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Wolfgang Kóhler perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso, como buen alemán, toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento, Momo llegó a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie, distrajo todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin trasponer el umbral de la conciencia. Le ofrecían la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.

Ya muchos milenios antes (¿cuántos?), los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.

Atados a una dependencia invisible, danzamos al son que nos tocan, como el mono de organillo. Buscamos sin hallar las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de inalcanzables frutas metafísicas.

La dilatada entrevista de Momo y Wolfgang Kóhler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra despedida melancólica que suena a fracaso.

(El Homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano.)

Fin de Bestiario

Postfacio: Amanuense de Arreola por José Emilio Pacheco

1

"Fue amanuense de Arreola", dice la nota con la que Christopher Domínguez Michael me presenta en la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX. Esa línea me sorprendió cuando la leí en 1990. Nunca oculté la historia, aunque tampoco hice nada por difundirla, y me llamó la atención el que pudiera saberla alguien nacido cuatro años después de los acontecimientos. Ya impresa, no me pareció indiscreto divulgarla dentro de un homenaje a Juan José Arreola en la Universidad de Guadalajara (1992). Él estaba presente y añadió datos que yo ignoraba o había olvidado.

Todo se resume en una frase: Bestiario, obra maestra de la prosa mexicana y española, no es un libro escrito: su autor lo dictó en una semana. Otros hubiéramos necesitado de muchos borradores para intentar aproximarnos a lo que en Arreola era tan natural como el habla o la respiración. A la distancia de los años transcurridos, esta inmensa capacidad literaria me admira tanto como entonces. Algunos de sus textos, si la memoria no miente, son anteriores a esos días de diciembre de 1958: "Prólogo", "El sapo", "Topos", y quizás haya alguno posterior como "Ajolotes". Sin embargo, la mayoría resuena en mi interior como los escuché por primera vez, los escribí con una pluma Sheaffer de tinta verde y los pasé a una máquina Royal para que Arreola les diera forma definitiva:

"El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegato, en arranque total de filósofo positivista."

Tenía 15 años cuando descubrí a Arreola en las clases de José Enrique Moreno de Tagle, maestro de tantos escritores mexicanos que hemos sido ingratos con él, a diferencia de los alumnos de Erasmo Castellanos Quinto. Moreno de Tagle nos dictaba una página diaria de la mejor prosa y nos incitaba a leer el libro completo. En la lejanísima librería del Fondo, que estaba en el campo entre México y Coyoacán y frente a un paisaje de vacas y de burros, adquirí Confabulario y Varia invención en un solo volumen.

2

Nunca pensé en conocer a Arreola. La literatura ocurría en un ámbito inalcanzable, al que sólo era posible asomarme gracias a México en la Cultura y la Revista de la Universidad. En 1956 lo vi de lejos: en el Teatro del Caballito, dentro de los programas de Poesía en Voz Alta, representó el papel de Rapaccini en la obra de Octavio Paz dirigida por Héctor Mendoza. Tiempo después Carlos Monsiváis leyó algunos de mis cuentos aparecidos en publicaciones estudiantiles y me dijo:

– Deberías llevárselos a Arreola. Va a publicar una nueva serie para jóvenes: los Cuadernos del Unicornio.

– No me atrevo. Me da pena.

– Yo hago una cita y te presento.

Nunca ha dejado de asombrarme nuestra irresponsabilidad. Un niño o una niña pasan una década de cinco horas diarias ante el piano antes de atreverse a dar un concierto para los amigos de su familia. Nosotros hacemos un primer intento y nos empeñamos en que nos publiquen, nos elogien y de ser posible hasta que nos paguen.

No iba yo a ser la excepción a la regla. Fui a la cita en un café que ya no existe en Melchor Ocampo. Monsiváis no llegó pero a los 20 minutos apareció Arreola con su hijo Orso, que entonces era muy pequeño. No me quedó más remedio que autopresentarme. Aunque desde niño había conocido a escritores como José Vaconcelos y Juan de la Cabada, me desconsoló que, en la tarde de calor, Arreola pidiera un Squirt. Yo suponía que un artista como él sólo tomaba vino de Chipre o algo semejante.

Era un secreto a voces que Arreola corregía los originales publicados en sus series. Esperé que, fiel a su costumbre, convirtiera mis ineptitudes en prosa memorable. Le di un fólder con dos cuentos: "La sangre de Medusa" y "La noche del inmortal". Los leyó. Al terminar, me dijo:

– De acuerdo. Los publico.

– No sabe cuánto se lo agradezco. Pero, maestro, debe de haber muchos errores. Le suplicaría que, si no le es molestia, usted me hiciera el favor de revisarlos.

– No hay nada que corregir. Están perfectos.

Se levantó y se fue con Orso. El precio de la no-corrección de Arreola lo he pagado durante muchos años. En noviembre de 1958 La sangre de Medusa apareció tal y como la escribí, sin la mano redentora del maestro, y junto a los Sonetos de lo diario de Fernando del Paso. Desde entonces no he cesado de intentar los cambios que Arreola pudo haberme hecho aquella tarde.

3

Monsiváis me explicó después:

– Lo siento. La cita fue un desastre. Le caíste muy mal a Arreola. Si no metió mano a tus cuentos fue, como es obvio, porque no le gustaron y no cree que valga la pena publicarlos.

El rechazo no me desalentó más de lo debido. Era algo frecuente por parte de las muchas pequeñas revistas a las que mendigaba un poco de espacio y de atención. Me olvidé de aquellos cuentos y vi aparecer los cuadernos de mis amigos, como Sergio Pitol, Beatriz Espejo, Gastón Meló y Raymundo Ramos.

"Algún día", confié. Y llegó el día en que Rubén Broido, que había estrenado durante nuestros años preparatorianos una de mis obritas de teatro, me llamó para decirme:

– Ya está tu Unicornio. Quedó precioso.

Rubén era en esos momentos secretario de Arreola, puesto en el que no tardaría en reemplazarlo Miguel González Avelar. Llegué al departamento de Elba y Lerma. Arreola había cambiado para conmigo y me aceptó como parte de ese taller informal que fue el verdadero punto de partida de nuestra generación.

4

Allí pasé mis 19 años, los últimos de la adolescencia. Como todos los adolescentes, pensaba que escribir era lo más fácil del mundo. Basta sentarse para tener en el plazo de una semana tres cuentos, ocho poemas, dos comedias, cinco artículos. Todo fluye, nada nos detiene. Cómo iba yo a entender algo para lo que entonces ni siquiera teníamos un nombre: el bloqueo, la angustiosa imposibilidad de escribir que tarde o temprano llega para todos.