El campamento poseía dieciséis fusiles y tres granadas que pertenecían a un tártaro que viajaba con un guía calmuco para inspeccionar sus rebaños de la Mongolia occidental. Nosotros explicamos el objeto de nuestro viaje y nuestro proyecto de atravesar la Mongolia hasta el puerto más próximo a la costa del Pacifico. Los oficiales me rogaron que les llevásemos con nosotros. Accedí. Un reconocimiento que hicimos nos demostró que no había partida cerca de la casa del campesino que debía facilitarnos el cruce del pequeño Yenisei. Nos pusimos en marcha inmediatamente a fin de pasar lo antes posible aquella zona peligrosa del Yenisei para internarnos en el bosque de más allá. Nevaba, pero los copos se derretían en seguida. Antes de anochecer se levantó un viento norteño helado, que trajo con él una tempestad de nieve. Muy de noche llegamos al río. El colono nos acogió con simpatía y no vaciló en ofrecerse para pasarnos en su barca y hacer que los caballos atravesasen el río a nado, aunque todavía flotaban en el agua gruesos témpanos, procedentes de las fuentes. Durante esta conversación, uno de los obreros del colono, bizco y de mala catadura, nos escuchaba sin pestañear, vuelto todo el tiempo a nosotros. De improviso desapareció. El granjero reparó en su huida y con voz de angustia nos dijo:
– Se ha ido corriendo al pueblo para traer aquí a esos rojos endemoniados. Hay que pasar el río sin dilación y sin perder tiempo.
Entonces empezó la aventura más terrible de nuestro viaje. Propusimos al colono que cargase nuestras provisiones y municiones en la barca y que nosotros pasaríamos con los caballos a nado a fin de ganar tiempo, que tan precioso nos era. El Yenisei en aquel paraje tiene unos trescientos metros de ancho; la corriente es muy rápida y la orilla está cortada a pico sobre un lecho profundo. La noche era completamente oscura, sin una estrella en el cielo. Silbaba el viento tempestuosamente y la nieve nos azotaba el rostro con violencia. Ante nosotros corrían velozmente las negras aguas, arrastrando delgados trozos de afilado hielo que giraban y se desgastaban en los remolinos y rompientes. Mi caballo tardó un largo rato en bajar a la orilla abrupta, resoplando y encabritándose. Le castigué con el látigo, y al fin, con un gemido de mal agüero, se arrojó al río helado. Nos hundimos los dos, y con dificultad me sostuve en la silla. En cuanto estuvo a algunos metros de la orilla, mi caballo estiró la cabeza y el cuello cuanto pudo en su afán de avanzar, resoplando con fuerza sin detenerse. Sentí todos los movimientos de sus patas, agitando el agua, y el temblor de su cuerpo en el espantoso trance. Llegamos a la mitad del río, donde la corriente se hacia extremadamente rápida, por lo cual nos arrastraba de manera irresistible. En la noche lúgubre oía los gritos de mis compañeros y las sordas quejas de temor y sufrimiento de los caballos. El agua helada me llegaba al pecho. Los témpanos flotantes chocaban en mí; las olas me salpicaban el rostro. No tuve tiempo de mirar a mi alrededor ni de sentir frío. El deseo animal de vivir se apoderó de mí; no pensé sino una cosa: si mi caballo flaqueaba en su lucha contra la corriente, estaba perdido. Fijé toda mi atención en sus esfuerzos y su pánico. De repente lanzó un gemido y sentí que se sumergía. Evidentemente, el agua le entraba por la nariz, porque no le oía resoplar. Un grueso témpano le golpeo la cabeza y le hizo cambiar de dirección, si bien continuo en el sentido de la corriente. Le dirigí con trabajo hacia la orilla, tirándole de las riendas; pero comprendí que se le acababan las fuerzas. Su cabeza desapareció varias veces en los remolinos. No había que dudar. Me deslicé de la silla, y sujetándome a ella con la mano izquierda, me puse a nadar con la derecha al lado de mi cabalgadura, animándola con la voz. Flotó un momento con la boca entreabierta y los dientes apretados; en sus ojos, ampliamente abiertos, se leía un indescriptible terror. En cuanto le libré de mi peso volvió a la superficie y nadó más tranquilo y rápido. Al fin, bajo las herraduras del pobre animal exhausto, sentí el golpe con las rocas. Uno tras otro, mis compañeros ganaban la orilla. Los caballos, bien domados, habían hecho pasar a sus jinetes. Algo más lejos, aguas abajo, el colono abordaba con las provisiones. Sin perder momento, cargamos los equipajes en los caballos y continuamos el viaje. El viento soplaba cada vez más desencadenado y glacial. Al amanecer, el frío era terrible. Nuestras ropas, empapadas, se helaron, poniéndose tan duras como el cuero; los dientes nos castañeteaban y en los ojos nos fulguraba la llamarada roja de la fiebre; pero seguimos marchando para poner el mayor espacio entre nosotros y las partidas bolcheviques. A unos quince kilómetros del bosque salimos a un valle accesible, desde donde pudimos distinguir la margen opuesta del Yenisei. Debían de ser las ocho. A lo largo del camino, al otro lado del río, se estiraba como una serpiente una dilatada fila de jinetes y carruajes que comprendimos era una columna de soldados rojos con su tren de combate. Echamos pie atierra y nos escondimos entre la maleza para evitar ser descubiertos. Todo el día el termómetro marcó cero y todavía bajó más, de modo que, ateridos, proseguimos nuestro viaje, llegando a la noche a unas montañas cubiertas de bosques de álamos, donde encendimos grandes hogueras para secarnos las ropas y calentarnos. Los caballos, hambrientos, no se separaron de las hogueras, quedándose detrás de nosotros durmiendo con las cabezas agachadas. Al día siguiente, muy de mañana, acudieron a nuestro campamento algunos soyotos.
– ¿Ulan? (rojo) – preguntó uno de ellos.
– No, no – gritaron mis compañeros.
– Tzagan? (blanco) – interrogó otro.
– Sí, sí – dijo el tártaro -; todos son blancos.
– Mendé, mendé! – exclamaron los soyotos.
Y mientras tomaban una taza de té, empezaron a darnos interesantes e importantes noticias. Supimos que las partidas rojas, dejando los montes Tannu Ola, ocupaban con sus avanzadas toda la frontera de Mongolia para detener a los campesinos y a los soyotos conductores de rebaños. Era, pues, imposible pasar los Tannu Ola. Solo vi la posibilidad de dirigirnos al Sudoeste, atravesar el valle pantanoso del Buret-Hei y alcanzar la ribera sur del lago Kosogol, situado en el territorio de la verdadera Mongolia. Las noticias eran malas. El primer puesto mongol de Samgaltai no distaba más que unos noventa kilómetros, mientras que el lago Kosogol, por el camino más corto, se hallaba a cuatrocientos cincuenta.
Los caballos que mi compañero y yo montábamos habían andado más de novecientos kilómetros por mal terreno, casi sin descansar y con alimentación harto escasa, por lo que no podían recorrer semejante distancia. Pero reflexionando sobre la situación, y estudiando a mis nuevos compañeros, decidí no intentar el paso de los montes Tannu Ola. Aquellos hombres estaban cansados moralmente, nerviosos, mal vestidos y peor armados, y algunos se hallaban enfermos. El pánico se hubiera apoderado en seguida de ellos, haciéndoles perder la cabeza y haciéndosela perder también a los demás. Entonces consulté a mis amigos y resolví ir al lago Kosogol. Todos consintieron en seguirme. Después de tomar un rancho compuesto de una sopa hecha con pedazos de carne, galletas té, partimos. A las dos horas las montañas comenzaron a elevarse delante de nosotros. Eran las estribaciones nordeste de los Tannu Ola, tras de las cuales se extendía el valle del Buret-Hei.
CAPITULO XI
En un valle encajonado entre dos sierras escarpadas, descubrimos una manada de yaks y de bueyes que diez soyotos montados conducían rápidamente hacia el Norte. Se acercaron a nosotros con precaución y concluyeron por decirnos que el noyón (príncipe) de Todji les había ordenado que trasladasen los rebaños a lo largo del Buret-Hei hasta la Mongolia, temiendo el pillaje de los forajidos rojos. Salieron; pero enterados por algunos cazadores soyotos que aquella parte de los montes Tannu Ola estaba ocupada por las partidas procedentes de Wladimirovka, se vieron obligados a volverse atrás. Les preguntamos dónde se hallaban las avanzadas y por el numero de soldados que guardaban los pasos de las montañas, y enviamos al tártaro y al calmuco para reconocer el terreno, mientras nos preparábamos a continuar nuestra marcha, envolviendo los cascos de los caballos con nuestras camisas y poniendo a estos una especie de bozales hechos con correas y trozos de cuerdas para impedir que relinchasen. Había ya cerrado la noche cuando los exploradores regresaron, avisándonos que un grupo de unos treinta soldados acampaba como a unos diez kilómetros de allí, ocupando las yurtas de los soyotos. En el collado se encontraban dos avanzadillas: una compuesta de dos hombres y la otra de tres. De las avanzadillas al campamento habría kilómetro y medio aproximadamente. Nuestra pista pasaba entre los dos puestos avanzados. Desde la cima de la montaña se les veía claramente, siendo fácil acabar a tiros con los centinelas. Cuando hubimos ganado la cumbre me separé de nuestro grupo, y llevando conmigo a mi amigo, al tártaro, al calmuco y a dos jóvenes oficiales, avanzamos con discreción. Desde arriba distinguí, a unos quinientos metros delante de nosotros, dos hogueras. Junto a cada una de ellas velaba un soldado armado de su fusil, y los demás dormían. No quise entablar la lucha con aquellos centinelas; pero era preciso desembarazarnos de su presencia sin disparar ni un tiro, si deseábamos seguir marchando. No creí que los rojos pudiesen descubrir nuestro rastro, porque la pista estaba toda removida por el tránsito de numerosos animales.