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Tocaba sus secos nudillos, duros como huesos, eludía las agudas uñas que buscaban mi piel, torpemente pintadas, como manchas de sangre sobre el cartílago amarillo, le tomaba las manos para empujarla hacia mí desde el otro lado de la mesa, sobre la alta máquina, y ella me arañaba suavemente y retrocedía posándolas de nuevo en las teclas redondas, como si volviera a un refugio, las dos manos autómatas plegándose con los espasmos defensivos de un doble racimo de extremidades de insectos, articuladas, quebradizas, hurgando a ciegas en los intersticios de la armazón metálica. «Dónde está tu hija», le pregunté, «dónde la ha llevado Ugarte». Pero no me escuchaba o no me entendía, y sus ojos, en los momentos fugaces en que me miraban, parecían interrogarme sobre el idioma en que yo estaba hablándole. Repitió ese nombre, Ugarte, separando mucho las sílabas, con los labios abiertos, como se intenta decir una palabra extranjera, y luego puso la cara muy cerca del teclado y levantó los dedos como si buscara alguna letra inusual. Pulsó la u, luego tardó unos segundos en encontrar la próxima letra, y respiraba muy fuerte, mordiéndose los labios, hundió en la g el índice de la mano derecha mientras reproducía su sonido en la garganta, exagerándolo como un sordomudo, con la intolerable lentitud de un jadeo de asfixia. Otra vez le quise apartar las manos de la máquina y se revolvió contra mí adhiriendo a ella los largos dedos engarfiados, pero la tomé de las muñecas y la obligué a levantarse y la sacudí con violencia contra la pared queriendo que volviera a mirarme, y ella bajaba los ojos y hundía la cara sobre el pecho, negando siempre, negándose a ver y acaso también a recordar, muerta en vida, naufragada en la amnesia.

En un arrebato de furia y de piedad le hice levantar la barbilla y le aparté el pelo de los ojos, diciéndole su nombre, pidiéndole desesperadamente que se acordara de mí, pero hablarle era como arrojar una piedra al fondo de un pozo y no oír nunca la resonancia de su choque en el agua.

Acariciaba sus facciones notando debajo de la piel la intacta perfección de los huesos, miraba de cerca las arrugas hondas y multiplicadas como cicatrices del tiempo, de una fiera maldad a la que nadie había podido sobrevivir, y cuando le rozaba las sienes me detuvo bruscamente la mano y abrió los ojos y yo supe que me había reconocido y que el odio hacia mí era lo único que duraba en la oscuridad de su conciencia. Ahora me veía, ahora deseaba maldecirme y negarme con la transparencia congelada y azul de sus pupilas inhumanas, y cerró los puños y empezó a golpearme la cara y el pecho igual que golpearía un ciego. Pero tal vez ese impulso de odio no se lo dictaban los últimos y maltratados despojos de su memoria, sino un hábito tan inconsciente como el de respirar o pintarse las uñas o seguir escribiendo en una máquina donde ya no había ningún papel, sólo un rodillo negro en el que las huellas de las letras se borraban instantáneamente entre sí sin llegar nunca a constituir una palabra. Ya no era Rebeca Osorio, la que yo conocí, no era nadie, no era más que la inercia de su propio rencor que revivía ante un nombre y una cara aparecida como en mitad de un sueño, y yo me tapaba con las manos para escapar a sus golpes y para cubrirme los ojos y no seguir viéndola, yo, que tanto la había deseado, que había dedicado mi vida a no querer recordarla para no morirme de culpabilidad y de amor, que me sentaba en la penumbra del Universal Cinema imaginando que venía a conversar conmigo igual que la primera vez y que la atraía hacia mí y la besaba tan impúdicamente como la besó Walter en aquel bar donde los espié tantas tardes de invierno, no en esta ciudad a la que ahora había vuelto, sino en el Madrid en blanco y negro del pasado.

Sus ojos relucían tras la maraña sucia del pelo y yo huía de ella chocando contra la mesa, buscando imposiblemente un lugar donde estuviera a salvo de su rabia. Levantó la máquina tambaleándose bajo su peso y la arrojó hacia mí, asombrada ella misma por el escándalo de los trozos de metal dispersos en el suelo, y entonces yo, temblando de miedo, pasé a su lado sin mirarla y abrí la puerta y al buscar el pomo desde fuera toqué una llave y la hice girar: también Ugarte la encerraba, pensé en un relámpago de lucidez, y me acordé de algo que me había contado la muchacha, que algunas veces ella se recluía para escribir en una habitación y no le abría a nadie. Entonces ya estaba contaminada de locura, y se escondía para que ni su hija ni el hombre que suplantaba a Walter pudieran averiguarlo: quería que oyeran el ruido de la máquina de escribir estableciendo así un conjuro para su soledad, pero ya no escribía nada, como esos alucinados que fingen comer y mastican el aire o que conversan serenamente con una pared o un espejo, ya trastornaba su conciencia el mismo vacío azul que había brillado siempre en sus ojos. Hice girar la llave y me quedé quieto contra la puerta, oyendo sus manos que arañaban y su respiración de animal atrapado, oyéndola llorar a gritos y golpear las paredes, imaginando que la oía pronunciar mi nombre y que me llamaba en voz baja.

17

Los arañazos en la puerta, los golpes y las patadas estremeciendo la pared como un dique que se rompería si yo no me apartaba, porque ella sabía que no me había ido aún, que estaba espiándola, como cuando fingía que ni ella ni Walter me importaban y establecía mientras tanto los episodios de su perdición. Walter había muerto, y cuando le disparé a la cara se salvó del dolor y ya no podía tocarlo la sospecha de la deslealtad, pero ella siguió viviendo y fue lentamente aniquilada por el recuerdo del crimen y por la soledad, y yo sabía que ni siquiera tuvo el coraje de permanecer firme en el culto a su memoria, porque vivió con otro, porque compartió con otro la hija que había nacido cuando Walter ya no existía, y se envileció igual que yo me había envilecido al regresar a Inglaterra y adquirir una pensión y una dignidad que me permitieron establecer una tienda de grabados antiguos en una repulsiva ciudad de tahúres y veraneantes y emboscarme en otro idioma y en una silenciosa familia que fingía aceptar las coartadas de mis desapariciones y en la que toda pregunta y todo gesto de pasión eran inconveniencias parecidas al alcoholismo evidente o a la costumbre de no asistir a las funciones religiosas en las mañanas de domingo. Rebeca Osorio no se había vuelto loca ni había perdido la memoria: eligió la locura y la amnesia con la misma determinación con que se elige el suicidio para no seguir comprendiendo, para que la huida y la muerte de Walter no le siguieran ocurriendo interminablemente como un tumor que muerde las vísceras de un enfermo y que continúa matándolo mientras está dormido y mientras cree olvidar. Sin duda ella supo siempre lo que yo empecé a vislumbrar cuando vi la cara de Andrade y entendí que no podía ser un traidor porque había nacido para víctima del heroísmo o del fraude, para culpable inmolado de los errores de otros y de cada uno de sus propios actos, de su inocencia inútil, de su tardío y torpe amor por una mujer que ni siquiera tenía una existencia real porque era la copia y la falsificación de otra, igual que él mismo había sido condenado a repetir la biografía y la desgracia de un héroe muerto veinte años atrás. Sin duda ella supo desde el principio que el verdadero traidor era otro y que era invisible, Beltenebros, el que se escondía en la sombra y en la simulación de la lealtad, el que seguía viviendo impune gracias a las muertes simétricas de Walter y de Andrade y ahora mismo respiraba inmóvil tras la brasa de un cigarrillo en alguna habitación del Universal Cinema.

«Yo sé quién eres», oí que le decía la muchacha en el almacén, pero era improbable que ella lo supiera, y si de verdad había averiguado su identidad anterior a la del comisario Ugarte difícilmente le sería permitido vivir. Hizo que viniera aquí para matarla, aunque tenía la costumbre y la astucia de no llevar a cabo por sí mismo sus ejecuciones, prefería cegar y usar a otros para que fueran sus involuntarios verdugos.