Todo, la misma Naturaleza y los demonios enojados del Dajart Ola, nos habían ayudado; pero estábamos tristes porque de nuevo sentíamos frente a nosotros la terrible incertidumbre que nos amenazaba con próximos y aterradores peligros.
CAPITULO XIV
Dejamos a nuestra espalda el bosque de Ulan Taiga y los montes Darjat Ola. Avanzábamos con celeridad porque las llanuras mongolas empezaban allí y carecen de obstáculos montañosos. En ciertos sitios había macizos de árboles. Cruzamos algunos torrentes rápidos, pero sin profundidad y fáciles de vadear. Después de dos días de viaje a través de la llanura de Darjat comenzamos a encontrar soyotos que conducían sus rebaños a toda prisa hacia el Nordeste, a la región de Orgarja Ola. Nos comunicaron desagradables noticias para nosotros.
Los bolcheviques del distrito de Irkutsk habían atravesado la frontera de Mongolia, capturando la colonia rusa de Jatyl, en la orilla meridional del lago Kosogol, y se dirigían al Sur, hacia Muren Kure, colonia rusa situada cerca de un gran monasterio lamaísta, a ochenta y dos kilómetros al sur del lago. Los mongoles nos dijeron que aún no había tropas rusas entre Jatyl y Muren Kure, por lo que decidimos pasar entre esos dos puntos para llegar a Van Kure, más al Este. Nos despedimos de nuestro guía soyoto, y luego de haber hecho una exploración previa, emprendimos la marcha. Desde lo alto de las montañas que rodean el lago Kosogol, admiramos el esplendido panorama de aquel vasto lago alpino, engastado como un zafiro en el oro viejo de las colinas circundantes, realzado con sombríos y frondosos bosques. A la tarde nos aproximamos a Jatyl con grandes precauciones y nos detuvimos a orillas del río que corre descendiendo del Kosogol, el Jaga o Egéngel. Hallamos un mongol que consintió en llevarnos al otro lado del río helado por un camino seguro entre Jatyl y Muren Kure. Por doquiera, a lo largo de las riberas, había grandes obos y altarcitos dedicados a los demonios del río.
– ¿Por qué hay tantos obos? – preguntamos al mongol.
– Es el río del diablo, peligroso y traicionero – replicó este -. Hace dos días una fila de carretas resquebrajó el hielo y tres de ellas se hundieron con cinco soldados.
Empezamos la travesía. La superficie del río se parecía a una espesa capa de cristal, claro y sin nieve. Nuestros caballos caminaban con lentitud, pero cayeron y forcejearon antes de incorporarse. Les conducíamos de la brida. Con la cabeza baja y temblorosos, tenían los asustados ojos fijos sin cesar en el piso helado. Miré y comprendí su espanto. A través de la transparente costra de hielo, de un espesor de unos treinta centímetros, se podía ver con toda claridad el fondo del río. A la luz de la luna, las piedras, los hoyos y las hierbas acuáticas eran perceptibles aun a una profundidad que excedía de los diez metros. Las ondas furiosas del Jaga se deslizaban bajo el hielo con una velocidad asombrosa, formando en su curso largas líneas de espuma y zonas burbujeantes. De improviso me paré y estremecí, lleno de estupor. En la superficie del río tronó un cañonazo, seguido de otro y luego de un tercero.
– ¡Pronto, pronto! – gritó nuestro mongol, haciéndonos señas con la mano.
Un nuevo estampido, continuado por un crujido, sonó muy cerca de nosotros. Los caballos se encabritaron y cayeron, dándose con la cabeza en el hielo. Un segundo después, la costra helada se partió y a nuestras plantas se abrió un boquete de dos pies de ancho, de forma que pude seguir la raja a lo largo de la superficie. En seguida, por la abertura, el agua brotó sobre el hielo con violencia.
– ¡De prisa, de prisa! – vociferó el guía.
Nos costó enorme trabajo hacer saltar la brecha a los caballos y que continuasen andando. Temblaban, se negaban a obedecer, y solo el látigo les hizo olvidarse de su terror, obligándolos a avanzar. Cuando estuvimos sanos y salvos en la otra orilla y en medio de los bosques, el quia mongol nos contó que el río se abre a veces de un modo misterioso y deja grandes espacios de agua clara. Los seres vivos que se encuentran entonces sobre él están condenados a perecer. La corriente fría y rápida los arrastra bajo el hielo. El resquebrajamiento se produce en ocasiones a los mismos pies de el caballo; que intenta entonces saltar al otro lado, pero cae al agua, y las mandíbulas del hielo, cerrándose bruscamente, le cortan de raíz las dos patas.
El valle de Kosogol es un cráter de volcán apagado. Se puede seguir los contornos desde lo alto de las márgenes occidentales. Sin embargo, el poder infernal actúa siempre, y proclamando la gloria del demonio, fuerza a los mongoles a erigir obos y a ofrecer sacrificios en sus altares. Dedicamos la noche y el día siguiente a huir en dirección Este para evitar un encuentro con los rusos y a buscar buenos pastos para nuestros caballos. A eso de las nueve de la noche vimos brillar a lo lejos una hoguera. Mi amigo y yo no nos preocupamos, pensando que seguramente seria una yurta mongola, cerca de la cual podríamos acampar con tranquilidad. Recorrimos unos dos kilómetros antes de distinguir el grupo de yurtas. Nadie salió a recibirnos, y lo más extraño era que ni siquiera nos rodearon esos perros mongoles, negros, feroces y de encendidos ojos. Sin embargo, la hoguera ardiendo indicaba que allí había gente. Nos apeamos acercándonos. De la yurta salieron precipitadamente dos soldados tojos; uno de ellos disparó contra mí; pero erró el tiro, hiriendo solo a mi caballo por debajo de la silla. Tumbé al rojo de un pistoletazo, y el otro murió a culatazos a manos de mis compañeros. Examinamos los cadáveres; en los bolsillos les encontramos documentos militares del segundo escuadrón de la defensa interior comunista. Pasamos las noche en aquel sitio. Los dueños de las yurtas habían, indudablemente, huido, porque los soldados bolcheviques tenían ya reunido y guardado en sacos cuanto pertenecía a los mongoles. Se preparaban probablemente a partir, pues estaban equipados por completo. Recogimos dos caballos que hallamos en los matorrales, dos fusiles, dos revólveres y bastante cartuchería. En los matorrales había efectos muy útiles, y té, tabaco y fósforos.
Dos días más tarde, avistamos la orilla del Uri, cuando tropezamos con dos soldados rusos, cosacos de un cierto attaman Satunine que peleaba con los bolcheviques en el valle del Selenga. Llevaban un mensaje de Satunine a Kaigorodoff, jefe de los antibolchevistas de la región del Altai. Nos enteraron de que las tropas rojas estaban diseminadas a lo largo de la frontera rusomongola; que los agitadores comunistas habían penetrado hasta Kiajta, Ulanjim y Kobdo y persuadido a las autoridades chinas de que entregasen a las soviéticas a todos los emigrados de Rusia. Supimos que en las vecindades de Urga y Van Kure se había establecido un acuerdo entre las tropas chinas y los destacamentos del general ruso antibolchevique, barón Urgern Sternberg y del coronel Kazagrandi, que se batían por la independencia de la Mongolia exterior. El barón Urgern había sido derrotado dos veces, aunque los chinos tenían casi sitiada a Urga, sospechando que todos los extranjeros estaban en tratos con el general ruso.
Vimos que la situación había cambiado totalmente. La ruta del Pacifico nos estaba cerrada. Después de reflexionar atentamente, nos quedaba una única posibilidad de evasión. Debíamos evitar las ciudades mongolas administradas por los chinos, atravesar la Mongolia de Norte a Sur, cruzar el desierto al sur del principado de Jassaktu Jan, penetrar en el Gobi al oeste de la Mongolia interior, andar lo más rápidamente posible los noventa kilómetros de territorio chino de la provincia de Kansu y llegar al Tíbet. Allí esperaba entrevistarme con un cónsul inglés, y con su ayuda ganar algún puerto de la India. Me di clara cuenta de todas las dificultades inherentes a tal empresa, pero no podíamos elegir. El dilema era intentar la descabellada proeza o sucumbir a manos de los bolcheviques, de no languidecer en una mazmorra china. Cuando participé mi proyecto a los compañeros, sin ocultarles de ningún modo los peligros de la loca aventura, todos me respondieron sin vacilar: