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Esta vez no habría nadie esperándome en el aeropuerto de Madrid, ningún amigo falso y desconocido con un periódico del día bajo el brazo, ninguna tienda de libros o de antigüedades cuya puerta debiese yo empujar a cierta hora. Se obstinaban en seguir usando periódicos como contraseña, a pesar de que no había manera más incierta de suscitar el reconocimiento: una vez, en Barcelona, yo estaba en el andén de la estación de Francia esperando a alguien que bajaría del tren con un ejemplar de Paris-Match bajo el brazo izquierdo, pero fueron dos los viajeros que llegaron mostrando muy visiblemente la revista, y yo sólo reconocí a mi enlace porque lo había visto con alguna frecuencia en un bar de París al que muchos de ellos acudían, y tan inútil como la revista era su nombre en clave, porque yo conocía de sobra el verdadero. Y otra vez, la penúltima, en Madrid, la cita era con alguien que llevaría el ABC, y pasó casi media hora sin que apareciera nadie. Eran las nueve de la mañana, y yo estaba en un café de los suburbios, y al final, cuando ya me iba, vino un joven de movimientos paralizados por el miedo que no traía ningún periódico en la mano. Pidió algo en la barra y miró cobardemente hacia el fondo del local. Vestía una gabardina vieja con una mancha en el codo, y yo en seguida supe que era él, pero no me estaba permitido identificarme, de modo que miré hacia la calle y seguí bebiendo mi café mientras lo espiaba de soslayo y adivinaba su incertidumbre y su terror. Caminó entre las mesas, tratando de fingir la soltura de quien no espera a nadie, y se sentó cerca de mí, dándome la espalda. Entonces vi que no era una mancha lo que había en el codo de su gabardina, sino unas letras que él quería mostrarme alzando un poco el brazo, como si lo tuviera escayolado. Había escrito ABC con bolígrafo en la manga de su gabardina. Me acerqué a él, le pedí fuego y al cabo de un rato me explicó lo que nunca imaginaron quienes en un despacho de París concertaron la cita: que aquel día era lunes y que los lunes no hay prensa diaria en Madrid…

Nadie vendría esta vez a esperarme, era preciso que nadie tuviera noticia de mi viaje, ni siquiera los más leales entre los supervivientes, ni el hombre a quien se le ordenó que guardara una pistola en la consigna de la estación de Atocha y que dejara la llave colgada de un tubo de plomo sobre la cisterna de un retrete, en un bar muy próximo cuyo nombre me fue confiado aquella noche en Florencia. Luque me lo escribió en un papel mientras me llevaba en el coche negro de regreso a mi hoteclass="underline" bar Corinto, en la primera esquina del Paseo de las Delicias, un papel con instrucciones y horarios que en seguida rompí, no por prudencia, sino por costumbre, por obediencia a la ficción que me guiaba como un impulso que suspende las leyes de la gravedad y de la verosimilitud, pues desde que acepté viajar a Madrid yo era un lento fantasma que fingía que iba a matar a un hombre y se internaba en la mentira como en una selva de espejismos. En los hoteles, en los aeropuertos, a medida que progresaba mi viaje, yo iba notando con impasibilidad que me alejaba de la tierra firme y de la certidumbre de volver, que me llevaba una invisible corriente más poderosa que mi voluntad y más verdadera o más falsa que mi vida, la otra, la que seguía esperándome en el litoral de Inglaterra.

La tarde de Madrid era de un azul tan oscuro y tan húmedo como el que yo podría estar mirando si no hubiera salido de Brighton, y las luces rojas y amarillas que vi brillar en la llanura cuando el avión comenzaba el descenso parecían los faros que señalan el final de la travesía por el canal de la Mancha. El avión perdía altura con bruscos espasmos de catástrofe, y la niebla blanca alternativamente nos envolvía y se rasgaba dejando ver en lo más hondo un paisaje ocre de desiertos. Oí el chasquido de los cinturones de seguridad, se encendieron los indicadores de peligro, el ala derecha del avión se inclinaba casi rozando agrios picachos de colinas, y yo sentí en el vacío del estómago que algo irreparable me iba a suceder, la rápida agonía imaginada de los que mueren en el interior de un avión, la claustrofobia de aire enrarecido y dolor de agujas en los tímpanos que una noche de muchos años atrás me había paralizado y casi me había enloquecido cuando volaba sobre la oscuridad de los bosques de Francia y el piloto se quito los cascos y se volvió para decirme que nos había alcanzado la metralla de los antiaéreos.

Mirando la niebla que abolía al otro lado de las ventanillas ovales el espacio y el tiempo de los vivos, recordé los haces oblicuos de los reflectores, el estrépito irregular de las hélices, la perentoria sensación de estar a punto de morir, fuera del mundo, en mitad de la nada, de desvanecerme sin residuos en la estela roja de un avión incendiado. Junto a mí, maniatado por el cinturón y la angostura del asiento, un pasajero gordo sonreía con palidez de espanto muy cerca de mi cara, mirándome como si presintiera que aquellas facciones de un desconocido iban a ser lo último que vería en el mundo. Pero el avión ya rebotaba sobre la pista y se estremecía como arrebatado por una velocidad incontenible, y el lugar de la niebla lo ocupaban vertiginosos descampados de asfalto cruzados por destellos azules y bajos edificios en la lejanía. El viento de Madrid era más frío que el de Roma. Breves rachas de llovizna y granizo asolaban los espacios horizontales del aeropuerto. Por costumbre, casi por nostalgia, busqué entre la dispersa multitud de los corredores y las escaleras mecánicas una presencia o una sola mirada que se encontrara con la mía dispuesta a reconocerme, o a confundirme un instante con otro, una voz entre tantas voces hostiles que dijera mi nombre, pero no había nadie y yo sabía que nadie iba a venir, y en torno mío se adensaba envolviéndome una embriaguez de voces, de pasos y de rostros, una sensación de abandono y peligro semejante a la que me había inmovilizado cuando el avión empezó a perder altura y pareció quedarse suspendido en el interior de la niebla. Eran de niebla las voces, las miradas, los pasos, el tiempo trastornado de los relojes, mi propia conciencia poseída por la soledad y la ficción. Estaba en Madrid, pero era preciso que no quedara tras de mí ninguna señal de mi llegada, que durante uno o dos días mi presencia se disolviera en la ciudad hasta hacerme invisible igual que se disolvía ahora en los laberintos de la terminal, hasta tal punto que cuando busqué mi cara entre las que se reflejaban en las cristaleras de la cafetería no pude encontrarla, y cuando al fin la vi, muy pequeña y lejana, extraviada, banal, me pareció la de otro, tal vez quien de verdad soy sin saberlo, el doble que viajó a Madrid mientras yo permanecía acogido a la penumbra de mi tienda, un hombre alto, de pelo gris, de edad y patria inciertas, alguien que llega a una ciudad con el propósito de adquirir libros y grabados y que no siempre deja constancia de su paso por los hoteles y las aduanas.

Pero en el aeropuerto y luego en el taxi que me llevaba a la ciudad yo seguía alentando la mentira, fortalecido por ella, imaginándome que no era cierto que había venido para matar a un hombre y calculando al mismo tiempo, como un pesado sueño parcialmente voluntario, cada uno de los pasos de la ejecución, como decían ellos siempre, puritanos de palabras, acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se pareciera a otros sueños, los suyos, que los nutrían como el agua y el aire y tenían la extraña potestad de regir la vida de un hombre, yo mismo, o el otro, el que estaba esperándome con las muñecas heridas por las esposas, con la cara todavía tumefacta, cojeando, muriéndose de soledad y de miedo, con aquella cara de padre de familia que piensa, rodeado por los suyos, en calabozos o adulterios futuros, que lee novelas en un almacén abandonado, tiritando de frío, esperando la llegada de un mensajero, su salvador, su verdugo.

Dejó de llover y vi la última luz del sol sobre los árboles y los edificios de la Castellana, una luz muy fría que destellaba contra el pálido azul en lo más alto del edificio de Correos, donde ondeaba una bandera que siguió pareciéndome intrusa y enemiga, recién plantada allí por los usurpadores. Cada vez que volvía a Madrid era como si perdiese la piel de indiferencia y olvido que el tiempo había agregado a la memoria, y todas las cosas me herían como recién sucedidas, la misma luz del pasado, los raíles de los tranvías brillando después de la lluvia sobre el adoquinado, la estatua blanca de Cibeles, no tapiada, no sepultada bajo muros de ladrillo y sacos terreros. Y al final los rumorosos árboles del Paseo del Prado y las verjas del Botánico, el hotel que ahora se llamaba Nacional, la encrucijada plana donde emergía del horizonte como un pináculo de cristal y de hierro la estación de Atocha, su forma tan extraña, como enterrada o sumergida a medias, la miseria movediza y sombría de sus proximidades.