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Cerré la ventana y apagué las luces. No acertaba a recordar el apellido de Walter. Había dejado abiertos los postigos exteriores, y el brillo de la nieve sobre los tejados inundaba la habitación de una helada claridad como de plenilunio. Era posible que no usaran el teléfono, que vinieran directamente a buscarme. Mostrarían primero el estupor, la confianza herida, las apelaciones al pasado, y luego la firme coacción de las órdenes, la ira tranquila de los conjurados y los elegidos, como si todavía tuvieran un porvenir y mandaran ejércitos. Sin encender la luz, con ademanes de emboscado, busqué el sombrero, el abrigo y la llave y salí de la habitación. Por salones vacíos y corredores que no estaba seguro de haber cruzado antes, llegué al ascensor, que ahora -lo noté muy vagamente, y demasiado tarde- era un poco más grande y no estaba tapizado en rojo. No salí a la recepción cuando se abrió la puerta automática, sino a un sótano bajo cuyas arcadas me perdí respirando con dificultad un hálito oscuro de humedad y sumidero. Con una ligera y a la vez oprimente sensación de asfixia, de mal sueño todavía controlado, recorrí lugares que parecían pertenecer a un hotel de otra ciudad, más vacío y más grande. Subí a tientas una escalera de ladrillo, empujé una puerta, me aturdió de golpe la luz del vestíbulo.

El recepcionista me miró como a un aparecido. En mi conciencia, turbia por la extrañeza y la fatiga de un viaje tan largo -la soledad en los aeropuertos y en los hoteles tiene efectos narcóticos- todas las cosas sufrían veloces modificaciones menores, y eso también era un aviso que no supe atender cuando todavía estaba a tiempo. Visto desde otro ángulo, el vestíbulo del hotel no era exactamente como yo lo recordaba, y el recepcionista medía unos veinte centímetros menos que cuando lo vi por primera vez, porque ahora no estaba detrás del mostrador, donde sin duda había una tarima oculta. Me saludó con una rápida y efusiva abyección y siguió limpiando de colillas, con unas pinzas de depilar, la grava prensada de los maceteros. Igual que su tamaño, su dignidad había padecido en las últimas horas una reducción alarmante. Supuse que cuando se quitara el uniforme y saliera a la calle terminaría de convertirse en un enano. A veces yo tenía sueños así: hablaba con alguien que se iba encogiendo y que reía a carcajadas y era al final un ratón o una piedra, una criatura diminuta poseída por una dicha feroz que se alimentaba de escarnio.

En la calle el aire era más tibio que en el interior del hotel. Yo caminaba procurando orientarme por la cúpula de la catedral, volviéndome a veces, cuando escuchaba pasos, para comprobar que nadie me seguía. Cómplice de su ficción, igual que ellos de la mía, yo estaba seguro de que muy pronto empezarían a buscarme y actuaba como si estuviera huyendo, imitando antiguas astucias de fugitivos que casi siempre fueron apresados, normas tal vez aprendidas en las películas de gangsters, en manuales rusos traducidos a un patético español, la clase de libros que ese tipo, Luque, leería con severo recogimiento en sus cursos de comandos, no para aprender nada de sus páginas, sino para ingresar imaginariamente en la comunión de los héroes.

Al llegar a la plaza de la catedral me di cuenta de que ya me habían encontrado. El mismo automóvil que me trajo del aeropuerto estaba parado en la esquina de una calle lateral, sin luces, con el motor en marcha, con los cristales empañados. Decidí fingir que no lo había visto. Caminé en diagonal hacia la parte más oscura de la plaza, donde me ocultaría la sombra de la catedral. Ni el coche se movió ni sus puertas se abrieron. Me irritó deducir que alguien a quien yo no veía estaba siguiéndome a pie. Subí la escalinata, blanca de nieve no pisada, me detuve ante las figuras esculpidas en las puertas de bronce, inclinándome como para distinguir más de cerca un detalle. Entonces sí escuché algo, a mi izquierda, un crujido de pasos. Fui alejándome despacio en dirección contraria, hacia el campanario y el ábside. Al fondo, justo al pie de la cúpula, apareció una figura solitaria. El tamaño de la catedral y las dimensiones de la plaza la hacían parecer muy pequeña y lejana, como las que suelen verse en los grabados de ruinas antiguas. Hice un rápido ademán de volverme: como si frente a mí no hubiera un hombre, sino un espejo, la figura se movió en un sobresalto simultáneo, y luego adoptó una quietud simétrica a la mía, porque en lugar de retroceder yo me incliné para mirar el pie de una columna. Con las manos en los bolsillos de su anorak, Luque venía cautelosamente hacia mí, como quien se acerca a un animal y tiene miedo de espantarlo.

– Capitán -dijo, y en su voz había alivio y casi reverencia, pero también un leve tono de desquite-. Debe usted venir conmigo. El coche está esperándonos.

Me volví hacia donde él señalaba, haciendo como que veía por primera vez el automóvil. Me encogí de hombros, saqué los guantes y me los puse muy despacio. Mi complacencia en la lentitud desvaneció en seguida su firmeza. Extendiendo los dedos para ajustarme bien el cuero flexible de los guantes lo miré a los ojos. Veinticuatro o veinticinco años, calculé, veintiséis como máximo. Pensé con extrañeza que yo tendría más o menos su edad cuando maté a Walter.

– ¿Qué le han dicho que haga si me niego a ir con usted? -le dije.

Antes de que pudiera contestarme -se movieron sus labios, pero aún no sonaba la voz- eché resueltamente a andar, porque no había considerado la posibilidad de una respuesta. Cuando nos acercamos al coche los faros se encendieron con la brusquedad de un despertar y creció sordamente el ruido del motor. Yo andaba delante, sin mirar a Luque, que me seguía con una especie de cansada lealtad, arañándose la cara, chapoteando con sus botas sobre el lodo y la nieve teñidos de amarillo por la luz de los faros.

Había otro hombre sentado junto al conductor: grande y ancho, con el sombrero en la nuca, con un abrigo que le hacía parecer incómodo. Ninguno de los dos miró hacia atrás cuando subimos al coche, acomodándonos en el asiento posterior con cierto embarazo, como dos desconocidos que acaban de asistir a un funeral. Pero yo veía en el retrovisor la inquisición de sus miradas, y no estuve seguro de que el conductor fuera el mismo que me había recogido en el aeropuerto. En otro tiempo esas cosas no me sucedían. Veía una cara al azar durante unos segundos y al cabo de un año era capaz de reconocerla con inmediata precisión y de saber dónde la vi. Ahora los rostros y los lugares se modificaban cada minuto en mi imaginación como arrastrados por el agua, y mi memoria era a veces un trémulo sistema de espejos comunicantes.

Veía esfumarse las calles y las luces y las zonas de sombra de la ciudad entre rachas de nieve. Fachadas de iglesias, plazas nevadas con estatuas y fuentes, escaparates de maniquíes congelados en cera, fanales de la noche. De vez en cuando limpiaba el cristal de la ventanilla para que el vaho no me ocultara las calles. Vi pasar los puentes y los pretiles de un río y luego el coche giró a la izquierda y entró de nuevo en la ciudad, cruzando plazas que algunas veces eran como la de la catedral. ¿Estaban dando vueltas para que yo no supiera a dónde íbamos? A mi alrededor el aire tenía una consistencia cálida de respiración y paño húmedo de abrigos. Cuando el coche se detuvo ante un semáforo en rojo imaginé que abría de golpe la puerta y escapaba. Tenía el hábito de calcular las vidas posibles que iban quedando al margen de cada uno de los actos que no llegaba a culminar. Yo mismo me multiplicaba invisiblemente en otros hombres: el que habría subido esa noche al avión de regreso a Milán, el que pudo eludir sin esfuerzo la persecución de Luque, el que viajaba a Madrid, el que no había salido de Inglaterra. En torno a mí se movían las sombras de un porvenir que se volvió pasado sin existir nunca.

El coche abandonaba otra vez el centro de la ciudad y las proximidades brumosas del río y se adentraba en grises barrios de aire neutro a los que la nieve no había llegado aún. Sin saber dónde ni cuándo, yo recordé otro país y otra noche remota en la que había cruzado calles como éstas, abandonadas y limpias, sin señas precisas que las identificaran, tan extrañas a toda presencia o voluntad humana como un paisaje de la Antártida.

– Estamos llegando -dijo animosamente Luque, y le tocó el hombro al conductor, señalándole algo: una luz más intensa al fondo de la calle.

Era una zona de casas bajas, encaladas en ocre, tal vez un suburbio recientemente agregado a la ciudad, y allí el aire olía de otro modo, a asfalto mojado, a árboles muy jóvenes. Al bajar del coche noté al mismo tiempo la persistencia del frío y un rumor de conversaciones y de música. Estábamos frente a una casa grande o un garaje que tenía sobre el portal un letrero de altas iniciales amarillas y dos banderas inclinadas, una roja y la otra italiana. Del interior venía la voz aguda y aceitosa de un hombre que cantaba muy cerca del micrófono una canción tropical. Bahía, recordé, casi con gratitud. Parecía que el invierno fuera a detenerse a un paso de la calle, al otro lado del portal entreabierto, y que al pisar el sendero que trazaba la luz sobre la calle empedrada ingresaríamos en una noche más cálida, con un mar pintado y una vegetación de estudio cinematográfico bajo el brillo ardiente y solar de los focos, en otro presente simultáneo. Cuando entré en el portal, siguiendo a Luque, oí una lenta música de acordeón y aplausos y risas de mujeres.