Oí pasos que venían por el corredor. Todavía ante el espejo, con la toalla húmeda en la mano, espié en mis pupilas el rápido brillo del acecho. Hasta que no llamaron a la puerta no se me ocurrió pensar que podía estar cayendo en una trampa. Instantáneamente recordé la expresión del recepcionista al tenderme la llave: tenía, como todos, una sonrisa de delator afable. Pero quién iba a saber, a quién le iba a interesar mi viaje o las vanas consignas que tan incrédulamente obedecía, los documentos o los fajos de dólares usados que tal vez había traído en el doble fondo de la maleta. ¿También yo jugaba a la mentira y sin darme cuenta tendía a confundirla con la realidad, y casi a preferirla? Llamaron otra vez, me puse desganadamente la corbata y abrí.
– Capitán -dijo el hombre joven, sin entrar todavía-. Capitán Darman.
Parecía haberse vestido y no afeitado en varias semanas la barba por fidelidad exclusiva a la literatura de las descripciones policiales. Usaba un anorak azul con las solapas levantadas y una gesticulación recelosa. Me pregunté en seguida por qué lo habían enviado a él y no a cualquier otro de torpeza menos evidente, qué razones tuvieron para urdir una cita que ellos debían saber fracasada de antemano, desde el instante en que abrí la puerta y miré su cara. Tal vez era una especie de prueba a la que me sometían, o ni siquiera eso, una supersticiosa dilación imaginada para que todo sucediera con la lentitud de lo irreparable.
No le estreché la mano. Cerré la puerta y le di la espalda para abrir el armario y dejar la maleta sobre la cama. La miró como si no supiera que debía llevársela. Del bolsillo de su anorak sobresalía una revista con los bordes mojados. Sus botas dejaban huellas de barro en la alfombra. Sonreía y hablaba casi sin separar los labios, moviendo la boca como un pez bajo el agua.
– Al final hubo contraorden -me dijo-. Por eso no pude ir al aeropuerto, capitán.
– No me llame capitán.
– Todos me hablan de usted. Los viejos, sobre todo. Quiero decir, los de antes. Nosotros somos recién llegados. Lo sabemos todo por los libros. ¿Ha contado el dinero?
– Qué dinero -vi que se le borraba la sonrisa.
– El de la maleta. Meses esperándolo.
– Yo nunca sé lo que traigo.
Con una familiaridad irritante, con el aire cándido de un escolar que ocupa su banca en un aula, se sentó en la cama y extrajo del interior de su anorak una llave muy pequeña sujeta a una anilla metálica. La hizo girar en el dedo índice y luego palmeó la maleta, sonriendo, como si ése fuera un gesto de camaradería hacia mí. Yo estaba en pie, mirándolo, preguntándome qué tenía que ver con ese hombre, cuántos minutos faltaban para que se fuera. En algún archivo de Madrid habría una foto de su cara y una cartulina con su nombre y sus huellas digitales. Luque, así me dijo que se llamaba. Dos años en París, me explicó luego con murmurada humildad y evidente soberbia, descargando cajas de frutas en los amaneceres de Les Halles, y ahora aquí, en Italia, enlace para los correos que llegaban del Este, emisario de otros que no iban a los aeropuertos ni visitaban hoteles. Mansamente insistía en llamarme capitán para que yo supiera que sabía olvidadas historias. Afortunado usted, me dijo, que vuelve al interior, y pareció arrepentirse de divulgar un secreto. Esa palabra, el interior, era en su voz el talismán de una geografía cifrada.
– Mañana vuelvo a Inglaterra -desmentí-. ¿Me ha traído el pasaje?
– Le he traído instrucciones, capitán -dudó un instante, como si temiera enojarme-. Mañana volará usted a Madrid, vía Roma.
– Estuve en Madrid hace muy poco. Todavía no es prudente volver.
– Ahora es distinto, capitán -ya no sonreía, y ni siquiera parecía tan joven como unos minutos antes. A medida que hablaba, separando tan débilmente los labios que era muy difícil entenderlo, sus gestos y su voz adquirían una desesperada intención de autoridad. Había estado fingiéndose dócil y ligeramente amedrentado por mi presencia, pero quería hacerme saber que esa actitud era sólo preludio de las órdenes inapelables que ahora me iba a transmitir. Solemne como un mensajero se puso en pie, guardó la llave en un bolsillo y dio unos pocos pasos, examinando sin interés la altura del techo y las láminas de la pared. También era más alto y me miraba a los ojos, pero su voz siguió filtrándose entre los labios tan inaudiblemente como un rezo. Le habían dicho que dijera ciertas palabras que él no comprendía del todo, que pronunciara un nombre. Lo hizo no para obtener una respuesta, sino para advertir en mis ojos una súbita expresión de recuerdo que tal vez le daba miedo.
– Acuérdese del caso Walter, capitán -dijo, arañándose la barba, aceptando que era un intruso, que yo lo había detestado desde que lo vi y sólo deseaba cerrar la puerta y olvidarlo y olvidar ese nombre que llevaba tantos años sin oír-. Usted lo conoció muy de cerca, no de oídas, como yo. Yo estoy aquí y pasa el tiempo y no ocurre nada. No ha ocurrido casi nada desde que nací. Todo acabó cuando ustedes eran jóvenes.
La habitación era tan estrecha que su aliento y su olor a ropa húmeda me daban en la cara. «Está borracho», pensé, «está borracho o tiene miedo de algo y por eso no llegó a tiempo al aeropuerto».
– El caso Walter se mantuvo siempre en secreto -dije-. Nadie debe hablar de él.
– Yo no soy nadie -se apresuró a decir, como si solicitara mi perdón. Oí el roce de sus uñas entre los duros rizos de la barba-. Me han enviado a hablar con usted porque no soy nadie. Quieren que no se sepa que usted va a ir al interior. Que llegue a Madrid y haga su trabajo y se vuelva a Inglaterra cuanto antes. Igual que entonces. ¿Va entendiendo?
Dije que no: mirándome todavía a los ojos pareció desvanecerse como una sombra sin cuerpo. Le di la espalda y miré hacia la calle. Hombres solos y embozados caminaban aprisa bajo una llovizna de aguanieve. Por encima de los tejados, tan irreal y cercana como un espejismo, fosforecía casi blanca la cúpula de la catedral, y tras ella el cielo bajo y deslumbrado por la nieve y los focos cobraba un frío resplandor de incendio. Recordé el olor del aire entre los árboles que rodeaban el aeropuerto. Su inmovilidad y su tibieza me habían anunciado la nieve sin que yo lo advirtiera. Cerré los altos postigos y dije otra vez que no, de una manera general, negando toda complicidad o evidencia. Él aún no se rindió.
– También ahora hay un traidor entre nosotros -dijo en un blando susurro, y respiró por la nariz, arañándose el pelo sucio de la nuca-. Casi nadie sabe que lo es, pero tenemos pruebas. Pruebas indudables. El martes debe acudir a una cita con alguien que llegará de París a entregarle unos documentos. Irá usted. Como entonces.
– ¿La cita es en Madrid?
– En un edificio que está cerca de la estación de Atocha -Luque sacó de su anorak una tarjeta de visita que tenía algo escrito a mano en el reverso-. La dirección la tiene aquí.
Noté que ese nombre, Atocha, se me había vuelto exótico, y que Madrid también era para mí una ciudad extraña, la clase de ciudad menor, centroeuropea o nórdica, de la que uno casi nunca posee imágenes veraces. Luque dijo que, cuando yo llegara, aquel hombre, el traidor, me estaría esperando. Describió un almacén abandonado, un edificio de ladrillo rojo en cuya fachada aún permanecía un antiguo anuncio de máquinas de coser. Miré la tarjeta sin tocarla. La dirección estaba escrita con una penosa caligrafía de extranjero. Me pregunté quién habría trazado esas vacilantes mayúsculas como firmando una sentencia, en qué lugar lejano. Creían sobre todo y casi únicamente en eso, en la eficacia mágica de las palabras escritas e inmovilizadas en consignas, en su clandestina transmisión. Palabras impresas en el papel o en el aire, murmuradas al oído de alguien que las guardaría y las repetiría, intangibles viáticos escondidos en maletas de doble fondo. No quise preguntar el nombre del traidor ni por qué sabían que lo era.
– ¿Cómo lo reconoceré cuando lo vea?
– Muy fácil -Luque sonreía arañándose la barba: sin duda estaba improvisando-. Él es el único que conoce ese lugar. Nadie más tiene llave.
– ¿Ni la policía?
– Los nuestros vigilan día y noche el edificio -hablaba mirándose las puntas sucias de las botas, jugando con la tarjeta entre los dedos, como si tocara a un insecto-. No habrá peligro para usted. Podemos garantizarlo.