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¿Por qué no había hecho caso del abogado parisino de Lani, cuando le dejó claro que no le quedaría ni un centavo una vez que pagara las deudas que ésta había dejado? Ahora sospechaba que había sido el sentimiento de culpa lo que la había impulsado a asistir a todas aquellas fiestas durante los desastrosos meses que siguieron al funeral. Llevaba muchos años queriendo liberarse del chantaje emocional al que su madre la había sometido en su interminable búsqueda del placer. Pero no había querido que Lani muriera. Eso no.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había querido muchísimo a su madre y, a pesar de su egoísmo, de sus interminables exigencias y de su constante necesidad de reafirmarse en la belleza, Daisy sabía que Lani la había querido.

Se había sentido culpable ante la inesperada libertad que el dinero y la muerte de Lani le habían proporcionado. Se había gastado toda la fortuna, no sólo en sí misma sino en cualquiera de los viejos amigos de Lani que estuviera en apuros. Cuando las amenazas de los acreedores habían subido de tono, había extendido cheques para mantenerlos callados, sin saber ni importarle si tenía dinero para cubrirlos.

Max descubrió el derroche de Daisy el mismo día que emitieron una orden de arresto contra ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de la realidad y del alcance de lo que había hecho. Tuvo que rogarle a su padre que le prestara dinero para mantener alejados a los acreedores, prometiendo devolvérselo en cuanto pudiera.

Max había recurrido al chantaje. Era hora de que madurara, le había dicho, y si no quería ir a la cárcel debería poner fin a todas esas extravagancias y seguir sus órdenes sin rechistar.

En un tono brusco e inflexible, él había dictado sus términos. Se casaría con el hombre que él escogiera para ella tan pronto como pudiera arreglarlo. Y no sólo eso, tendría que permanecer casada durante seis meses, ejerciendo de esposa obediente durante ese tiempo. Sólo al final de esos seis meses podría divorciarse y beneficiarse de un fondo fiduciario que él establecería para ella, un fondo fiduciario que él controlaría. Si era frugal, podría vivir con relativa comodidad el resto de su vida.

– ¡No puedes hablar en serio! -exclamó ella cuando finalmente había recobrado el habla. -Ya no existen los matrimonios de conveniencia.

– Nunca he hablado más en serio. Si no aceptas casarte, irás a la cárcel. Y si no permaneces casada durante seis meses, nunca volverás a ver un penique más de mi bolsillo.

Tres días más tarde, le había presentado al futuro novio sin mencionar qué estudios poseía ni a qué se dedicaba, y sólo le había hecho una advertencia:

– Él te enseñará algo sobre la vida. Por ahora, es todo lo que necesitas saber.

Cruzaron el Triborough Bridge y se dio cuenta de que muy pronto llegarían a La Guardia, por lo cual no podía esperar más para sacar a colación el tema sobre el que tenían que hablar. Por costumbre, Daisy sacó un espejo dorado del bolso para cerciorarse de que todo estaba como tenía que estar. Ya más segura, lo cerró con un golpe seco.

– Disculpe, señor Markov.

Él no respondió.

Ella se aclaró la garganta.

– ¿Señor Markov? ¿Alex? Creo que tenemos que hablar.

Él abrió los párpados que ocultaban aquellos ojos color ámbar líquido.

– ¿De qué?

A pesar de los nervios, ella sonrió.

– Somos unos completos desconocidos que acaban de contraer matrimonio. Creo que eso nos da tema más que suficiente para hablar.

– Si quieres escoger los nombres de nuestros hijos, cara de ángel, creo que paso.

Así que tenía sentido del humor después de todo, aunque fuera algo cínico.

– Quiero decir que deberíamos hablar de cómo vamos a pasar los próximos seis meses antes de poder solicitar el divorcio.

– Creo que será mejor que vayamos paso a paso, día a día -hizo una pausa. -Noche a noche.

A Daisy se le puso la piel de gallina y se dijo a sí misma que no fuera estúpida. Él había hecho un comentario perfectamente inocente y ella sólo había imaginado la connotación sexual en aquel tono bajo y ronco. Forzó una brillante sonrisa.

– Tengo un plan, un plan muy simple en realidad.

– ¿Sí?

– Si me da la mitad de lo que le pagó mi padre por casarse conmigo, y creo que estará de acuerdo conmigo en que es lo más justo, podremos irnos cada cual por su lado y acabar con este lío.

Una expresión divertida asomó en esos rasgos de acero.

– ¿De qué lío hablas?

Ella debería haber sabido, por la experiencia adquirida gracias a los amantes de su madre, que un hombre así de guapo no rebosaría materia gris.

– El lío de encontrarnos casados con un desconocido.

– Pues creo que llegaremos a conocernos bastante bien. -De nuevo esa voz ronca. -Y eso de ir cada uno por su lado no era lo que Max tenía en mente. Tal y como lo recuerdo, se supone que tenemos que vivir juntos como marido y mujer.

– Eso pretende mi padre. Es un poco tirano en lo que se refiere a las vidas de otras personas. Lo mejor de mi plan consiste en que él nunca sabrá que nos hemos separado. Mientras no vivamos en su casa de Manhattan, donde puede vernos, no tendrá ni idea de dónde estamos.

– Definitivamente no viviremos en su casa de Manhattan.

Él parecía no estar tan dispuesto a cooperar como ella había esperado, pero Daisy era lo suficientemente optimista como para creer que sólo necesitaba un poco más de persuasión.

– Sé que mi plan funcionará.

– A ver si nos entendemos. ¿Quieres que te dé la mitad de lo que Max me dio por casarme contigo?

– Ya que lo menciona, ¿cuánto fue?

– No fue ni mucho menos suficiente -masculló él.

Ella nunca había tenido que discutir las condiciones y no le gustaba tener que hacerlo ahora, pero al parecer no tenía alternativa.

– Si lo piensa un poco, verá que es lo justo. Después de todo, si no fuera por mí, no tendría nada.

– ¿Quieres decir que planeas darme la mitad del fondo fiduciario que tu padre ha prometido establecer para ti?

– Oh, no, no pienso hacer eso.

Él soltó una breve carcajada.

– Me lo imaginaba.

– No lo entiende. Le pagaré la deuda tan pronto como tenga acceso a mi dinero. Sólo le estoy pidiendo un préstamo.

– Y yo me niego.

Daisy comprendió que le había vuelto a pasar lo de siempre. Tenía la mala costumbre de asumir lo que otras personas harían o lo que haría ella en su lugar. Por ejemplo, si fuera Alex Markov, se prestaría a darle la mitad del dinero simplemente por deshacerse de ella.

Necesitaba fumar. Aquello no pintaba bien.

– ¿Puede devolverme los cigarrillos? Estoy segura de que no todos estaban defectuosos.

Él sacó el arrugado paquete del bolsillo de los pantalones y se lo entregó. Daisy encendió uno con rapidez, cerró los ojos y se llenó los pulmones de humo.

Se escuchó un estallido y cuando abrió los ojos de golpe, el cigarrillo estaba en llamas. Con un grito ahogado, lo dejó caer. De nuevo, Alex apagó la colilla y las ascuas con el pañuelo.

– Deberías denunciarlos -dijo él con suavidad. Daisy se llevó la mano a la garganta, demasiado aturdida para hablar.

Él se acercó y le tocó un pecho. Ella sintió el roce de ese dedo en la parte interior del seno y se estremeció, lo mismo que la piel sensible debajo del raso. Alzó la mirada de golpe a esos insondables ojos dorados. -Un poco de ceniza -dijo él. Daisy puso la mano donde él la había tocado y sintió el martilleo del corazón bajo los dedos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que una mano que no fuera la suya la había tocado allí? Dos años, recordó, cuando se había hecho la última revisión médica.

Ella vio que habían llegado al aeropuerto y se armó de valor.

– Señor Markov, tiene que entender que no podemos vivir juntos como marido y mujer. Somos unos completos desconocidos. Toda esta idea es ridícula y tendré que insistir en que coopere más conmigo.