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No. Mejor hablemos del marfil. Esa noble sustancia, dura y uniforme, que los paquidermos empujan secretamente con todo el peso de su cuerpo, como una material expresión de pensamiento. El marfil, que sale de la cabeza y que desarrolla en el vacío dos curvas y despejadas estalactitas. En ellas, la paciente fantasía de los chinos ha labrado todos los sueños formales del elefante.

Topos

Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.

En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.

Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.

Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.

Camélidos

El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.

Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.

Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.

La boa

La proposición de la boa es tan irracional que seduce inmediatamente al conejo, antes de que pueda dar su consentimiento. Apenas si hace falta un masaje previo y una lubricación de saliva superficial.

La absorción se inicia fácilmente y el conejo se entrega en una asfixia sin pataleo. Desaparecen la cabeza y las patas delanteras. Pero a medio bocado sobrevienen las angustias de un taponamiento definitivo. En ayuda de la boa transcurren los últimos instantes de vida del conejo, que avanza y desaparece propulsado en el túnel costillar por cada vez más tenues estertores.

La boa se da cuenta entonces de que asumió un paquete de graves responsabilidades, y empieza la pelea digestiva, la verdadera lucha contra el conejo. Lo ataca desde la periferia al centro, con abundantes secreciones de jugo gástrico, embalsamándolo en capas sucesivas. Pelo, piel, tejidos y vísceras son cuidadosamente tratados y disueltos en el acarreo del estómago. El esqueleto se somete por último a un proceso de quebrantamiento y trituración, a base de contracciones y golpeteos laterales.

Después de varias semanas, la boa victoriosa, que ha sobrevivido a una larga serie de intoxicaciones, abandona los últimos recuerdos del conejo bajo la forma de pequeñas astillas de hueso laboriosamente pulimentadas.

La cebra

La cebra toma en serio su vistosa apariencia, y al saberse rayada se entigrece.

Presa en su enrejado lustroso vive en la cautividad galopante de una libertad mal entendida: Non serviam, declara con orgullo su indómito natural. Abandonando cualquier intento de sujeción, el hombre quiso disolver el elemento indócil de la cebra, sometiéndola a viles experiencias de cruza con asnos y caballos. Todo en vano. Las rayas y la condición arisca no se borran en cebrinos ni en cébrulas.

Con el onagro y el cuaga, la cebra se complace invalidando la posesión humana del orden de los equinos. ¿Cuántos hermanos del perro se nos quedaron ya para siempre, insumisos, con oficios de lobo, de protelo y de coyote?

Limitémonos pues a contemplar a la cebra. Nadie ha llevado a tales extremos la posibilidad de henchir satisfactoriamente una piel. Golosas, las cebras devoran llanuras de pasto africano, a sabiendas de que ni el corcel árabe ni el pura sangre pueden llegar a semejante redondez de las ancas ni a igual finura de cabos. Sólo el caballo Przewalski, modelo superviviente del arte rupestre, alude un poco al rigor formal de la cebra.

Insatisfechas de su clara distinción espacial, las cebras practican todavía su gusto sin límites por las variantes individuales, y no hay una sola que tenga las mismas rayas de la otra. Anónimas y solípedas, pasean la enorme impronta digital que las distingue: todas cebradas, pero cada una a su manera.

Es cierto que muchas cebras aceptan de buen grado dar dos o tres vueltas en la pista del circo infantil. Pero no es menos cierto también que, fieles al espíritu de la especie, lo hacen siguiendo un principio de altiva ostentación.

La jirafa

Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa.

Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.

Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.

Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.

La hiena

Animal de pocas palabras. La descripción de la hiena debe hacerse rápidamente y casi como al pasar: triple juego de aullidos, olores repelentes y manchas sombrías. La punta de plata se resiste, y fija a duras penas la cabeza de mastín rollizo, las reminiscencias de cerdo y de tigre envilecido, la línea en declive del cuerpo escurridizo, musculoso y rebajado.

Un momento. Hay que tomar también algunas huellas esenciales del criminaclass="underline" la hiena ataca en montonera a las bestias solitarias, siempre en despoblado y con el hocico repleto de colmillos. Su ladrido espasmódico es modelo ejemplar de la carcajada nocturna que trastorna al manicomio. Depravada y golosa, ama el fuerte sabor de las carnes pasadas, y para asegurarse el triunfo en las lides amorosas, lleva un bolsillo de almizcle corrompido entre las piernas.

Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.

El hipopótamo

Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío.