– ¡Rompan fuego! – grité.
Y tomamos parte en la lucha.
Pronto la pradera se llenó de soyotos que desnudaban a los muertos, repartiéndose sus despojos, y recobraban los caballos que les habían robado. En esta clase de guerras no es prudente nunca permitir al enemigo que abra hostilidades con fuerzas aplastantes.
Transcurrida una hora de penosa marcha, empezamos a subir la montaña y no tardamos en llegar a una elevada meseta bastante arbolada.
– Después de todo, los soyotos no son tan pacíficos – observé yo, dirigiéndome al gobernador.
Este me miró asustadamente y replicó:
– No les mataron los soyotos.
Tenía razón: eran tártaros de Abakan, vestidos con trajes de soyotos, quienes dieron muerte a los bolcheviques. Estos tártaros conducen sus manadas de bueyes y caballos de Rusia a Mongolia por el Urianhai. Su guía e intérprete era un calmuco lamaíta. Al día siguiente nos aproximamos a una pequeña colonia rusa y vimos que algunos jinetes patrullaban por los bosques. Uno de nuestros jóvenes tártaros se encaminó bravamente a todo galope hacia uno de aquellos hombres, pero volvió pronto, sonriendo de un modo tranquilizador.
– Todo va bien – exclamó, riendo -. ¡Adelante!
Continuamos la marcha por una pista buena y ancha, a lo largo de una alta empalizada que circundaba una pradera donde pacía un rebaño de izbur. Los granjeros crían estos alces por sus cuernos, que venden muy caros, cuando aún están cubiertos de pelusa, a los mercaderes de medicinas del Tíbet y de China. Estos cuernos, una vez hervidos y secos, reciben el nombre de panti y son apreciadísimos por los chinos, que los pagan a gran precio.
Nos recibieron los colonos con espanto.
– ¡Gracias a Dios! – exclamó la granjera -. Creíamos que…
Y calló, mirando a su marido.
CAPITULO X
La presencia constante del peligro desarrolla la vigilancia y la finura de la percepción. Aunque estábamos fatigadísimos, no nos desnudamos y dejamos los caballos ensillados. Puse mi revolver en el bolsillo interior del capote y comencé a mirar alrededor mío, examinando a aquellas gentes. Lo primero que descubrí fue la culata de un fusil oculto debajo de la pila de almohadas que hay siempre en las camas de matrimonio de los campesinos. Más tarde, vi que los empleados de nuestro huésped entraban constantemente en la habitación para recibir órdenes. No parecían genuinos labradores, a pesar de sus barbas largas y sucias. Me contemplaban con atención y no nos dejaban solos nunca, ni a mi amigo ni a mi con el granjero. Nada, no obstante pudimos adivinar. Entonces entró el gobernador soyoto, y notando que nuestras relaciones eran algo tirantes, empezó a explicar en lenguaje soyoto lo que había de nosotros.
– Os pido perdón – nos dijo el colono -; pero bien sabéis por experiencia que ahora abundan más por el mundo los ladrones y los asesinos que las personas honradas.
Después de esto hablamos con mayor libertad. Supimos que nuestro huésped estaba informado de que una banda de bolcheviques tenia intención de atacarle en el curso de su expedición contra los oficiales cosacos que a ratos habitaban la colonia. También estaba enterado de la desaparición de un destacamento. Sin embargo, el viejo no se hallaba aún del todo tranquilo, a pesar de nuestras detalladas referencias, porque había oído hablar de un fuerte destacamento de rojos precedentes de las fronteras del distrito de Urinski, persiguiendo a los tártaros que huían con sus ganados hacia el Sur, o sea hacia la Mongolia, y se acercaban a la granja.
– Temo verlos llegar de un momento a otro – dijo el anciano -. Mi soyoto acaba de avisarme que los rojos se disponen a pasar el Seybi y de que los tártaros se aprestan a resistirles.
Salimos en seguida para revisar las monturas y los aparejos. Nos llevamos los caballos para ocultarlos en unos matorrales no lejos de allí. Preparamos los fusiles y los revólveres, tomando posiciones en el cercado, acechando la llegada del enemigo común. Transcurrió una hora de penosa espera. Luego, uno de los hombres vino corriendo del bosque y murmuró:
– Van a cruzar el pantano… El combate empieza.
En efecto, como para confirmar la noticia, llegó a nosotros el ruido de un disparo, seguido inmediatamente de una descarga y de otras cada vez más nutridas. El combate se acercaba a la casa. Pronto oíamos el galopar de los caballos y los gritos salvajes de los soldados. Un instante después, tres de ellos penetraban en la casa, huyendo del camino barrido por el fuego de los tártaros situados a los dos lados de él, y vociferando espantosamente. Uno de ellos disparó contra nuestro huésped, que se tambaleó y cayó de rodillas, mientras que tendía la mano a la carabina oculta debajo de las almohadas.
– ¿Quién sois? – preguntó uno de los soldados, volviéndose a nosotros y levantando el fusil.
Les contestamos a tiro de revolver, con éxito, porque solo uno de los soldados, el de más atrás, pudo ganar la puerta, pero en el patio cayó en manos de un trabajador que le estranguló. Se entabló el combate. Los soldados llamaron pidiendo refuerzos. Los rojos estaban alineados a lo largo de la cuneta, en el borde del camino, a trescientos pasos de la casa, respondiendo al fuego de los tártaros que los cercaban. Varios soldados corrieron hacia la casa para auxiliar a sus camaradas, pero entonces oímos una descarga de salvas. Los obreros de la granja tiraban como en las maniobras, con calma y precisión. Cinco soldados rojos yacían en el camino, mientras que los demás se agazapaban en el foso. No tardamos en divisar que comenzaban a avanzar arrastrándose hacia el extremo de la granja, en dirección al bosque donde habían dejado sus caballos. Los disparos de fusil sonaban cada vez más lejos y pronto vimos que cincuenta o sesenta tártaros perseguían a los rojos a través de la pradera.
Descansamos dos días a orillas del Seybi. Los obreros de la granja, en número de ocho, eran en realidad oficiales disfrazados. Nos pidieron permiso para acompañarnos y se lo concedimos.
Cuando mi compañero y yo reanudamos nuestro viaje, lo hicimos con una escolta de ocho oficiales armados y tres bestias de carga. Atravesamos un magnifico valle entre el Seybi y el Ut. Por doquiera veíamos esplendidas dehesas con numerosos rebaños; pero las dos o tres casas lindantes con el camino estaban desiertas. Sus habitantes se habían ocultado, aterrorizados, al oír el fragor del combate con los rojos. Al día siguiente franqueábamos la alta cadena de montañas llamada Dabán, y cruzando una extensa explanada de monte quemado, empezamos a descender a un valle escondido a nuestros ojos por los contrafuertes de las colinas. Tras estas cumbres discurre el pequeño Yenisei, último de los grandes ríos antes de llegar a la Mongolia propiamente dicha. A diez kilómetros aproximadamente de río divisamos una humareda que salía de los bosques. Dos de los oficiales se destacaron en servio de exploración. Tardaban en volver, y temiendo que les hubiese ocurrido alguna desgracia, nos adelantamos con precaución hacia el sitio de donde subía el humo, dispuestos a combatir si fuese preciso. Llegamos, al fin, lo bastante cerca de ellos para oír el vocerío de un inmenso grupo de personas, del que sobresalían las risas estrepitosas de nuestros exploradores. En medio de un prado distinguimos una gran tienda con dos defensas de ramaje, y alrededor de ella una agrupación de cincuenta o sesenta personas. Cuando desembocamos del bosque todos acudieron alegremente para darnos la bienvenida. Era un campamento de oficiales y soldados rusos que, después de haber huido de Siberia, vivieron con los colonos y los ricos terratenientes del Urianhai.
– ¿Qué hacéis aquí? – les preguntamos sorprendidos.
– ¿Entonces ignoráis lo que ha sucedido? – repuso un hombre de cierta edad, que resultó ser el coronel Ostrowsky -. En el Urianhai se ha dispuesto por el comisario militar la movilización de todos los hombres de menos de veintiocho años, y de todas partes avanzan hacia la villa de Belotzarsk los destacamentos de esos partidarios. Roban a los colonos y a los pastores y matan a todos los que caen en sus manos. Andamos huyendo de esas partidas.