Lo interrumpí como si debiera angustiosamente defenderme de una acusación judicial. «Tú inventaste las pruebas contra él», le dije, «yo lo maté porque tú lo habías condenado». Pero hablar en la oscuridad era como estar ya muerto y acordarse de los vivos repitiendo en el simulacro de la conversación palabras antiguas y perdidas, nombres lejanos de fantasmas que no existían en el mundo. La brasa roja se avivó frente a mí: lo oí chupar avariciosamente la colilla. Cuando buscara otro cigarrillo yo tendría durante unos segundos la oportunidad de arrojarme sobre él. Pero me quedé quieto, esperando que surgiera de nuevo la llama del encendedor, que su rápida claridad alumbrara ese rostro. Pensé que no era Valdivia, que iba a matarme y yo no me movería. Vería el fulgor del disparo y cuando sonara la detonación yo ya estaría muerto: aún no lo estaba, porque la voz seguía hablándome.
«Pero yo la salvé a ella, Darman. La salvé a ella y a la niña, a la hija de Walter. Cuando él murió Rebeca Osorio estaba embarazada y quería matarse. Me las llevé de Madrid, las escondí conmigo, pero ella no me hablaba y nunca me miró, ni me dejaba tocarla, me pasé años vigilándola para que no se matara y todas las noches me acercaba a la puerta de su dormitorio y la oía cerrarla con llave. La vi volverse loca, Darman, la vi envejecer como si cada día y cada hora pasaran años enteros de su vida y perder la memoria, y cuando se marchó pensé que había sufrido un ataque de amnesia, pero era odio, Darman, el odio la había envenenado, le corrompió la razón y le contagió esa enfermedad del olvido. Estuve siete años buscándolas, y cuando la encontré a ella sola en un manicomio no se acordaba de su nombre ni de que tenía una hija, vino conmigo porque no sabía quién era yo. No quiero que lo recuerde nunca, Darman, no quiero que se mire en ningún espejo, ya la he perdido a ella pero he encontrado a su hija y no voy a dejar que también se me vaya ni que sepa quién soy, no permitiré que me la quite nadie. Ese Andrade lo intentó, pero yo vigilaba, Darman, siempre estoy vigilando, aunque ya no será necesario, porque se va a quedar aquí, si yo la he inventado nadie más que yo tiene derecho a mirarla, pero no te muevas, Darman, te he dicho que no vengas hacia mí, te estoy viendo, veo tu cara y tus ojos, te estoy apuntando con tu pistola, escucha, le he quitado el seguro, te voy a disparar…»
Había dado la última chupada a su cigarrillo y cuando la lumbre se extinguió yo me levanté dispuesto a saltar sobre él con un ebrio impulso de agresión y suicidio, oyéndolo todavía decirme que no me moviera, pero de pronto su voz ya no me hipnotizaba ni tenía miedo de sus ojos ni de la oscuridad. También él se había levantado y retrocedía, lo notaba en la hueca vibración de las tablas bajo mis pies, y al echarse hacia atrás alzaba la pistola, demasiado pesada para sostenerla con una sola mano: así lo vi cuando la luz de la linterna estalló como un relámpago contra su cara. Se tapó los ojos con las manos, sin soltar la pistola, pero la luz seguía fija en él y se tambaleaba y hacía gestos extraños moviendo la cabeza, como si huyera de un hierro candente que ya estaba quemándolo. Arriba, en las últimas gradas, más alta que nosotros, la muchacha pálida y desnuda mantenía inmóvil la linterna y su círculo de incandescencia trazaba una fría y blanca línea de luz que iba a romperse en la cara de Valdivia, y siguió persiguiéndolo cuando cayó hacia atrás como empujado por ella. Rodó sobre los escalones, gordo y torpe, desconocido, ciego, levantándose para retroceder otra vez mientras ella descendía lentamente y no dejaba de enfocar la linterna en sus ojos, la luz cada vez más cercana y más poderosa contra la que manoteaba como si se defendiera de una nube de pájaros. Había perdido la pistola y tenía rotas las gafas, y sus párpados se estremecían como crudas membranas sin pestañas. «La pistola», dijo a mi lado la muchacha, «está ahí, mátalo». Alumbró rápidamente el suelo para que yo la viera y cuando la tuve en mis manos levantó de nuevo la linterna hacia él, envolviéndolo como en una cegadora cápsula de cristal. Se había arrancado en silencio el esparadrapo de los ojos, se había deslizado por las gradas sin que él la viera hasta que estuvo segura de que cuando encendiera la linterna le acertaría en la cara, arrastrándose con sigilo sobre su vientre desnudo, mientras él seguía hablándome y olvidaba su presencia, rozando con el dedo índice el interruptor como quien amartilla cautelosamente un revólver y sabe que no tendrá más oportunidad de sobrevivir que la de un solo disparo. «Mátalo», me dijo, pero yo sentía en mis manos el peso de la pistola y lo miraba a él sin apretar el gatillo, sin reconocer en aquella cara trémula y reblandecida y lívida las facciones de Valdivia ni las que mi imaginación atribuía al comisario Ugarte. No parecía tener ojos, sino dos cicatrices recosidas en los párpados, y su boca grande y abierta se movía repitiendo mi nombre mientras gateaba hacia las gradas más bajas hostigado por la luz y cruzaba ante ella sus dedos extendidos como en actitud de vade retro.
Pero la linterna seguía acercándose a él, y cuando ya no pudo retroceder más se aplastó contra la frágil barandilla que lo separaba del vacío, de espaldas a la sombra donde iba a perderse el círculo de claridad que la muchacha blandía sobre él como si quisiera golpearlo con una antorcha. La barandilla osciló empujada por el peso de su cuerpo, y él abrió un momento los ojos con la alarma instintiva del vértigo: sólo entonces, cuando vi sus pupilas incoloras y húmedas, supe con la hiriente plenitud de una certeza lo que en el fondo de mí mismo me había negado a aceptar: que ese hombre, el comisario Ugarte, Beltenebros, no había usurpado la identidad de alguien a quien yo conocí y que estaba muerto, porque yo podía haber olvidado su cara o su voz, pero no la mirada que casi siempre escondía Valdivia al otro lado de las gafas. «Darman», me dijo, «dile que apague esa linterna», y luego casi gritó, «mátame, Darman», agitando las manos contra la luz, doblándose hacia atrás sobre la barandilla. Oí un crujido de madera y de hierro, un largo estrépito de derrumbe que me paralizó como si la pistola hubiera estallado entre mis manos. Pero no era cierto, yo no había disparado, no sentía la mordedura del retroceso ni el olor de la pólvora, yo había permanecido inmóvil mientras la oscuridad se abría a sus espaldas y él caía como desmoronándose con una lentitud irreal, mirándome por ultima vez desde los precipicios del Universal Cinema, desde la orilla de un gran foso de sombra que ni siquiera la fosforescencia de sus ojos nocturnos podría ya traspasar.