– ¡Dirigidnos, os seguiremos!
Una circunstancia militaba en nuestro favor. No temíamos al hambre, porque teníamos té, tabaco, fósforos, caballos, monturas, fusiles, mantas y calzados, todo lo cual podía servir fácilmente de moneda de cambio. Comenzamos a plantear el itinerario de la nueva expedición. Partiríamos hacia el Sur, dejando a nuestra derecha la villa de Uliassutai, dirigiéndonos a Zaganluk; luego atravesaríamos las tierras áridas del distrito de Balir, en la región de Jassaktu Jan, el Narón Juhu Gobi, e iríamos a las montañas de Boro. Allí podríamos hacer un prolongado alto para restablecernos de nuestros quebrantos y dar descanso a los caballos. La segunda parte del viaje seria a través de la zona occidental de la Mongolia interior, por el pequeño Gobi; los territorios de los Turguts, los montes Jara, Kansu, donde tendríamos que elegir una ruta al oeste de Sutcheu. Desde allí penetraríamos en el dominio de Kuku Nor, bajando al Sur hasta el nacimiento del Yangtsé. Más allá de este punto, mis nociones se volvían vagas, no obstante, pude comprobar, gracias a un mapa de Asia perteneciente a uno de los oficiales, que las cadenas de montañas al oeste de las fuentes del Yangtsé separaban la cuenca de este río de la del Brahmaputra, en el Tíbet propiamente dicho, donde yo esperaba encontrar la protección de los ingleses.
CAPITULO XV
Tal fue nuestro viaje del Ero a la frontera del Tíbet. Aproximadamente mil ochocientos kilómetros de estepas nevadas, de montañas y desiertos, que salvamos en cuarenta y ocho días. Nos ocultábamos de los habitantes, hicimos cortas paradas en los sitios más desolados y nuestro único alimento durante semanas enteras consistió en carne cruda congelada, a fin de evitar llamar la atención encendiendo hogueras. Todas las veces que necesitábamos comprar un carnero o un buey para nuestro servicio de avituallamiento, solo enviábamos dos hombres sin armas, que se hacían pasar entre los indígenas por obreros empleados en una factoría rusa. También renunciamos a la caza, aunque encontramos un gran rebaño de antílopes de más de cinco mil cabeza. Allende Baler, en las tierras del lama Jassaktu Jan, que había heredado el trono después de haber envenenado a su hermano en Urga por orden del Buda vivo, hallamos a unos tártaros rusos, nómadas que conducían sus rebaños desde el Altac y el Abakan. Nos recibieron muy cordialmente y nos dieron varios bueyes y trentaiseis paquetes de té. Nos libraron además de una muerte cierta, advirtiéndonos de que en aquella época era absolutamente imposible que los caballos atravesasen el desierto del Gobi, privado de pastos. Tuvimos que adquirir camellos a cambio de nuestro caballos y una parte de nuestras provisiones. Uno de los tártaros trajo al día siguiente a nuestro campamento a un rico mongol, con el que realizamos el negocio. Nos facilitó diecinueve camellos y se llevó en cambio todos nuestros caballos, un fusil, un revolver y nuestra mejor silla cosaca. Nos aconsejó con insistencia que visitásemos el monasterio sagrado de Narabanchi, el último monasterio lamaísta en el camino de Mongolia al Tíbet. Nos dijo que ofenderíamos a San Hutuktu, el Buda Encarnado, si no visitábamos su famoso santuario de las Bendiciones, donde todos los viajeros que iban al Tíbet se detenían para rezar.
El calmuco lamaísta unió sus ruegos a los del mongol. Prometí ir al monasterio con el calmuco. Los tártaros me entregaron grandes hatyks de seda para ofrendarlos como regalo y nos prestaron cuatro magníficos caballos. Aunque el monasterio estaba a noventa kilómetros, a las nueve de la noche entraba yo en la yurta de San Hutuktu. Era un hombre de mediana edad, pequeño, delgado, de cara afeitada, y se llamaba Jelby Dimarap Hutuktu. Nos acogió benévolamente, se mostró satisfecho de recibir los hatyks que le ofrecí, así como de ver que yo no ignoraba nada de la etiqueta mongola. Mi tártaro, en efecto, había empleado mucho tiempo y paciencia para enseñármela. El Hutuktu me escuchó atentamente, me dio preciosos consejos para el viaje y me regaló un anillo que después me abrió las puertas de todos los monasterios lamaístas. El nombre de ese Hutuktu es sumamente estimado en toda Mongolia, en el Tíbet y en el mundo lamaísta de China. Pasamos la noche en la esplendida yurta, y a la mañana siguiente visitamos los santuarios, en los que se celebraban solemnes ceremonias, acompañadas de músicas, gongs, tamtams y pitos. Los lamas, con voces graves, entonaban las plegarias, mientras que los sacerdotes menores repetían las antífonas. La frase sagrada Om! Mani padme Hung!, aparecía sin cesar en los responsos. El Hutuktu nos deseó buen viaje, nos entregó un gran hatyk amarillo y nos acompañó hasta la verja del monasterio. Cuando estuvimos a caballo nos dijo:
– Acordaos de que aquí seréis siempre bien recibidos. La vida es complicada y todo puede suceder. Quizá os veáis obligados a volver más tarde a este rincón de Mongolia; si así es, no dejéis de pasar por Narabanchi Kure.
Aquella noche nos reunimos a los tártaros, y al día siguiente reanudamos nuestro viaje. Como yo estaba muy cansado, el movimiento lento y suave del camello me meció y me permitió reposar algo. Toda la jornada anduve soñoliento, y a ratos hasta quedé completamente dormido. Esto fue desastroso para mí, porque mi camello, al subir el borde escarpado de un río durante uno de mis sueños, tropezó, me hizo caer y darme de cabeza con una piedra. Perdí el conocimiento, y al recobrar el sentido me vi cubierto de sangre y rodeado de mis amigos, en cuyos rostros se leía la más viva ansiedad. Me vendaron la cabeza y continuamos la marcha. Sólo mucho tiempo después supe, por un medico que me examinó, que me había roto el cráneo a consecuencia de haber echado una siesta.
Transpusimos las cadenas orientales del Altac y del Karlig Tag, centinelas extremos que la cordillera de los Tian-Chan manda por el Este hacia el Gobi; luego atravesamos de Norte a Sur, en toda su anchura, el Juhu Gobi. Reinaba un frío intenso, pero afortunadamente las arenas heladas nos consentían avanzar con extraordinaria rapidez. Antes de salvar los montes Jara, trocamos nuestras cabalgaduras de adormecedor balanceo por caballos, y en aquella transacción los turguts nos robaron miserablemente, como buenos chamarileros del desierto.
Contorneando las montañas llegamos al Kansu. Era una maniobra arriesgada, porque los chinos detenían a todos los emigrados, y yo temía por mis compañeros rusos. Nos escondíamos durante el día en los barrancos, los boques y los matorrales, haciendo marchas forzadas por la noche. Necesitamos cuatro días para cruzar el Kansu. Los escasos campesinos chinos con quienes tropezamos se mostraron con nosotros pacíficos y hospitalarios y demostraron especial interés por el calmuco, que hablaba un poco el chino, y también por mi caja de medicinas. En aquel país abundaban las enfermedades de la piel.
Al aproximarnos al Nau Chau, montañas al nordeste de la cadena de los Altyn Tag (los montes Altyn Tag son a su vez una rama oriental del sistema montañoso del Pamir y del Karakorum), dimos alcance a una importante caravana de mercaderes chinos que se dirigían al Tíbet y nos reunimos a ellos. Durante tres días pisamos las sinuosidades sin fin de los barrancos de aquellos montes y recorrimos sus collados. Observamos que los chinos saben elegir las mejores pistas en los parajes difíciles.
Hice todo el trayecto en un estado semiinconsciente. Nos encaminábamos a un grupo de lagos pantanosos que alimentan al Kuku Nor y a toda una red de grandes ríos. La fatiga, la tensión nerviosa continua y el golpe que había recibido en la cabeza me produjeron escalofríos y accesos de fiebre; tan pronto ardía como me castañeteaban los dientes, hasta el punto de que mi caballo asustado me desazonó varias veces. Deliraba gritando o llorando. Llamaba a los míos y les explicaba lo que debían hacer para venir a buscarme. Recuerdo, como en sueños, que mis compañeros me sacaron de la silla, me echaron en el suelo, me dieron a beber aguardiente chino y me dijeron cuando recobré un poco la lucidez: