les iba a ser muy fácil engañarlo, pero yo no, yo me di cuenta, capitán, bastaba ver cómo se acercaba a la taquilla y se guardaba el libro en la gabardina para saber que usted no estaba jugando, con las manos en los bolsillos, con el sombrero encima de los ojos, qué miedo le tenían, capitán, cómo cambiaron cuando usted llegó.

Bajé del escenario, guardando el destornillador en el bolsillo como una absurda herramienta, queriendo imaginar, sin resultado alguno, a ese desconocido al que invocaban las palabras del hombre que preparaba las bebidas, y entonces, cuando el reflector azul ya no me cegó, vi el palco desde donde miraba solitariamente cada noche el comisario Ugarte, el hermetismo de sus cortinas cerradas, y entendí sin motivo y sin vacilación por dónde había desaparecido ella y cuál era el camino que debía seguir para encontrarla.

Fue un vertiginoso instante de clarividencia que el hombre de la espalda torcida no dejó de advertir. Debajo del palco, junto a la pared, había una pequeña escalera portátil. Él la había reclamado desde la cóncava oscuridad y ella había acudido, poseída por la fascinación de la brasa roja de sus cigarrillos, dócil como una ciega, entregada, tan de antemano rendida como cuando yo la arrojé sobre la cama del hotel de una bofetada, tan vulnerable como Andrade, la otra víctima, la otra presencia abolida en la boîte Tabú. Cuando estaba conmigo en el hotel ella ya sabía que tenía que obedecer la llamada del comisario Ugarte, y se habría vestido como para la culminación de una ceremonia, destinada al sacrificio, resignada a subir esos tres o cuatro peldaños de madera que la llevarían al otro lado de las cortinas del palco, fugitiva y presa para siempre, caminando por sótanos y habitaciones vacías hacia el otro extremo de la manzana de casas, hacia el Universal Cinema, el secreto centro del mundo y del pasado, del laberinto donde aquel hombre insomne que fumaba tejía su telaraña de predestinación. Me quedé mirando las cortinas rojas y me pareció que se movían y que también a mí me llamaban, y el hombre de la espalda torcida dejó de fingir y olvidó las copas y la coctelera y vino hacia mí diciéndome que no subiera, que no había nada en ese palco vacío. Se paró delante de mí, empujándome con su pecho abombado, dijo que si yo entraba ya no sabría volver y que en cuanto diera unos pasos iba a perderme en la oscuridad, ahora repetía muerto de miedo esa palabra como si aludiera a una divinidad vengativa, la oscuridad, decía, «no entre ahí, capitán», casi implorándome, chocando contra mí, despavorido, queriendo retorcerme los brazos con la furiosa energía de un estrangulamiento, «si entra ya no podrá volver, no habrá perdón», se sofocaba queriendo derribarme, como si impulsara sus hombros contra un estatua o un muro, y yo tropecé y caí sobre una silla tirando al suelo una lámpara y cuando me puse otra vez en pie él seguía encorvado ante la cortina del palco, defendiéndola, las dos manos caídas y oscilantes a lo largo del cuerpo, fijo en mí como un perro guardián, como un perro viejo y asfixiado que desafía a un intruso.

Fui hacia él cerrando los dedos de la mano derecha en torno al puño del destornillador y al saber sin ninguna sombra de duda que estaba a punto de matarlo sentí piedad de su pecho deforme y de su cabeza sin cuello y lo vi desarmado por el terror y resignándose a la fatalidad de morir, mirando el agudo filo de metal que yo agitaba ante él para inducirlo a que se apartara, pero no se movía, se había subido al primer peldaño de la escalera y me esperaba allí, con su boca de máscara, con su chaleco ceñido como un corsé ortopédico y su pañuelo azul sobresaliendo junto a la solapa. Yo tenía que saltar al otro lado del palco y él sabía que estaba perdido si me lo permitía y también que le era imposible impedírmelo. Cayó sobre mí y se abrazó a mi cintura casi levantándome, golpeándome el estómago con su dura y roma cabeza, murmurando palabras entre los dientes apretados, y cuando le clavé el destornillador en la espina dorsal y sentí la resistencia del hueso se encogió blandamente contra mí y hundió la cara en mi pecho como si buscara un refugio, quieto ya, sin respirar, apacible, todavía abrazándome, cayendo muy despacio a mis pies en una actitud como de pleitesía. Me desprendí de él, abrí las cortinas del palco y salté al interior. Desde el escenario la mujer gorda me miraba con sus ojos de pulpo, tapándose la boca.

16

«Nadie puede acercarse a él», me había dicho la muchacha, «nadie lo ve entrar ni salir». Pero uno o dos minutos antes de que ella apareciera en el escenario una mano abría ligeramente las cortinas del palco y la punta de un cigarrillo comenzaba a brillar como suspendida en el vacío a la altura de una boca invisible. Llegaba a la boîte Tabú por un camino que nadie más que él conocía, él y tal vez el hombre de la espalda torcida, su emisario y guardián, acaso el único al que le permitía verle la cara y visitar la sombra donde se escondía, su intermediario en el trato con las mujeres venales y los delatores. Cada noche, cuando saliera a cantar, ella lo vería igual que lo había visto yo, no exactamente un hombre, sino una densa presencia despojada de forma, como un gran pez casi inmóvil en una gruta submarina, sus labios como branquias contrayéndose para chupar el cigarrillo, sus gafas que relucían al encenderse el mechero. Aparecía en el palco cuando ella estaba a punto de salir y se marchaba inmediatamente después de que se quedara desnuda, o al menos la cortina roja se cerraba y ya no volvía a abrirse esa noche, pero yo pensé que era capaz de permanecer muchas horas oculto tras ella, sentado y fumando, espiando por el solo gusto de la invisibilidad las voces y el ruido de las copas. Y luego se levantaría alumbrando con su poderosa linterna las paredes de los corredores que lo devolvían al mundo, a su pública dignidad de comisario que administraba las potestades del miedo desde un despacho de la Dirección General de Seguridad.

Pero ahora yo estaba pisando la frontera prohibida de esa tierra de nadie que lo circundaba, veía el sillón que él ocupaba cada noche y las colillas mordidas que había dejado como rastro en el suelo y tanteaba el quicio de una puerta entornada que se abrió silenciosamente hacia la oscuridad, hacia un túnel tan estrecho y tan bajo que tenía que avanzar de costado e inclinando la cabeza. Había dejado las cerillas en la gabardina y no podía alumbrarme con nada, y recorría inútilmente las paredes con las manos buscando un conmutador, pero sólo tocaba ladrillos ásperos y fríos de humedad, y el pasadizo era cada vez más angosto y se quebraba en agudas esquinas y en peldaños súbitos que bajaban o ascendían hacia ninguna parte. Tropezaba, chocando contra la pared, extendía las manos para no herirme con las aristas de ladrillo, sepultado y perdido, y temía que las paredes y el techo se cerraran sobre mí como el cubículo de un nicho, como la tapa de un ataúd. No había ni un resquicio de claridad en la sofocante tiniebla ni me llegaba más sonido que el de mis pasos y el del roce de mi ropa y mis manos contra el muro, y al cabo de unos minutos ya no supe cuánto tiempo llevaba extraviado en el túnel ni si subía o bajaba.

Pisé algo blando, oí un chillido y un cuerpo suave y veloz se deslizó entre mis pies. Me pareció que veía los ojos de una rata y que escuchaba su respiración, pero era la mía, y me quedé quieto, oyendo un rumor de latidos y uñas. Adelanté luego poco a poco los pies sin separarlos del suelo, apoyando las palmas de las manos en las paredes, con la cabeza baja, como si el peso del techo me aplastara la nuca, y de pronto ya no podía tocar nada y me agobiaba el espanto de quien sueña que se ha quedado ciego y que está solo. Ahora olía a alcantarilla y el suelo rezumaba agua. Di unos pasos y tuve miedo de perder el conocimiento, porque mis dedos extendidos seguían sin encontrar nada, y para no caerme me arrodillé y avancé apoyándome en las manos, notando un frío de lenta cuchillada en los huesos, y cuando al fin pude tocar algo, el plomo helado y viscoso de una tubería, quise ponerme en pie y me golpeé la cabeza contra un filo de piedra y caí, sintiendo durante un segundo larguísimo que me tragaba la hondura de un pozo.