De repente, a Daisy se le fueron las ganas de tomar el soufflé de María.
– Me cambiaré de ropa -dijo.
– No tienes tiempo. Estás bien así.
– Pero…
La firme mano de Alex se posó en su espalda y la empujó resueltamente hacia el vestíbulo.
– Supongo que éste es tu bolso. -Ante el asentimiento de Daisy cogió el bolsito de Chanel de la mesita dorada y se lo tendió. Justo entonces, el padre y la madrastra de Daisy se acercaron para despedirse.
Si bien ella no pensaba llegar más allá del aeropuerto, quiso escapar del contacto de Alex que la conducía hacia la puerta. Se volvió hacia su padre y se odió a sí misma por el leve tono de pánico en la voz.
– Tal vez tú podrías convencer a Alex de que nos quedemos un poco más, papá. Apenas hemos tenido tiempo de hablar.
– Obedécele, Theodosia. Y recuerda que ésta es tu última oportunidad. Si me fallas ahora, me lavo las manos. Espero que hagas algo bien por una vez en tu vida.
Hasta ahora, siempre había soportado las humillaciones de su padre en público, pero ser humillada delante de su nuevo marido era demasiado vergonzoso y Daisy apenas consiguió enderezar los hombros. Levantando la barbilla, dio un paso delante de Alex y salió por la puerta.
Se negó a sostener la mirada de su esposo mientras esperaban en silencio el ascensor que los llevaría al vestíbulo. Segundos después, entraron. Las puertas se cerraron sólo para abrirse en la planta siguiente y dar paso a una mujer mayor con un pequinés color café claro.
De inmediato, Daisy se encogió contra el caro panelado de teca del ascensor, pero el perro la divisó. Enderezó las orejas, emitió un ladrido furioso y saltó. Daisy chilló mientras el perro se abalanzaba sobre sus piernas y le desgarraba las medias.
– ¡Quieto!
El perro continuó arañándole. Daisy gritó y se agarró al pasamanos de latón del ascensor. Alex la miró con curiosidad y luego apartó al animal de un empujón con la punta del zapato.
– ¡Mira que eres travieso, Mitzi! -La mujer tomó a su mascota en brazos y le dirigió a Daisy una mirada de reproche. -No entiendo lo que le pasa. Mitzi quiere a todo el mundo.
Daisy había comenzado a sudar. Continuó aferrada al pasamanos de latón como si le fuera la vida en ello mientras miraba cómo aquella pequeña bestia cruel ladraba hasta que el ascensor se detuvo en el vestíbulo.
– Parecíais conoceros -dijo Alex cuando salieron.
– Nunca… nunca he visto a ese perro en mi vida.
– No lo creo. Ese perro te odia.
– No es eso… -ella tragó saliva, -es que me pasa una cosa extraña con los animales.
– ¿Una cosa extraña con los animales? Dime que eso no quiere decir que les tienes miedo.
Daisy asintió con la cabeza e intentó respirar con normalidad.
– Genial -masculló él atravesando el vestíbulo. -Simplemente genial.
La mañana de finales de abril era húmeda y fría. No había papeles pegados en la limusina que los esperaba junto a la acera, ni latas, ni letreros de RECIÉN CASADOS, ninguna de esas cosas maravillosas reservadas a las personas que se aman. Daisy se dijo a sí misma que tenía que dejar de ser tan sentimental. Lani se había metido con ella durante años por ser exasperadamente anticuada, pero todo lo que Daisy había querido era una vida convencional. No era tan extraño, supuso, para alguien que había sido educada con tan poco convencionalismo.
Se subió a la limusina y vio que el cristal opaco que separaba al conductor de los pasajeros estaba cerrado. Al menos tendría la intimidad que necesitaba para contarle a Alex Markov cuál era su plan antes de llegar al aeropuerto.
«Hiciste unos votos, Daisy. Unos votos sagrados.» Ahuyentó a la inequívoca voz de su conciencia diciéndose que no tenía otra opción.
Alex se sentó junto a ella y el espacioso interior pareció volverse pequeño repentinamente. Si él no fuera tan físicamente abrumador, ella no estaría tan nerviosa.
Aunque no era tan musculoso como un culturista, Alex tenía el cuerpo fibroso y fornido de alguien en muy buenas condiciones físicas. Tenía los hombros anchos y las caderas estrechas. Las manos que descansaban sobre los pantalones eran firmes y bronceadas, con los dedos largos y delgados. Daisy sintió un ligero estremecimiento que la inquietó.
Apenas se habían apartado del bordillo cuando él comenzó a tirar de la corbata. Se la quitó bruscamente y la metió en el bolsillo del abrigo; después se desabrochó el botón del cuello de la camisa con un movimiento rápido de muñeca. Daisy se puso rígida, esperando que no siguiera. En una de sus fantasías eróticas favoritas, ella y un hombre sin rostro hacían el amor apasionadamente en el asiento trasero de una limusina blanca que recorría Manhattan mientras Michael Bolton cantaba de fondo Cuando un hombre ama a una mujer, pero había una gran diferencia entre la fantasía y la realidad.
La limusina se incorporó al tráfico. Ella respiró hondo, intentando tranquilizarse, y olió el intenso perfume a gardenia en su pelo. Vio que Alex había dejado de quitarse la ropa, pero cuando él estiró las piernas y comenzó a estudiarla, Daisy se removió en el asiento con nerviosismo. No importaba lo mucho que lo intentara, nunca sería tan bella como su madre, y cuando la gente la miraba demasiado tiempo, se sentía como un patito feo. Los agujeros de las medias doradas, tras el encuentro con el pequinés, no contribuían a reforzar su confianza en sí misma.
Abrió el bolso para buscar el cigarrillo que tanto necesitaba. Era un vicio horrible, lo sabía de sobra y no estaba orgullosa de haber sucumbido a él. Aunque Lani siempre había fumado, Daisy no solía fumar más que un cigarrillo de vez en cuando con una copa de vino. Pero en aquellos primeros meses después de la muerte de su madre se había dado cuenta de que los cigarrillos la relajaban y se había convertido en una verdadera adicta a ellos. Después de una larga calada, decidió que estaba lo suficientemente calmada como para exponerle el plan al señor Markov.
– Apágalo, cara de ángel.
Ella le dirigió una mirada de disculpa.
– Sé que es un vicio terrible y le prometo que no le echaré el humo, pero ahora mismo lo necesito.
Él alargó la mano detrás de ella para bajar la ventanilla. Sin previo aviso, el cigarrillo comenzó a arder.
Ella gritó y lo soltó. Las chispas volaron por todas partes. Él sacó un pañuelo del bolsillo del traje y de alguna manera logró apagar todas las ascuas.
Respirando agitadamente, ella se miró el regazo y vio la marca diminuta de una quemadura en el vestido de raso dorado.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó sin aliento.
– Creo que estaba defectuoso.
– ¿Un cigarrillo defectuoso? Nunca he visto nada así.
– Será mejor que tires la cajetilla por si todos los demás están igual.
– Sí. Por supuesto.
Ella se la entregó con rapidez y él se metió el paquete en el bolsillo de los pantalones. Aunque Daisy todavía se estremecía del susto, él parecía perfectamente relajado. Reclinándose en el asiento de la esquina, él cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos.
Tenían que hablar -tenía que exponerle el plan para poner fin a ese bochornoso matrimonio, -pero él no parecía estar de humor para conversar y ella temía meter la pata si no iba con cuidado. El último año había sido un desastre total y Daisy se había acostumbrado a animarse con pequeñas cosas a fin de no dejarse llevar totalmente por la desesperación.
Se recordó a sí misma que aunque su educación podía haber sido poco ortodoxa, desde luego sí había sido completa. Y a pesar de lo que su padre pensaba, había heredado el cerebro de Max y no el de Lani. También poseía un gran sentido del humor y era optimista por naturaleza, cualidad que ni siquiera el último año había podido destruir por completo. Hablaba cuatro idiomas, era capaz de identificar al diseñador de casi cualquier modelo de alta costura y era toda una experta en calmar a mujeres histéricas. Por desgracia, no poseía ni el más mínimo sentido común.