– Mirad – dijo el soyoto -. Los hatyks están arrancados. Los demonios se han enfadado y no quieren dejarnos pasar. Noyón…
Me cogió la mano y con voz suplicante murmuró:
– ¡Volvámonos, noyón, volvámonos! Los demonios no quieren que pasemos la montaña. Hace veinte años que nadie se ha atrevido a atravesarla, y todos los audaces que lo han intentado perecieron aquí. Los demonios cayeron sobre ellos en una tempestad de nieve. ¡Mira! Ya empieza. Volvamos a nuestro Noyón; esperemos los días más calidos, y entonces…
Dejé de escucharle y volví a la hoguera, que apenas podía distinguir entre la nieve que me cegaba. Temiendo que nuestro guía nos abandonase, encargué a uno de los míos que lo vigilara. Un poco después, en plena noche, el centinela me despertó para decirme:
– Puedo equivocarme, pero me ha parecido oír un tiro de fusil.
¿Que deducir? Tal vez algunos extraviados como nosotros avisaban así su situación a sus compañeros perdidos; quizá el centinela había tomado por un disparo el ruido de la caída de una roca o de un bloque de hielo. Me dormí nuevamente, y de improviso percibí en sueños una clara visión. Por la llanura cubierta de un espeso tapiz de nieve avanzaba una tropa de jinetes. Eran nuestras bestias de carga, nuestro calmuco y el divertido caballo pío de nariz romana. Yo vi como descendíamos de la helada meseta hasta un repliegue de la montaña, donde crecían algunos pobos, cerca de los cuales susurraba un arroyuelo a cielo abierto. Luego observé un resplandor brillante entre dos árboles y me desperté. Era ya de día. Sacudí a los demás y les encargué que se preparasen rápidamente a fin de no peder tiempo y partir. La tempestad se desataba con violencia creciente. La nieve nos cegaba, borrando todo rastro del camino. El frío se hacia cada vez más intenso. Al cabo montamos a caballo. El soyoto iba delante, procurando distinguir la vereda. A medida que subíamos, nuestro guía perdía con más frecuencia el camino. Caíamos en agujeros profundos recubiertos de nieve y luego tropezábamos en bosques resbaladizos. Por último, el soyoto hizo volver a su caballo y viniendo a mí, me dijo con tono decidido:
– No quiero morir con vosotros y no iré más lejos.
Mi primer impulso fue coger el látigo. Estaba ya cerca de la tierra prometida, la Mongolia, y aquel soyoto, interponiéndose a través de la realización de mis esperanzas, se me figuraba mi peor enemigo. Pero bajé la mano levantada y de improviso concebí una idea desesperada.
– Oye – le dije -, si te mueves del caballo te meteré una bala en la espalda y perecerás, no en lo alto de la montaña sino a su pie. Ahora voy a decirte lo que va a sucedernos. Cuando hayamos llegado a esas rocas de allá arriba, el viento habrá cesado y la tempestad de nieve concluirá- el sol brillará cuando atravesemos la planicie helada de la altura y luego descenderemos a un vallecito donde hay álamos y un riachuelo de agua corriente, al aire libre. Encenderemos fuego y pasaremos la noche.
El soyoto se echó a temblar, asustado.
– ¿Noyón ha franqueado ya las montañas del Darjat Ola? – me preguntó, asombrado.
– No – le repuse -; pero la noche última he tenido una visión y sé que traspondremos la cuesta sin novedad.
– Os guiaré – exclamó el soyoto.
Y dando un latigazo a su caballo se puso a la cabeza de la columna en la pendiente abrupta que conducía a las cimas de las nieves eternas.
Al marchar junto al borde estrecho de un precipicio, el soyoto se detuvo y examinó la pista con atención.
– Hoy, un gran número de caballos herrados han pasado por aquí – gritó en medio del estruendo de la tormenta -. Han arrastrado un látigo por la nieve. Y no eran soyotos.
Pronto nos dieron la solución al enigma. Sonó una descarga. Uno de mis compañeros lanzó un quejido, llevándose la mano al hombro derecho; uno de los caballos cargados cayó muerto: una bala le había dado detrás de la oreja. Echamos pie a tierra rápidamente, nos escondimos detrás de los peñascos y estudiamos la situación. Nos separaba un pintoresco valle de unos setecientos metros de ancho de una estribación montañosa. Divisamos a unos treinta jinetes en formación de combate, quienes disparaban contra nosotros. Yo tenia prohibido entablar ninguna lucha sin que la iniciativa partiese del lado del adversario; pero habiéndonos atacado, ordené contestarles.
– ¡Tirad a los caballos! – gritó el coronel Ostrosvky.
Luego mandó al tártaro y al soyoto que tumbasen a nuestras bestias. Matamos seis de sus cabalgaduras y debimos de herir a otras; pero no pudimos comprobarlo. Nuestros fusiles daban buena cuenta de los temerarios que asomaban la cabeza por detrás de las rocas. Oímos voces de rabia y las maldiciones de los soldados rojos, cuyo fuego de fusilería era cada vez más nutrido.
De repente vi a nuestro soyoto que a puntapiés levantaba tres de los caballos y que de un salto montaba en uno, llevando de la brida, detrás de él a los otros dos. El tártaro y el calmuco le siguieron. Apunté con mi fusil al soyoto; pero cuando vi al tártaro y al calmuco en sus admirables caballos irle a la zaga, dejé caer el fusil y me tranquilicé. Los rojos hicieron una descarga contra el trío, que, no obstante, consiguió escapar tras las rocas y desaparecer. La fusileria continuo aumentando de intensidad, y yo sabia que hacer. Por nuestra parte, economizábamos las municiones. Acechando al enemigo atentamente, distinguí dos puntos negros sobre la nieve, a espalda de los rojos. Se acercaban con cautela a nuestros enemigos y por último se ocultaron de nuestra vista detrás de unos montoncillos. Cuando reaparecieron se hallaban precisamente en el borde del peñascal a cuyo pie estaban emboscados los rojos. Su presencia en aquel sitio me llenó de alegría. Bruscamente los dos hombres se irguieron y les vi blandir una cosa y arrojarla al valle. Siguieron dos zumbidos atronadores, que los ecos repitieron. En seguida resonó una tercera explosión, que produjo en los rojos un griterío enfurecido y unas desordenadas descargas. Algunos de sus caballos rodaron por la pendiente envueltos entre la nieve, y los soldados, barridos por nuestro fuego, huyeron a toda velocidad, buscando refugio en el valle del que veníamos.
Más tarde el tártaro me explicó cómo el soyoto le había propuesto llevarle a una posición a retaguardia de los rojos para atacarlos por detrás con granadas de mano. Cuando hube curado el hombro herido del oficial y quitamos la carga de nuestro caballo muerto, proseguimos la marcha. Nuestra situación era delicada. No cabía duda de que el destacamento rojo procedía de la Mongolia. Por tanto, en Mongolia había comunistas. ¿Cuántos serian? ¿Dónde nos expondríamos a encontrarlos? La Mongolia no era, pues, la tierra prometida. Tristes pensamientos nos invadieron.
La naturaleza se mostró más clemente. El viento cedió poco a poco. Se aplacó la tormenta. El sol rasgó cada vez más el velo de las nubes. Caminábamos por una elevada meseta revestida de nieve, que a trechos apelotonaba el viento y que en otros sitios formaba montones que estorbaban a nuestros caballos y les impedían avanzar. Tuvimos precisión de echar pie a tierra y de abrirnos paso entre la nieve hacinada, que nos llegaba hasta la cintura; con frecuencia caía un hombre o un caballo y había que ayudarle a levantarse. Al cabo iniciamos el descenso, y al ponerse el sol hicimos alto en el bosquecillo de álamos blancos, pasamos la noche junto a las hogueras que encendimos entre los árboles y tomamos té, que hervimos en el agua proporcionada por el murmurador arroyuelo. En varios sitios descubrimos las huellas de nuestros recientes adversarios.