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– He sabido que el noyón extranjero es un excelente doctor.

– Sí; conozco bastantes enfermedades, y tengo conmigo algunos remedios, pero no soy doctor. Soy un sabio en otras ciencias.

El príncipe no me comprendió. Para su sencillez, un hombre que sabia tratar una enfermedad es un doctor.

– Mi mujer sufre constantemente de los ojos desde hace dos meses – me dijo -. Aliviadla.

Pedí a la princesa que me enseñase los ojos, y vi que tenía una conjuntivitis, producida por el humo continuo de la yurta y por la suciedad general del lugar. El tártaro me trajo mi botiquín. Lavé los ojos de la princesa con agua boricada y les apliqué un poco de cocaína y una débil solución de sulfato de cinc.

– Os ruego que me curéis – dijo la princesa -. No os vayáis antes de sanarme. Os daremos carneros, leche y harina para todos vuestros amigos. Lloro y me aflijo sin cesar, porque antes tenia unos ojos hermosos, y mi marido me decía que brillaban como las estrellas. Ahora, en cambio, los tengo rojos e hinchados. No puedo soportar esto, no, no puedo.

Golpeó el suelo con un pie menudo y me preguntó con coquetería:

– ¿Verdad que queréis curarme, señor?

El carácter y la manera de una mujer bonita son iguales en todas partes: en el deslumbrador Brodway, junto al majestuoso Támsesis, en los animados bulevares del alegre París como en la yurta, tapizada de seda de la princesa soyota, más allá de los montes Tannu Ola, recubiertos de árboles piramidales.

– Haré lo que pueda – contesté con aplomo, actuando de ocultista.

Pasamos allí diez días, agasajados cordialmente por toda la familia del príncipe. Los ojos de la princesa, que ocho años antes habían seducido al príncipe Lama, ya de avanzada edad, estaban curados. Ella no disimulaba su júbilo ni dejaba de mirarse al espejo.

El príncipe me regaló cinco buenos caballos, diez carneros y un saco de harina, que transformamos inmediatamente en galletas. Mi amigo le ofreció un billete de Banco de los Romanoff, de un valor de quinientos rublos, con el retrato de Pedro el Grande. Yo le presenté una pepita de oro que había recogido en el cauce de un torrente. El príncipe ordenó que un soyoto nos sirviera de quia hasta el lago Kosogol. Toda la familia del príncipe nos acompañó hasta el monasterio, situado a diez kilómetros de la capital. No le visitamos, pero sí nos detuvimos en el dugung, establecimiento comercial chino. Los mercaderes chinos nos recibieron con hostilidad, aunque nos brindaron toda clase de mercancías, creyendo especialmente entusiasmarnos con sus frascos redondos (lanhon) de maygolo, una especie de anisete. Como no teníamos plata en lingotes, ni dólares chinos, nos contentamos con mirar con envidia el atractivo licor, hasta que el príncipe vino a favorecernos, ordenando a los chinos que pusiesen cinco frascos en nuestras maletas.

CAPITULO XIII

MISTERIOS, MILAGROS Y NUEVA BATALLA

La tarde del mismo día llegamos frente al lago sagrado de Teri-Noor, balsa de agua de ocho kilómetros de ancho, limitada por riberas bajas y sin alicientes, con numerosas hondonadas. En el centro del lago se extendía lo que quedaba de una isla en vías de desaparecer. Dicha isla contenía algunos árboles y antiguas ruinas. Nuestro guía nos explico que hace dos siglos no existía el lago, y que en su lugar, dominando la llanura, se levantaba una imponente fortaleza china. Un jefe chino que la mandaba ofendió a un viejo lama, quien maldijo el sitio y predijo que seria destruido. El mismo día siguiente el agua comenzó a brotar del suelo, destruyó la fortaleza y se tragó a todos los soldados. Aun ahora, cuando la tempestad se desencadena en el lago, las aguas arrojan a las orillas osamentas de los hombres y los caballos que perecieron. El lago de Teri-Noor aumenta cada año, acercándose cada vez más a las montañas. Siguiendo la línea oriental empezamos a subir una cordillera coronada de nieve. La ascensión fue fácil al principio; pero el guía nos advirtió que la parte más penosa estaba más lejos. Alcanzamos la cima dos días después, y nos hallamos en una ladera escarpada, revestida de espesos bosques, bajo la nieve. Más allá se extendían las líneas de las nieves perpetuas, las montañas punteadas de rocas sombrías, cubiertas con un blanco manto que brillaba deslumbrador a la luz de un claro sol. Eran las más altas y orientales de las montañas de la cadena de los Tannu Ola.

Pasamos la noche en el bosque, y al amanecer empezamos a trasponerlas. A mediodía el guía nos condujo por una pista en zigzag, cortada a menudo por profundos barrancos y por montones de árboles y rocas detenidas en su caída por la falda de la montaña. Durante varias horas trepamos por las pendientes, reventando de cansancio a nuestros caballos, y de repente nos encontramos en el sitio donde habíamos hecho la última parada. Era indudable que el soyoto había perdido el camino, y en su rostro se leía el espanto y la estupefacción.

– Los demonios del bosque maldito no quieren dejarnos pasar – murmuró balbuciente -. ¡Mala señal! Tendremos que volver al Jarga y ver al noyón.

Le amenacé, y de nuevo se puso al frente del grupo, pero evidentemente sin esperanza y sin esforzarse en encontrar el camino. Por fortuna, una de los nuestros, un cazador del Urianhai, observó unas marcas hechas en los árboles que indicaban la pista que nuestro guía había perdido. Siguiéndolas, cruzamos el bosque, alcanzamos y rebasamos una zona de álamos quemados, y más lejos nos internamos en un bosquecillo que lindaba con la base de las montañas coronadas de nieves perpetuas.

Anochecía ya, y las sombras nos obligaron a acampar. Refrescó el viento, levantando una densa cortina de nieve que nos ocultó el horizonte por todas partes y envolvió a nuestro campamento en sus albos pliegues. Nuestros caballos, en pie detrás de nosotros, parecidos a blancos fantasmas, se negaban a comer y a separarse de la proximidad de las hogueras. El viento agitaba sus crines y sus colas y mugía y silbaba en las quebradas de la montaña. A distancia oímos el gruñido sordo de una manada de lobos, subrayado por un aullido individual y agudo que una bocanada de viento favorable lanzaba al aire en un staccato bien marcado.

Mientras descansábamos junto al fuego, el soyoto vino a buscarme y me dijo:

– Noyón, ven conmigo al obo. Quiero enseñarte una cosa.

Le seguí y emprendimos la ascensión de la montaña. Al pie de una empinada cuesta había una enorme aglomeración de troncos de árboles y rocas, formando un cono de unos tres metros de altura. Estos obos son las señales sagradas que los lamas colocan en los sitios peligrosos: altares que levantan a los malos demonios, dueños de aquellos parajes. Los caminantes, soyotos y mongoles, pagan su tributo a los espíritus colgando de las ramas del obo los hatyks; es decir, largos gallardetes de seda azul arrancados de los forros de sus capotes, o sencillamente machones de pelos que cortan de las crines de sus caballos; también ponen en las piedras trozos de carne, tazas de té o puñados de sal.