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– Sólo que no va a exhibirlo, ¿verdad? Lo va a matar. -Daisy se sintió mareada. -Iré a las autoridades. Lo haré. Detendrán todo esto.

– Lo dudo -dijo Sheba. -Webley lleva años sorteando la ley. Tendrías que tener un testigo que jurara que vio cómo lo mataban, lo que no ocurrirá ni en sueños. Y en cualquier caso, sería demasiado tarde para hacer nada, ¿no?

Daisy nunca había odiado tanto a otro ser humano.

– ¿Cómo puedes hacer esto? Si tanto me odias, ¿por qué no me haces daño a mí? ¿Por qué tienes que tomarla con Sinjun?

Alex entró en la pista y se enfrentó a Sheba.

– Te pagaré el doble que Webley -ofreció.

– Esta vez no conseguirás nada con tu dinero, Alex. No comprarás a Sinjun como hiciste con Glenna. Puse una condición cuando apalabré la venta.

Daisy lo miró con rapidez. Alex no le había dicho que había sido él quien había comprado a Glenna. Sabía que había hecho los arreglos necesarios para que fuera instalada en el zoo Brookfield, pero no que había sido su dinero el que lo había hecho posible. La gorila tenía un nuevo y precioso hogar gracias a él.

– ¿Por qué haces esto? -preguntó él. -La gente de Webley no recogerá a Sinjun hasta el amanecer. -La expresión de Sheba se volvió astuta. -Será entonces cuando firme los papeles, pero siempre puedo cambiar de idea.

– Ah, así que llegamos al meollo del asunto, ¿verdad, Sheba? -susurró Alex con voz apenas audible.

Sheba miró a Daisy, que todavía estaba fuera de la pista al lado de Brady.

– Eso te gustaría, ¿verdad, Daisy? Que detuviera todo esto. Puedo hacerlo, ya lo sabes. Con una simple llamada telefónica.

– Claro que puedes -siseó Alex. -¿Qué tengo que hacer para que hagas esa llamada?

Sheba se volvió hacia él y fue como si Brady y Daisy hubieran dejado de existir, quedando sólo ellos dos frente a frente en medio de la pista; algo para lo que ambos habían nacido. Sheba acortó la distancia que había entre ellos moviéndose sinuosamente, casi como una amante, pero no existía ni pizca de amor entre ellos.

– Ya sabes lo que tienes que hacer.

– Dímelo de todas maneras.

Sheba se giró hacia Daisy y Brady.

– Dejadnos solos. Esto es entre Alex y yo.

– ¡Esto es una locura! Eso es lo que es. ¡Si hubiera sabido lo que estabas maquinando, juro por Dios que te hubiera sacudido hasta que olvidaras tal gilipollez! -explotó Brady.

Sheba ni siquiera se inmutó ante aquel arrebato de ira.

– Si Daisy y tú no os vais de aquí, será el final del tigre.

– Marchaos -dijo Alex. -Haced lo que dice. Brady se volvió hacia él.

– No dejes que te corte las pelotas. Lo intentará, pero no dejes que llegue a ese extremo -dijo con amargura. Parecía como si hubiese perdido la fe en todo lo que creía.

– Lo intentaré -repuso Alex suavemente.

Daisy le dirigió una mirada suplicante, pero él estaba concentrado en Sheba y no se dio cuenta.

– Venga, Daisy. Vámonos de aquí. -Brady le pasó el brazo por los hombros y la llevó hacia la puerta trasera. Tras tantos meses aprendiendo a luchar, Daisy intentó resistirse, pero sabía que Alex era la única esperanza de Sinjun.

Una vez fuera, respiró hondo. Era una noche fría y comenzaron a castañetearle los dientes.

– Lo siento, Daisy. No pensé que llegaría tan lejos -susurró Brady, abrazándola.

Dentro se oyó la desdeñosa voz de Alex sólo un poco amortiguada por la lona de la carpa.

– Eres una mujer de negocios, Sheba. Si me vendes a Sinjun te compensaré generosamente. Todo lo que tienes que hacer es poner el precio.

Fue como si Brady y Daisy hubieran echado raíces en ese lugar; sabían que debían irse pero eran incapaces de hacerlo. Luego Brady cogió a Daisy de la mano y la hizo atravesar las sombras hasta la puerta trasera, donde no podían ser vistos pero tenían una vista parcial de la pista central.

Daisy vio cómo Sheba acariciaba el brazo de Alex.

– No es tu dinero lo que quiero. Ya deberías saberlo. Lo que quiero es doblegar tu orgullo.

Alex se apartó, como si no pudiera soportar su contacto.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Si quieres al tigre, tendrás que suplicar por él.

– Vete al infierno.

– El gran Alex Markov tendrá que ponerse de rodillas y rogar.

– Antes prefiero morir.

– ¿No lo harás?

– Ni en un millón de años. -Alex apoyó las manos en las caderas. -Puedes hacer lo que te dé la gana con ese puto tigre, pero no me pondré de rodillas delante de ti ni de nadie.

– Me sorprendes. Estaba segura de que lo harías por esa pequeña boba. Debería haber imaginado que no la amas de verdad. -Por un momento Sheba levantó la mirada a las sombras de la cubierta, luego volvió a mirarlo. -Lo sospechaba. Debería haberme fiado de mi instinto. ¿Cómo podrías amarla? Eres demasiado despiadado para amar a nadie.

– Tú no sabes lo que siento por Daisy.

– Sé que no la amas lo suficiente como para ponerte de rodillas y suplicar por ella. -Lo miró con aire satisfecho. -Así que yo gano. Gano de todas maneras.

– Estás loca.

– Haces bien en negarte. Una vez me arrodillé por amor y no se lo recomiendo a nadie.

– Jesús, Sheba. No hagas esto.

– Tengo que hacerlo -la voz de la dueña del circo había perdido todo rastro de burla. -Nadie humilla a Sheba Quest sin pagarlo. Lo mires como lo mires, serás tú quien pierda hoy. ¿Estás seguro de que no quieres reconsiderarlo?

– Estoy seguro.

Daisy supo en ese momento que había perdido a Sinjun. Alex no era como otros hombres. Se sostenía a base de acero, valor y orgullo. Si se rebajase, el hombre que era se destruiría. Inclinó la cabeza e intentó darse la vuelta para marcharse, pero Brady le bloqueaba el paso.

– Sabes la ironía de todo esto, Daisy lo haría -dijo Alex con voz tensa y dura. -Ni siquiera se lo pensaría dos veces. -Soltó una carcajada que no contenía ni pizca de humor. -Se pondría de rodillas en menos de un segundo porque tiene un corazón tan grande que es capaz de responder por todos. No le importan ni el honor ni el orgullo ni nada por el estilo si el bienestar de las criaturas que ama está en peligro.

– ¿Y qué? -se burló Sheba. -No veo aquí a Daisy. Sólo te veo a ti. ¿Qué será, Alex, tu orgullo o el tigre? ¿Vas a renunciar a todo por amor o te aferrarás a ese orgullo que tanto te importa?

Hubo un largo silencio. Cuando las lágrimas comenzaron a deslizarse por la cara de Daisy, ésta supo que tenía que escapar. Pasó junto a Brady, pero se detuvo cuando oyó el fiero comentario de éste.

– Qué hijo de puta.

Se giró con rapidez y vio que Alex seguía de pie frente a Sheba, en silencio, con la cabeza alta, pero sus rodillas comenzaban a doblarse. Esas poderosas rodillas Romanov. Esas orgullosas rodillas Markov. Poco a poco, su marido se dejó caer en el serrín, pero Daisy supo que jamás había parecido más arrogante, ni más inquebrantable.

– Suplícamelo -susurró Sheba.

– ¡No! -la palabra surgió de lo más profundo del pecho de Daisy. ¡No dejaría que Sheba le hiciera eso, ni siquiera por Sinjun! ¿De qué serviría salvar a un magnífico tigre si con ello destruía a otro? Atravesó la puerta a toda velocidad y entró en la pista, haciendo volar el serrín mientras corría hacia Alex. Cuando llegó hasta su marido lo cogió del brazo y tiró de él para que se pusiera en pie.

– ¡Levántate, Alex! ¡No lo hagas! No se lo permitas.

Él no apartaba la mirada de Sheba Quest. Sus ojos parecían llamas ardientes.

– Tú me lo dijiste una vez, Daisy. Nadie puede humillarme. Sólo yo puedo rebajarme.