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– No pueden -lo interrumpí con terminante suavidad, bajando un poco más la voz, envuelta en una tibia ira-. También me garantizaron que usted me esperaría en el aeropuerto. La cita era en la cantina, ¿se acuerda?

– En el periódico venían equivocados los horarios -dijo Luque, satisfecho, casi sorprendido de haber encontrado tan rápidamente una respuesta, indefenso-. Cómo íbamos a saberlo.

De modo que consultaban el periódico para saber cuándo llegaría un mensajero. No sentí rabia, sino un acceso de impaciente piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido veinte o treinta años atrás y ya no era. Fui otro, un catálogo de desconocidos cuyas fotografías había ido quemando o perdiendo como se deshace un asesino de su pasado culpable, como un traidor abjura de su lealtad y su memoria: acuérdese del caso Walter, había dicho Luque. Temí haberme parecido alguna vez a él, y para comprobar que no era cierto decidí insultar y concluir.

– Márchese -dije-. Dígales que no iré a Madrid. Que le he dicho que estoy enfermo, pero que usted se ha dado cuenta de que es mentira. Que tengo miedo, por ejemplo. Vaya y dígales eso.

– Capitán -Luque movía los labios, pero sus palabras tardaban en oírse-. Nadie va a creer que usted tiene miedo. Nadie.

Permanecía en pie, opaco y obstinado, ocupando como un dique el espacio entre la pared y la cama. Sin mirarlo ya, borrándolo, le toqué el codo y lo aparté como si oprimiera el resorte automático de una puerta muy pesada. Volví a verlo en el espejo del cuarto de baño, quieto en el umbral, arañándose la barba con un ruido de carcoma. Me lavé la cara y las manos con el agua helada y luego me peiné despacio y me ajusté la corbata, oyéndolo respirar. Sin volverme le dije otra vez que se fuera, pero no se movió.

– Capitán -dijo, inalterable, abrumado por el infortunio-. Ese hombre ha deshecho nuestra organización en Madrid. Era el responsable máximo y los ha ido entregando a todos, uno a uno. No merece seguir viviendo, capitán. Sí yo pudiera, si me dejaran, iba mañana mismo a Madrid y lo mataba con mis manos. Como hizo usted entonces.

– Yo no he matado a nadie con mis manos -dije, examinándolo ahora desde otra perspectiva, la de su improbable coraje-. ¿Sabe manejar una pistola?

– Hice un curso de comandos, el verano pasado. El instructor me habló de usted.

De nuevo le brillaban los ojos: había conocido a los héroes y era su discípulo, estaba ante uno de ellos y no aceptaba que yo no quisiera parecerme a las cosas que le habían contado de mí y a los designios de su imaginación. Con un gesto lo hice apartarse y luego abrí la puerta de la habitación y me quedé junto a ella. Una corriente de aire frío y húmedo entró desde el pasillo.

– También puede decirles que he perdido facultades. Que ha visto que me tiemblan las manos, o que llevo gafas de miope. Elija.

– Capitán -dijo Luque, pero ya no creía que esa palabra sirviera de conjuro. Se miró las manos y no supo qué hacer con ellas y las hundió en los bolsillos del anorak. Salió sin mirarme, con la cabeza baja, con el aire de humillación y desamparo de un vendedor a domicilio. Cerré la puerta y me quedé un instante al acecho tras ella, sin oír los pasos de Luque, imaginándolo quieto y perdido en el corredor. Miré la cama y volví a abrir, temiendo que ya se hubiera marchado. Caminaba hacia el ascensor con desganada lentitud, y al oírme se dio la vuelta con un impulso de esperanza.

– Oiga -le dije-. Se le olvidaba la maleta.

3

Yo fingía la ira con el mismo celo con que sabía imitar la serenidad o la decencia, con la pericia en el detalle de quien falsifica un documento secundario, una firma, para obtener con mezquindad una ganancia irrelevante. Había aprendido que es posible volverse invulnerable actuando con una ficticia lealtad a los vaticinios de los otros: porque Luque había nombrado el caso Walter con una expresión de miedo en su mirada, convencido de que iba a provocar en mí un recuerdo doloroso, yo fingí cuidadosamente que su suposición era cierta, y así el miedo se fortaleció en él, y la certidumbre de que había fracasado. Pero nada de eso era verdad, nada sobrevivía en mí de mis vidas anteriores, ni el arrepentimiento, ni el orgullo, y hasta que llegué a Madrid y vi escrito el nombre de Rebeca Osorio en las novelas tiradas junto a la cama del almacén yo había estado creyendo que no era del todo cierto mi viaje y que el hombre a quien me habían dicho que matara no existía de verdad. Entre mi pensamiento y mis actos, entre mi imaginación y mi vida, hubo siempre hasta entonces, y desde no sabia cuándo, una película de asepsia que roturaba en torno mío el espacio sagrado de la soledad y la mentira. También fingía cuando estaba solo, y en mis juegos de sombras no intervenía la voluntad ni casi la conciencia, sino un hábito de simulación tan antiguo como el que me inducía a pensar y a tener sueños en inglés. De modo que durante la visita del torpe enviado, ese Luque, no había sentido verdadera rabia ni verdadera piedad, únicamente la irritación física de no estar solo en una habitación tan estrecha, una molestia intensa, pero de segundo orden, semejante a la de un picor en la piel.

Aún notaba como una ofensa el olor a plástico húmedo del anorak. Abrí del todo la ventana, que era alta y ojival como una capilla gótica. Sobre los tejados, alrededor de la cúpula de la catedral, los últimos copos de nieve se dispersaban en la oscuridad y en el viento. Pensé sin lástima en Luque, en su regreso cobarde al lugar donde lo estaban esperando, solo y muerto de frío y desengaño por las calles desiertas, la cabeza hundida entre las solapas del anorak, los ojos fijos en el suelo, en la nieve sucia que tal vez le calaba las botas de emigrado pobre, como los de hace un siglo, como los conspiradores barbudos de las litografías.

Miré el teléfono, que estaba en una repisa sobre la cabecera de la cama. Muy pronto volverían a llamarme, y entonces no dirían las mismas palabras y sería otro el tono de sus voces. Yo desconfío siempre del silencio y la inmovilidad de los teléfonos. Recordé mi casa como si la viese desde fuera, a esa misma hora de la noche, con los postigos cerrados y un globo de luz tras las cortinas de alguna habitación en el piso de arriba. Imaginaba el interior como uno de esos cuadros en los que la única claridad procede de una vela. Bastaría que yo descolgara el auricular y marcara una cifra para que en la inconcebible lejanía de la costa oscura de Inglaterra empezara a sonar otro teléfono, vinculando así dos lugares, dos noches del invierno, el escándalo de la tempestad del mar y el silencio de la nieve, dos conciencias en ese instante más ajenas entre sí que las de dos desconocidos que leen simultáneamente la misma noticia en el periódico y nunca se cruzarán ni se verán.

Cuando ellos me llamaban, yo me iba y regresaba sin explicación y algunas veces sin aviso, inventando mentiras razonables que habitualmente confirmaba el azar, dejando breves notas con instrucciones sobre la mesa del comedor o en el mostrador de la tienda. Luego traía, cuando regresaba, aparte de los libros adquiridos en algún anticuario, pequeños objetos de recuerdo y postales de ciudades que no eran las mismas en las que había estado. Por precaución nunca llamaba por teléfono, ni siquiera en los viajes que no eran clandestinos. Aquella noche, en el hotel de Florencia, tuve la tentación de llamar. Descolgué el teléfono, repetí mentalmente el número de mi casa. Después volví a posarlo con suavidad en la horquilla y la visión de un gabinete en penumbra se desvaneció ante mí como una palabra escrita en el vaho de un espejo.

Había dejado abierta la ventana, y otra vez tenía frío y un poco de fiebre. Entonces sí me acordé del caso Walter. Muchos años atrás yo había ido a España para ejecutar a un traidor. No muchos años, tal vez menos de veinte, pero todo el pasado estaba recluido aún en una lejanía unánime, no regida por el tiempo, como la de la adolescencia y la guerra. Yo conocía a Walter y estaba seguro de su culpa. Durante dos semanas lo perseguí por estaciones de ferrocarril y ciudades cuyos nombres se me olvidaron después. Una noche, en un arrabal, junto a un descampado de malezas, lo vi correr hacia el muro de una fábrica que tenía altas ventanas en cuadrícula con todos los cristales rotos. Ya no era un hombre, ni siquiera un culpable, era una mancha blanca que se movía y trepaba por el terraplén, un animal huyendo. Separé las piernas, levanté entre las dos manos la pistola e hice fuego. El eco multiplicó lejanamente los disparos, pero no se encendió ninguna luz en las ventanas de las casas próximas. Todavía no estaba muerto cuando me acerqué a él. Yacía de espaldas y tenía los ojos abiertos, y al respirar sangraba por la nariz y la boca. Intentaba desesperadamente hablar, pero lo ahogaba la sangre, y decía no con la cabeza, y arañaba la tierra con las dos manos, como asiéndose a ella para no morir. Siguió girando a un lado y a otro la cabeza hasta que le disparé por última vez, borrándole la cara.