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Tardé en moverme. Me había herido un tobillo. Oía muy cercana una gota de agua tan obsesiva como un reloj en el insomnio. Era preciso que avanzara, pero no sabía hacia dónde. Subí casi reptando unos peldaños por los que resbalaban mis manos como sobre la piel de un animal húmedo. Me levanté muy cautelosamente, asiéndome a la tubería. «Nunca podrán encontrarlo porque sabe esconderse en la oscuridad», me había dicho alguien, pero yo no recordaba quién, y en cualquier caso yo sí iba a encontrarlo, aunque se escondiera en el mismo vientre del mundo, aunque tuviera que pasar tanto tiempo en aquellos túneles sin luz que mis pupilas aprendieran a distinguir las cosas en la sombra. Tenía que llegar hasta el fin y buscar a la muchacha para rescatarla de aquel vendaval de desastre que había levantado mi presencia en Madrid. La buscaba por un borroso deseo de restitución, por lealtad a Andrade, a esa última mirada que se vitrificó en sus ojos cuando la muerte lo rindió. Había bajado por ella a aquel lugar que parecía el reino de los muertos, al oscuro subsuelo donde alentaba la infamia, porque me daba cuenta de que paso a paso estaba acercándome a la raíz de la culpa y de la corrupción, y allí no me servían ni mi inteligencia ni mis ojos, sólo el instinto de reptar y moverme adhiriéndome a la superficie negra de los muros, la tenacidad de seguir avanzando como si horadara la tierra y de prevenir el peligro en el olor del aire y en los ruidos cercanos, igual que un topo o que uno de esos animales que cazan de noche. Caminé un rato guiándome por la tubería, ascendiendo ya por peldaños que no eran de piedra, sino de madera, y el aire que ahora respiraba no estaba envenenado por el olor a cieno. Toqué sobre mi cabeza una trampilla que cedió al empujarla. Me arrastraba sobre las rodillas y las manos, buscando una pared que me guiara de nuevo, tiritando de frío, con la ropa húmeda y tal vez desgarrada, me quedé tendido y quieto unos instantes para recobrar el aliento y al abrir los ojos, aunque no me había dado cuenta de que los tenía cerrados, vi al fondo una tenue raya de luz horizontal. Pensé que era mentira, apreté los párpados imaginando que cuando volviera a mirar ya habría desaparecido la luz, pero siguió allí, más delgada y precisa, blanca, junto al suelo, como una cinta extendida que hiciera aletear el viento, porque se estremecía y casi se apagaba y volvía luego a brillar. Sin incorporarme todavía me acerqué a ella, me puse en pie venciendo el dolor intolerable de las articulaciones, hice girar el pomo de una puerta y un vasto rectángulo de claridad blanca me cegó. Vi una cara inmensa que movía en silencio la boca, vi un horizonte azul de tejados sobre el que dos hombres corrían persiguiéndose, sombras planas y oblicuas que se precipitaban en una muda dispersión de catástrofe. Había llegado al Universal Cinema, estaba detrás de la pantalla, mirando desde muy cerca las desmedidas figuras de una película despojada de voces.

Razoné que lo que me sucedía era imposible: que estaba siendo atraído hacia una trampa. La cara de un hombre con la boca abierta y unos ojos azules de locura ocupaba toda la pantalla. Las manchas de luz se movían a mi alrededor como las fosforescencias silenciosas y turbias de un paisaje submarino. Veinte años después yo había repetido a la inversa el camino de la huida de Walter. Me aturdían los sobresaltos de claridad y de sombra que disgregaban el espacio como si nada tuviera un volumen firme de verdad, ni yo mismo, una silueta oscura y confundida con las otras y perdida entre ellas, deslizándose sobre una sucia pared de ladrillo, sobre el gran lienzo blanco donde se proyectaba la película.

Aparté la cortina lateral para mirar hacia el patio de butacas. Era más grande de lo que yo recordaba y no había nadie en él y parecía intocado por la ruina, salvado de ella por la oscuridad y el silencio corno las cámaras selladas de una tumba egipcia. Al bajar a la sala sentí que me desprendía de la irrealidad de la película, que recobraba otra vez la forma de mi cuerpo y la soberanía de mi conciencia, incitada por el reconocimiento de todas las cosas perduradas, del mismo olor a ambientadores rancios que había notado en el aire la primera vez que llegué, del ruido monótono del proyector cuyo foco parpadeaba tras una pequeña ventana rectangular que parecía llamarme desde lejos, desde la zona más oscura de butacas donde una vez me había sentado para esperar a Rebeca Osorio.

Andaba como anestesiado, como amordazado por el mismo silencio que anegaba las convulsas imágenes de la película, y el ruido del proyector sonaba igual que los motores de un transatlántico desierto que viajara a la deriva, por el tiempo y no por el mar, por las geografías soñadas de una antigua desesperación que parecía compartir el hombre de ojos azules que gritaba sin voz en la pantalla, a mi espalda, en esa película que no veía nadie porque estaba sucediendo en un cine clausurado muchos años atrás. Tenía que repetir paso a paso mi viaje de entonces: la salida de emergencia, no alumbrada ya por una bombilla roja, la escalera que me conduciría a la cabina de proyección. Anduve a tientas, pero el recuerdo me ayudaba a moverme en la sombra, y mis ojos se habían acostumbrado a ella, un corredor, una escalera, tenía que pisar con cuidado, para que nadie supiera que venía, tenía que abrir de golpe la puerta de la cabina y que enfrentarme tal vez a una mirada temible, pero la empujé y tampoco allí había nadie. Los engranajes del proyector se movían con una sorda lentitud automática, y olía a humo de tabaco y a celuloide caliente y en las paredes seguían sonriendo con entusiasmo dentífrico caras de actrices rubias anteriores a la guerra. «Quieren que siga buscando y que me pierda del todo», pensé, «quieren que me vuelva loco y que haga las mismas cosas que hace veinte años, igual que obligaron a Andrade a repetir el destino de Walter y a que esa muchacha se convirtiera en Rebeca Osorio». Querían que diera los mismos pasos y que escuchara exactamente los sonidos de entonces, porque salí de la cabina y cerré la puerta y cuando ya casi no oía el proyector me llegó desde lejos otro ruido multiplicado y febril, el de alguien que escribía a máquina con dedos veloces, más arriba, en las habitaciones altas, cerca del desván donde escondieron a Valdivia, donde él y yo nos desvelábamos de noche oyendo escribir a Rebeca Osorio.

No le vi la cara al principio, porque estaba sentada de espaldas a la puerta, inclinada sobre la máquina. Le habían arrebatado su propia vida, la habían hecho vestirse y peinarse para que fuera igual que su madre y ahora la condenaban a visitar los mismos lugares donde su madre vivió y a fingir que escribía a máquina con los mismos gestos con que ella lo hacía. Y lo aceptaba todo sin rebelarse nunca, con una absorta sumisión, igual que había llegado a mi hotel y se me había ofrecido mientras quería imaginar tal vez que no era yo sino Andrade quien la estaba abrazando. Sólo Andrade la hizo revivir, pero ahora había muerto y ya no quedaba nadie que la salvara de las fantasmagorías urdidas para enajenarla, nadie más que yo podía sacudirle los hombros como quien quiere despertar a alguien de una pesadilla y decirle que huyera, y me acerqué a ella y la toqué y cuando volvió la cara ya no era la muchacha con la que había estado unas horas antes, sino una mujer vieja, maquillada y lívida, súbitamente estragada por la decadencia, con los labios secos y los huesos salientes, con las manos amarillas y endurecidas de artrosis que se curvaban sobre el teclado de una máquina de escribir donde no había ningún papel.

Pero era ella, Rebeca Osorio, la primera, la única, no su ficción ni su parodia futura, la reconocí como me reconocería a mí mismo en un espejo, como sabría identificar mi rostro si lo tocara en la oscuridad, el azul de sus ojos, ahora húmedo y exagerado y vacío, su pelo, groseramente teñido y despeinado, con las raíces blancas, la manera que tenía de morderse los labios y de mirar hacia mí, aunque me di cuenta de que no me veía ni me recordaba. Bastaba atreverse a buscar sus pupilas y a sostener su expresión de desvarío y fijeza para comprender que estaba loca, desasida del presente y de la razón, de todo, igual que si caminara por un desierto de hielo. No parecía que hubiera ido envejeciendo con la apacible crueldad de los años, porque en su cara se confundían indescifrablemente los rasgos de la juventud y la extrema degradación que preludia la muerte, como si le hubieran aplicado un maquillaje obsceno o una máscara para ocultar su verdadero rostro con la gangrena de la decrepitud.

Me dio la espalda, negando con la cabeza, golpeando otra vez el rodillo de caucho negro de la máquina, que giraba vacío, imaginando tal vez que escribía las palabras murmuradas entre sus labios como una confusa melodía. Dije su nombre, me quedé parado frente a ella, pero no alzaba los ojos, más bien intentaba recluirse en el acto de escribir cada vez más rápidamente, y sus dedos rígidos resbalaban sobre el teclado y las varillas terminadas en pequeños caracteres de plomo se enredaban entre sí sin que ella acertara a separarlas, remordida de impaciencia y de ira, diciendo cosas que yo no podía entender, palabras segregadas por su pensamiento sin memoria. «Rebeca», le dije, «mírame, soy Darman», y detuve con mi mano el carro de la máquina para que no siguiera fingiendo o creyendo que escribía. Miró las varillas que me golpeaban débilmente los dedos, y cuando quiso apartarme la mano y yo estreché la suya me pareció que por fin se estaba dando cuenta de que había alguien con ella en la habitación, una voz que le hablaba y repetía el nombre de un extranjero o de un desconocido, Darman.