– ¿Insistir? -dijo él suavemente. -No creo que tengas derecho a insistir sobre nada.
Ella tensó la espalda.
– No voy a permitir que me intimide, señor Markov.
Él suspiró y sacudió la cabeza, mirándola con una expresión de pesar que ella dudaba que fuera sincera.
– Esperaba no tener que hacer esto, cara de ángel, pero debería haber imaginado que no ibas a ser fácil. Será mejor que te explique las reglas básicas ahora mismo, así sabrás a qué atenerte. Para bien o para mal, vamos a permanecer casados durante seis meses a partir de hoy. Puedes irte cuando quieras, pero tendrás que hacerlo sola. Y por si todavía no te has dado cuenta, éste no va a ser uno de esos matrimonios modernos de los que se habla en las revistas. Éste va a ser un matrimonio tradicional. -Repentinamente, su voz se volvió más tierna y suave. -Lo que quiero decir, cara de ángel, es que yo mando y tú harás lo que diga. Si no lo haces, sufrirás algunas consecuencias bastante desagradables. La buena noticia es que, pasado el tiempo estipulado, podrás hacer lo que quieras. Sinceramente, me importará un bledo.
El pánico se apoderó de Daisy, que luchó por no perder los nervios.
– No me gusta que me amenacen. Será mejor que hable claro y me diga cuáles son esas consecuencias que penden sobre mi cabeza.
Él se reclinó en el asiento y torció la boca en una mueca tan dura que Daisy sintió un escalofrío en la espalda.
– Verás, cara de ángel, no pienso decirte nada. Tú misma lo descubrirás todo esta noche.
CAPÍTULO 02
Daisy se pascaba por el rincón más apañado de la sección de fumadores de la puerta de embarque de USAir, dando unas caladas un profundas y rápidas al cigarrillo que empezó a marearse. El avión, según había descubierto, se dirigía a Charleston, Carolina del Sur, una de sus ciudades favoritas, algo que tomó como una buena señal en una larga cadena de acontecimientos que se iban volviendo cada vez más desastrosos.
Primero, el estirado y poderoso señor Markov se negó a aceptar el plan. Luego le había saboteado el equipaje. Cuando el chófer descargó una sola maleta del maletero en lugar del juego completo que ella había preparado, Daisy pensó que era una equivocación, pero Alex la sacó rápidamente de su error.
– Viajaremos con poco equipaje. Le ordené al ama de llaves que lo rehiciera por ti durante la ceremonia.
– ¡No tenía derecho a hacer eso!
– Vamos a facturar. -Él cogió su propio y ligero equipaje, y Daisy se quedó mirando con asombro cómo echaba a andar sin dejarle otra opción que seguirlo. Ella apenas podía cargar con la maleta; sus tobillos se tambaleaban sobre los altos tacones mientras se arrastraba tras él. Sintiéndose desgraciada y cohibida, se había dirigido a la entrada, donde todo aquel que pasaba notaba las medias agujereadas, el vestido quemado y la gardenia mustia.
Cuando Alex desapareció en los aseos, ella se había apresurado a comprar una nueva cajetilla, pero descubrió que sólo tenía un billete de diez dólares en el bolso. Se dio cuenta con inquietud de que ése era todo el dinero que poseía. Sus cuentas corrientes estaban bloqueadas y las tarjetas de crédito canceladas. Por lo tanto, volvió a guardar el billete en la cartera y le pidió un pitillo a un atractivo ejecutivo.
En cuanto lo apagó, Alex salió de los aseos y al ver cómo iba vestido sintió un vuelco en el estómago. El oscuro traje sastre había sido reemplazado por una camisa vaquera, desgastada por infinidad de lavados, y unos vaqueros tan descoloridos que parecían casi blancos. Los bajos deshilachados del pantalón caían sobre unas botas camperas de piel llenas de rozaduras. Llevaba la camisa remangada, mostrando unos fuertes y bronceados antebrazos ligeramente cubiertos de vello oscuro y un reloj.de oro con una correa de piel. Daisy se mordisqueó el labio inferior. Al pensar en todo lo que su padre podía haberle hecho, nunca se le había ocurrido que la casaría con el Hombre Marlboro.
Él se acercó a ella cargando la maleta con facilidad por el asa. Los ceñidos pantalones revelaban unas piernas musculosas y unas caderas estrechas. A Lani le hubiera encantado.
– Vamos. Acaban de hacer la última llamada.
– Señor Markov, por favor, no creo que quiera hacer esto. Si me prestara sólo la tercera parte del dinero que legítimamente me pertenece, podríamos poner fin a esta situación.
– Le hice una promesa a tu padre y nunca falto a mi palabra. Quizá sea un poco anticuado, pero es una cuestión de honor.
– ¡Honor! ¡Se ha vendido! ¡Dejó que mi padre le comprara! ¿Qué clase de honor es ése?
– Max y yo hicimos un trato y no voy a romperlo. Por supuesto, si insistes en marcharte, no te detendré.
– ¡Sabe que no puedo hacerlo! No tengo dinero.
– Entonces, vámonos. -Él sacó las tarjetas de embarque del bolsillo de la camisa y se puso en marcha.
Ella no tenía dinero ni tarjetas de crédito, y su padre le había ordenado que no se pusiera en contacto con él. Con el estómago revuelto, se percató de que no tenía otra alternativa que seguirlo, y cogió la maleta.
Delante de ella, Alex había alcanzado la última hilera de sillas, donde un adolescente estaba sentado fumando. Cuando su nuevo marido pasó junto al chico, el cigarrillo de éste comenzó a arder.
Unas dos horas después Daisy se encontraba bajo un sol resplandeciente en el aparcamiento del aeropuerto de Charleston, observando la camioneta negra de Alex; tenía el capó cubierto por una gruesa capa de polvo y la matrícula de Florida casi ilegible por el barro seco que la ocultaba.
– Déjala ahí detrás. -Alex lanzó su propia maleta sobre la camioneta, pero no se ofreció a hacer lo mismo con la de ella, igual que no se había ofrecido a llevársela en el aeropuerto.
Daisy rechinó los dientes. Si pensaba que iba a pedirle ayuda, podía esperar sentado. Le dolieron los brazos cuando intentó lanzar la voluminosa maleta a la parte trasera. Pudo sentir los ojos de Alex sobre ella y, aunque sospechaba que al final agradecería todo lo que el ama de llaves había metido en ella, en ese momento habría dado cualquier cosa por que aquel diseño de Louis Vuitton fuera más pequeño.
Cogió el asa con una mano y sujetó la parte inferior de la maleta con la otra. Con gran esfuerzo, tiró de ella.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó el con falsa inocencia.
– No…, gra… cias. -Las palabras parecían gruñidos más que otra cosa.
– ¿Estás segura?
Daisy, que por fin consiguió alzarla para empujarla con el hombro hacia dentro, no tenía suficiente aliento para contestar. Sólo unos centímetros más. Se tambaleó sobre los tacones. Un poco más…
Con un grito de consternación, la maleta y ella cayeron hacia atrás. Gritó al impactar contra el pavimento, luego chilló de pura rabia. Con la mirada clavada en el cielo se percató de que la maleta había amortiguado la caída y evitado que se lastimara. También se dio cuenta de que había caído de manera desgarbada, con la corta falda ciñéndole los muslos, las rodillas pegadas y los pies extendidos.
Unas oscuras y gastadas botas camperas entraron en su ángulo de visión. Deslizó la mirada por los muslos que se perfilaban bajo los vaqueros y por el ancho pecho y, al llegar a aquellos ojos color ámbar que brillaban con diversión, Daisy recuperó su dignidad. Juntando los tobillos, se apoyó en los codos.
– Esto es justo lo que pretendía.
La risa del hombre fue ronca y oxidada, como si no se hubiera reído en mucho tiempo.
– Si tú lo dices.
– Así es. -Con toda la dignidad que pudo reunir, se impulsó sobre los codos hasta quedar sentada. -A esto es a lo que nos ha llevado su comportamiento infantil. Espero que lo sienta.
Él soltó una carcajada.
– Tú lo que necesitas es un vigilante, cara de ángel, no un marido.