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Me quedé inmóvil dos o tres gradas más abajo. Pero ya no la oía, ya no podía calcular dónde estaba. Dije su nombre y ella no me contestó. Me arrastré al filo del escalón de madera como si me deslizara con los ojos vendados por la cornisa más alta de un edificio. Tenía que oírla, era imposible que ya no estuviera muy cerca de mí, pero sólo escuchaba el latido de mi sangre y mi respiración y el roce lento de mi cuerpo, y el silencio agregaba a las tinieblas una sólida aspereza de muro. No puedo ver, pensaba, no puedo oír, muy pronto no podré moverme, atrapado por una densa sugestión de parálisis, como quien sabe que se ahoga o que se está congelando, pero era preciso que mi voluntad todavía no se rindiera, y me incorporé y cerré la boca para acallar el ruido de mi aliento. Entonces oí otra respiración y no era la de ella. Muy oscura y muy suave, un poco entrecortada y a la vez muy tranquila, como la de un gran animal que duerme. Me volví queriendo averiguar de dónde procedía y se detuvo. Tenía que fingir que no la había oído, no girar siquiera la cabeza.

«Te está mirando», me había dicho ella: tal vez también era capaz de oír el desplazamiento de una mano en el aire, y el aleteo de unos párpados y el ritmo de un corazón acrecentado por el miedo y hasta el rumor de las hebras de tabaco y del papel quemándose en un cigarrillo. Eso fue lo que vi al levantar la cabeza, una brasa quieta y rojiza en el vacío que se amortiguaba y revivía con el parpadeo de un ojo de reptil.

Estaba arriba, muy alta, sobre las últimas gradas, y comenzó a moverse imperceptiblemente cuando yo me moví, una pupila roja y sola en la oscuridad, una respiración susurrada y caliente y el volumen de un cuerpo que mis sentidos percibían con una clarividencia no exactamente humana, con un instinto arcaico de merodeo y acecho, ascendiendo con ademanes felinos sobre los quebrados ángulos de las gradas, buscando su cercanía como la de una presa apetecida y temible. Pero él se iba alejando de mí tan lentamente como yo me aproximaba, no hacia arriba, hacia la derecha, tal vez hacia la puerta de salida, y yo tenía que alcanzarlo antes de que se apagara la luz de pronto muy tenue de su cigarrillo, si me adelantaba a él le cortaría la huida, aunque era inútil, era él quien quería engañarme, quien estaba asediándome, bastaría que dejara de fumar para que yo volviera a perderlo igual que había perdido a la muchacha en aquel mar de sombra, pero seguía fumando con el único propósito de que yo supiera dónde estaba, infinitamente lejos y a unos pasos de mí, al otro lado de un abismo, el que separaba su omnipotencia y mi fracaso, su potestad de ver y mi ceguera, la lucidez de su conciencia y la confusión de la mía, empantanada en el error durante tantos años, intoxicada por todas las mentiras que él inventó para que nadie pudiera averiguar su identidad de traidor, su saña de carcoma que lo pudría todo y propagaba la sospecha y la muerte.

Seguí subiendo hacia él y oí sus pasos tranquilos y los cavernosos estertores del aire en sus bronquios. Vi la breve estela roja de la colilla que caía apagándose como si se hundiera en el agua. Tal vez había decidido concluir la tregua: podía matarme, si de verdad me estaba viendo, podía escapar y desvanecerse en su reino de sombra tan impunemente como se me había aparecido y cerrar desde fuera los túneles que llevaban a las alcantarillas y dejarme encerrado como en un sepulcro tras las ventanas y las puertas tapiadas del Universal Cinema. Grité y tenía tanto miedo que no me di cuenta de que era su nombre lo que estaba gritando. Pero me pareció, como en los sueños, que mi voz no rompía el silencio, que me levantaba y ascendía y que mi cuerpo no se había movido, atado a la oscuridad y oprimido por ella, agitándose entre una carnosa vegetación de tentáculos que se me enredaban sigilosamente a la cintura y al cuello y me mantenían atado contra el suelo. El chasquido de un encendedor me hizo volverme: no había sonado por encima de mí, sino a mi misma altura, aunque un poco más lejos de lo que calculaba. La llama ardió fugazmente iluminando los cristales de unas gafas. Se había sentado y me habló con la voz de quien se detiene a fumar reposadamente un cigarrillo. «Darman», me dijo, «yo quería que te fueras, yo no quería que vinieras aquí».

18

Era una voz inesperada, persuasiva y silbante, con modulaciones de fría ternura, casi de dolida reprobación, una voz sin rostro emanada de la sombra y suspendida en ella como la brasa del cigarro, indeterminada y precisa, como las facciones que la llama del encendedor no llegó a alumbrar, y se parecía muy poco a la que yo escuché la tarde antes en el almacén, cuando estaba oculto tras la cortina y él le hablaba a la muchacha.

Tampoco ahora la reconocía, o no del todo, pero era sin duda una de las voces del pasado y resonaba en mi memoria como en una casa desierta, en el espacio del olvido que habitó siempre, y también allí mismo, en el Universal Cinema, una voz simultánea a la de Rebeca Osorio y a la de Walter, a las voces falsas y españolas de las películas dobladas. No había énfasis ni amenaza en ella, sino una extraña y ávida melancolía, como la de quien acepta una culpa y no se atreve a solicitar el perdón: una voz que murmura desde el otro lado de una celosía cobardes palabras de inocencia. Resistirse a su influjo era tan difícil como rehuir la mirada de un hipnotizador, y yo la oía imaginando con la claridad de un súbito recuerdo todas las cosas que esa voz no iba a contarme, la vida oculta de aquel hombre sin cara que seguía fumando delante de mí, su vocación y su largo destino de impostor, durante tantos años, tal vez desde que yo lo conocí, desde que se acostumbró a la misteriosa sensación de no ser el que los otros suponían que era y acaso a no reconocerse del todo en ninguna de sus identidades plurales, la del conspirador, la del héroe muerto, la del comisario de la policía política que a medianoche se eclipsaba sin dejar rastro para acudir a un club ambiguamente clandestino o refugiarse junto a una mujer que estaba loca en un cine clausurado hacía muchos años. Pero es él quien está loco, pensé mientras lo oía hablarme, y ha convertirlo este lugar en una visión de su locura, en una cripta del tiempo fortificada contra la realidad y la luz y el paso de los días: ése era su verdadero y único reino, su castillo de irás y no volverás y el santuario donde oficiaba para nadie el culto a los muertos y celebraba sacrificios.

«Ahora tendré que matarte, Darman», dijo con pesadumbre, con la condolencia de un médico que explica la necesidad de una amputación, «te mandé avisos, pero tú no me hiciste caso, te he dejado escapar una y otra vez y tú has preferido quedarte, como si no te dieras cuenta de que te he tenido en mis manos desde que llegaste ayer a Madrid. Ya no eres tan hábil como en los viejos tiempos, Darman, te ciega la soberbia y no tomas las precauciones necesarias, las que tú mismo me enseñabas cuando éramos jóvenes, ¿no te acuerdas? Te has vuelto más torpe, ya no sabes caminar sin que se oigan tus pasos y tardas demasiado en descubrir cosas evidentes. Se te ha olvidado quién eras, Darman, pero yo sí me acuerdo, me he pasado todos estos años pensando en ti, no había nadie que pudiera igualarte, nadie más que yo te engañó, pero pensaba que tarde o temprano lo averiguarías y que ibas a venir a buscarme. Te tenía miedo. No me fiaba de ti. Me enteré de dónde estabas y envié a alguien para que me contara cómo era tu vida. Yo mismo fui a Inglaterra para verte, Darman. Vi tu casa, te vi detrás del escaparate de tu tienda, sentado en un escritorio, anotando algo en un libro. Estuve a punto de entrar: me arrepentí cuando ya había sonado la campanilla al abrirse la puerta. No entré porque me dio miedo. Pero no te muevas, Darman. Tú no me ves, pero yo puedo verte a ti. Como aquel día, cuando no levantabas la cabeza del escritorio. Lo que más me extrañó fue que tuvieras el pelo gris. No te muevas, no quieras acercarte. Te estoy viendo, Darman. Veo hasta el brillo de tus ojos. Te estoy apuntando con una pistola. Es la tuya, la que te quité mientras dormías. Yo nunca llevo armas, nunca aprendí a manejarlas bien, ¿no te acuerdas? Mis ojos casi no me servían para ver la luz. Pero veían en la oscuridad y yo quise que no lo supiera nadie, nadie lo sabe más que tú. En cierto modo es un castigo, Darman, igual que el insomnio. Si uno ve en la oscuridad es muy difícil que pueda dormir. Tú apagas la lámpara de la mesa de noche y todas las cosas se borran automáticamente. Pero yo sigo viéndolas, Darman, con una luz que ni tú ni nadie conoce, como si la luna llena estuviera siempre delante de una ventana abierta. Todo muy pálido, Darman, un desierto blanco con estatuas y edificios de sal, eso es lo que veo ahora mismo. Pero de día es mucho peor, todas las caras como envueltas en humo, en una especie de polvo amarillo oscuro que me hiere los ojos. Yo nunca he vivido en el mismo mundo que tú porque sólo puedo ver con claridad cuando vosotros estáis ciegos, yo oigo lo que vosotros no podéis oír y sé lo que ignoráis. Yo oigo el pensamiento, Darman, reconozco el miedo de un hombre cuando entro en una celda con la luz apagada y lo veo que se mueve y que empieza a sospechar que ya no está solo. Se arrodillan, Darman, les da terror la oscuridad y me suplican que encienda una luz, no me hace falta amenazarlos para que dicten una confesión. Cierran los ojos, aprietan los párpados igual que tú los apretabas anoche, cuando entré en esa habitación donde estabas dormido y me hablabas en sueños, me hablabas a mí, aunque no me veías, aunque no sabías que yo estaba a tu lado, me decías algo sobre ese hombre, Andrade, pero no sabes nada sobre él, no sabes qué fácilmente se rindió y me juró que haría todo lo que yo le ordenara, y ni siquiera se dio cuenta de que si pudo escapar fue porque yo lo quise. No desconfió de mí: sólo empezó a recelar cuando supo que eras tú quien vendría y que no le enviaban a un mensajero sino a un ejecutor. Te conocen, Darman, han oído hablar de ti. Walter también te conocía. En aquel tiempo daba miedo sostener tu mirada. Ahora Rebeca ha perdido completamente la memoria y hace años que perdió la razón, pero lo último que siguió recordando fueron tus ojos, me lo decía en su delirio, que habías vuelto, que ibas a matar a Walter. No lo maté yo, Darman, fuiste tú. Yo lo habría dejado vivir porque entonces estaba enamorado de ella, pero tú no lo perdonaste, ni a él ni a nadie, no había nadie de quien tú no sospecharas, te habían enviado desde Inglaterra para matar a un hombre y tú no podías volver sin cumplir tu tarea, por eso te elegían siempre a ti. No mirabas a las mujeres. Me acuerdo de que ni siquiera bebías. Te encerrabas en tu habitación para afilar el cuchillo con una tira de cuero que atabas a los barrotes de la cama…»