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– Elijo a esos dos de allí – murmuró mi compañero, señalando a los centinelas de la derecha.

Nosotros debíamos ocuparnos del puestecillo de la izquierda. Avancé, arrastrándome entre las matas, detrás de mi amigo para ayudarle si necesitaba mi intervención; pero confieso que no sentía preocupación alguna respecto a él. Era un mocetón de seis pies de estatura, tan fuerte, que cuando algún caballo se negaba a que le pusiesen el bocado, le daba puntapiés en las patas de delante y lo tiraba al suelo, donde fácilmente le colocaba las riendas. Cuando distábamos de los rojos un centenar de pasos, me detuve en el matorral y miré. Pude ver claramente la hoguera y el soñoliento centinela. El soldado estaba sentado con el fusil entre las piernas. Su compañero, dormido junto a él, no se movía. Sus botas de fieltro blanco se destacaban en la oscuridad de la noche. Durante un rato perdí de vista a mi compañero. Reinaba un silencio amedrentador. De repente, de la otra avanzadilla llegaron unos gritos ahogados y todo volvió a quedar silencioso. Nuestro centinela levanto levemente la cabeza; pero en aquel preciso momento el cuerpo gigantesco de mi amigo se interpuso entre la hoguera y yo, y en un cerrar de ojos los pies del bolchevique pasaron por el aire como un resplandor: mi compañero había cogido al centinela por el cuello, arrojándole a la espesura, donde ambos cuerpos desaparecieron. Un segundo más tarde reapareció; hizo un molinete con el fusil y asestó en el cráneo del soldado dormido un culatazo violento y sordo, y sobrevino una absoluta calma. Luego vino a mí, sonriente pero turbado.

– ¡Listos! ¡Dios y al diablo! Cuando yo era niño mi madre quiso que fuese cura. Crecí y estudié para ingeniero agrónomo… y todo eso para estrangular hombres o partirles el cráneo. ¡La revolución es una cosa estúpida!

Escupió con rabia y asco y se puso a fumar una pipa.

También en la otra avanzadilla había terminado todo. Aquella noche escalamos las crestas del Tannu Ola y descendimos a un valle cubierto de monte bajo, surcado por una red de arroyuelos. Eran las fuentes del Buret-Hei. A eso de la una nos detuvimos y dejamos pastar a los caballos, porque la hierba era excelente. Nos juzgábamos en seguridad por algunos indicios tranquilizadores; en las laderas se veían rebaños de renos y yaks, y los soyotos que se aproximaron nos confirmaron nuestras suposiciones. Tras los montes Tannu Ola no se habían visto soldados rojos. Ofrecimos a los soyotos un paquete de té y les vimos alejarse contentos y seguros de que éramos tzagan: buena gente. Mientras nuestros caballos descansaban y pastaban en la crecida hierba, deliberamos acerca de nuestro itinerario, sentados cerca del fuego. Se suscitó una viva discusión entre dos secciones de nuestro grupo; al frente de una figuraba un coronel, que con cuatro oficiales estaban tan impresionados por la ausencia de rojos al sur de Tannu Ola, que decidieron continuar en dirección Oeste, hacia Kobdo, para encaminarse luego al campamento del Emil, donde las autoridades chinas habían internado a los seis mil hombres de las fuerzas del general Bakitch, que penetraron en territorio mongol. Mi compañero y yo, con dieciséis oficiales, preferimos atenernos a nuestro primitivo plan, que era arribar al lago Kosogol, de paso para el Extremo Oriente. Como ninguno de los dos grupos logró convencer al otro de que abandonase sus ideas, resolvimos separarnos, y al medio día siguiente nos despedimos. Nuestro grupo de dieciocho sostuvo numerosos combates y sufrió penalidades sin cuento, que costaron la vida a seis de nuestros camaradas, pero nosotros llegamos al término del viaje tan íntimamente unidos por los lazos de mutua abnegación, reforzados por los peligros comunes en las batallas, en las que nos jugábamos la vida, que hemos conservado siempre unos para otros los más calurosos sentimientos de amistad. El otro grupo, mandado por el coronel Jukoff, pereció. Tropezó con un fuerte destacamento de caballería roja y fue destruido por ella en dos combates. Solo escaparon dos oficiales, quienes me refirieron estas tristes nuevas y los detalles de los combates cuando nos encontramos cuatro meses más tarde en Urga.

Nuestro grupo de dieciocho jinetes y sus cinco caballos de carga remontó el valle del Buret-Hei. Nos atascamos en los pantanos, cruzamos numerosos ríos fangosos, nos helamos los vientos fríos, empapados hasta los huesos por la nieve y por la lluvia glacial; pero persistimos infatigablemente en la empresa de alcanzar la costa sur del lago Kosogol. El guía tártaro nos precedía sin vacilaciones, siguiendo las pistas trazadas por los innumerables rebaños que del Urianhai van a la Mongolia.

CAPITULO XII

EN EL PAIS DE LA PAZ

Los habitantes del Urianhai, los soyotos, están orgullosos de ser verdaderos budistas y de haber conservado pura la doctrina de San Rama y la sabiduría profunda de SakyaMuni. Son los eternos enemigos de la guerra y de la sangre derramada. En el siglo XIII prefirieron emigrar y buscar refugio en el Norte, antes que combatir o formar parte del imperio del sanguinario conquistador Gengis Kan, que quiso incorporar a sus fuerzas a esos maravillosos jinetes y diestrísimos arqueros. Tres veces en el curso de su historia han emigrado así hacia el Norte para eludir la lucha, y ahora nadie puede decir que las manos de los soyotos se hayan teñido de sangre humana. Con su amor a la paz, han luchado contra los males de la guerra. Los mismos rígidos administradores chinos no han podido aplicar en ese pacifico país todo el rigor de sus leyes implacables. De igual modo se condujeron los soyotos con los rusos cuando estos, ebrios de sangre y enloquecidos por los crímenes, fueron a infestar su país. Evitaron los soyotos cuidadosamente chocar contra las tropas rojas o las partidas bolcheviques, emigrando con sus familias y ganados hacia el Sur hasta los principados alejados, como los de Kemchik y Soldjak. El afluente oriental de este río emigratorio pasó por el valle Buret-Hei, donde continuamente dejábamos atrás los grupos de soyotos acompañados de sus rebaños.