Avanzábamos rápidamente a lo largo del sinuoso Buret-Hei, y al cabo de dos días empezamos a pisar los collados que unen los valles del Buret-Hei y del Jarga. El camino, además de escabroso, estaba interceptado por troncos de árboles derribados, y aun, por increíble que parezca, por anchos lodazales en los que los caballos de hundían penosamente. Luego tuvimos de nuevo que marchar por una pista peligrosa donde los guijarros rodaban bajo los cascos de las caballerías, saltando al precipicio que bordeábamos. Los animales se fatigaron pronto, pasando aquellos peñascales dejados así por los antiguos glaciares, al pie de las faldas de la montaña. A veces la pista seguía al borde mismo de las simas y los caballos producían grandes desprendimientos de arena y piedras. Me acuerdo de un cerro cubierto totalmente por aquellas movedizas arenas. Tuvimos que desmontar y, llevando a los caballos de las bridas, recorrer a pie, en una longitud de dos kilómetros, aquellos lechos resbaladizos, a ratos empantanándonos hasta las rodillas, y bajar las pendientes casi a la fuerza hacia el fondo de los despeñaderos. Un movimiento imprudente hubiera podido precipitarme al abismo. Esto le ocurrió a uno de nuestros caballos. Metido hasta el vientre en una trampa escurridiza, no pudo cambiar de dirección a tiempo y resbaló con una masa de cascotes por el terreno cortado a pico, cayendo en el derrumbadero para no levantarse más. Solo oímos el crujido de las ramas secas aplastadas en su caída mortal. Con grandes dificultades bajamos al fondo del barranco para recoger la silla y los bultos que transportaba.
Un poco más lejos nos vimos precisados a abandonar a una de nuestras bestias de carga, que había hecho todo el viaje con nosotros desde la frontera norte del Urianhai. Principiamos a descargarla, pero fue inútil, pues ni nuestras excitaciones ni nuestras amenazas sirvieron para nada. Quedó inmóvil, con la cabeza inclinada y un aspecto de agotamiento que nos hizo comprender que había llegado al límite de su trabajosa existencia. Algunos soyotos que iban con nosotros la examinaron, le palparon los músculos de las cuatro patas, le cogieron la cabeza con las manos, moviéndola de derecha a izquierda, y después de un detenido estudio dictaminaron:
– Este caballo no irá muy lejos. ¡Tiene los sesos secos!
Tuvimos, por lo tanto, que abandonarlo. Aquella tarde asistimos a un magnifico cambio de paisaje al subir a una altura, donde nos encontramos en una vasta planicie cubierta de álamos. Divisamos las yurtas de algunos cazadores soyotos, recubiertas de corteza en vez del fieltro habitual. Entre estos, diez hombres armados de fusiles se adelantaron hacia nosotros. Nos participaron que el príncipe de Soldjak no permitía que nadie pasase por allí, pues temía que invadiesen sus dominios los asesinos y los ladrones.
– Volveos al punto de donde venís – nos aconsejaron, mirándonos con ojos llenos de espanto.
No contesté y puse fin a un conato de reyerta entre un viejo soyoto y uno de mis oficiales. Luego señalé con un dedo el riachuelo que corría por el valle situado frente a nosotros y pregunté cómo se llamaba.
– Oyna – respondió el soyoto -. Es la frontera del principado y está prohibido pasarla.
– Muy bien – contesté -; pero nos permitiréis descansar y calentarnos un poco.
– Sí, sí – gritaron los soyotos, siempre hospitalarios.
Y nos condujeron a sus tiendas.
Por el camino aproveché la ocasión para ofrecer al viejo soyoto un cigarrillo y a otro una caja de fósforos. Caminábamos con mucha lentitud y todos juntos, salvo un soyoto que se quedaba atrás, tapándose la nariz con la mano.
– ¿Está enfermo? – pregunté.
– Sí – respondió el viejo soyoto con tristeza -. Es mi hijo. Hace dos días que sangra por la nariz y está muy débil.
Me detuve y llamé al pobre joven.
– Desabrochaos el capote – le ordené -; desarropaos el cuello y el pecho y levantad la cabeza lo más alto que podáis.
Oprimí la vena yugular por los dos lados de la cabeza durante unos minutos y le dije:
– Ya no echareis más sangre por la nariz. Retiraos a vuestra tienda y acostaos un rato.
La acción misteriosa de mis dedos produjo en el soyoto una fuerte impresión. El viejo soyoto, lleno de temor y respeto, murmuró:
– Ta lama, ta lama (gran doctor).
En la yurta nos obsequiaron con té, mientras que el viejo soyoto se hallaba sumido en profunda meditación. Después consultó con sus compañeros y acabó por decirme:
– La mujer de nuestro príncipe padece de la vista, y creo que el príncipe se alegrará de que le lleve a ta lama. No me castigará, porque aunque me ha ordenado no dejar entrar a mala gente, no ha prohibido que recibamos a personas honradas.
– Haced lo que os parezca mejor – respondí, fingiendo indiferencia -. Es cierto que sé tratar las enfermedades de los ojos, pero desharé el camino si me lo mandáis.
– No, no – gritó el viejo apenado -.Yo mismo voy a guiaros.
Sentado junto a la lumbre, encendió si pipa con un silex, limpió el extremo con la manga y me la ofreció en señal de sincera hospitalidad. Yo estaba al corriente de la cortesía y fumé. En seguida fue dando la pipa a cada uno de nosotros y recibió de cada uno, en cambio, un cigarrillo, un puñado de tabaco y algunos fósforos. Nuestra amistad quedaba consagrada. Pronto acudieron a la yurta para conocernos y rodearnos hombre, mujeres, chicos y perros. No nos podíamos mover. Del gentío se destacó un lama de cara afeitada y cabellos al rape, que vestía la flotante tunica roja de su casta. Sus vestidos y su expresión le diferenciaban del resto de los soyotos, bastante sucios, con sus coletas y sus casquetes de fieltro terminado en lo alto por colas de ardillas. El lama se mostró bien dispuesto para nosotros, pero miraba con envidia nuestras sortijas de oro y nuestros relojes.
Decidí explotar la codicia del servidor de Buda y le ofrecí té y galletas, haciéndoles saber que deseaba adquirir caballos.
– Tengo uno. ¿Queréis comprarlo? – me preguntó -. Pero no acepto billetes de Banco rusos. Cambiémosle por algo.
Regateé largo tiempo, y, al fin, por mi anillo de boda, un impermeable y una maleta de cuero recibí un excelente caballo soyoto, para sustituir el que habíamos perdido, y una cabrita.
Pasamos la noche con los indígenas, y nos obsequiaron con un festín de carnero asado. Al día siguiente nos pusimos en camino, dirigidos por el viejo soyoto, recorriendo el valle del Oyna, sin montañas ni pantanos. Sabíamos que algunos de nuestros caballos estaban demasiado cansados para ir hasta el lago Kosogol, y decidimos probar a comprar otros en el país. No tardamos en encontrar yurtas soyotas rodeadas de ganados y caballos. Por fin nos acercamos a la capital nómada del príncipe. Nuestro guía se adelantó para comerciar con él, no sin habernos asegurado que el soberano se alegraría de recibir al ta lama, aunque en aquel momento observé que su fisonomía denotaba temor y ansiedad. Desembocamos en una vasta llanura cubierta de matas. A orillas del río vimos unas grandes yurtas sobre las que ondeaban unas banderas amarillas y azules, y adivinamos que era la residencia del Gobierno.
Pronto volvió nuestro guía. Volvía satisfechísimo. Se frotó las manos y exclamó:
– El noyón (príncipe) os espera. Está muy contento.
De guerrero me convertí en diplomático. Al llegar a la yurta del príncipe fuimos recibidos por dos funcionarios que usaban el gorro puntiagudo de los mongoles, adornado con enhiestas plumas de pavo real. Con profundas reverencias rogaron al noyón extranjero que penetrase en la yurta. Mi amigo el tártaro y yo entramos.
En la lujosa yurta, tapizada de magnifica seda, vimos un viejecillo de rostro apergaminado, rapado y afeitado, cubierto con una toca de castor alta y puntiaguda, ornada con seda carmesí y rematada por un botón rojo oscuro y unas largas plumas de pavo real en la parte de atrás. En la nariz le cabalgaban unas gruesas antiparras chinas. Estaba sentado en un diván bajo, y hacia tintinear nerviosamente las cuentas de su rosario. Era Ta Lama, príncipe de Soldjack y gran sacerdote del templo budista. Nos acogió cariñosamente y nos instó a sentarnos delante del fuego que ardía en un brasero de cobre. La princesa, sumamente hermosa, nos sirvió té, dulces chinos y bollos. Fumamos la pipa, aunque el príncipe, en su calidad de lama, no nos imitase, cumpliendo, sin embargo, sus deberes de huésped, elevando a sus labios las pipas que le ofrecíamos y tendiéndonos, en cambio, su tabaquera de jaspe verde. Cumplida la etiqueta, esperamos las palabras del príncipe. Este nos preguntó si nuestro viaje había sido feliz y cuales eran nuestros proyectos. Le hablé con franqueza y le pedí hospitalidad para todos nosotros. Consintió en dárnosla inmediatamente, y ordenó que nos preparasen cuatro yurtas.