– Los comerciantes chinos van hacia el Oeste y nosotros debemos ir al Sur.
– No; al Norte – repliqué con tono seco.
– ¡Qué al Norte! ¡Al Sur! – respondieron mis compañeros.
– ¡Por Dios y el diablo! – grité furioso -. Acabamos de atravesar a nado el pequeño Yenisei, y el Algyak está al Norte.
– Estamos en el Tíbet – protestaron mis compañeros -. Es preciso que lleguemos al Brahmaputra.
– ¡Brahmaputra!… ¡Brahmaputra!
Aquella palabra deba vueltas y vueltas en mi agitado cerebro, confundiéndolo y trastornándolo de manera terrible.
Repentinamente me acordé de todo y abrí los ojos. Moví apenas los labios y no tardé en perder el conocimiento. Mis compañeros me transportaron al monasterio de Charje, donde el doctor lama me reanimó rápidamente con una solución de fatil o ginseng chino. Hablando con nosotros de nuestros proyectos, expuso sus dudas acerca de la posibilidad de cruzar el Tíbet, pero no quiso explicarnos el motivo de su opinión.
CAPITULO XVI
Un camino bastante largo nos condujo de Charje a un Dédalo de montañas, y cinco días después de haber abandonado el monasterio desembocamos en el anfiteatro montañoso, en cuyo centro se extiende el gran lago de Kuku Nor. Si Finlandia merece su nombre de “país de los diez mil lagos”, el dominio del Kuku Nor puede llamarse sin exageración “la región del millón de lagos”. Bordeamos este lago al Oeste, entre el río y Dulan Kitt, siguiendo un camino zigzagueante trazado entre numerosos pantanos, lagunas y arroyos, profundos y limosos. El agua allí no estaba todavía cubierta de hielo, y únicamente en la cima de los montes sentimos la mordedura de los vientos. Muy raras veces nos encontramos con los indígenas del país, y solo con enormes dificultades pudo nuestro calmuco averiguar cuál era el camino, interrogando a los escasos pastores que encontrábamos. Desde la orilla oriental del lago Tasun dimos un rodeo hasta un monasterio situado a alguna distancia, donde nos detuvimos para descansar algo. Con nosotros llegó también al santo lugar un grupo de peregrinos. Eran tibetanos. Se mostraron muy impertinentes y se negaron a hablarnos. Iban todos armados de fusiles rusos, llevando en bandolera las cartucheras y en el cinturón dos o tres pistolas y abundantes cartuchos. Nos miraron atentamente, y desde luego comprendí que procuraban calcular nuestra fuerza militar. Después de su marcha, aquel mismo día, ordené a nuestro calmuco preguntase al gran sacerdote del templo quiénes eran aquellos hombres. Al principio, el monje contestó evasivamente; pero como le enseñé la sortija del Hutuktu de Narabanchi y le ofrecí un hatyk amarillo, se hizo más comunicativo.
– Son mala gente – exclamó -. Desconfiad de ellos.
Sin embargo, no quiso decirnos sus nombres, y justificó su negativa citando la ley de los países búdicos, que prohíbe pronunciar el nombre del padre, del profesor y del jefe. Averigüé más tarde que en el norte del Tíbet existe la misma costumbre que en China septentrional. Las cuadrillas de hunghutzes corretean por el país; se presentan en las oficinas principales de las grandes empresas comerciales y en los conventos, percibiendo un tributo y convirtiéndose a poco en protectores de la comarca. Es probable que aquella banda tuviese al monasterio tibetano bajo su amparo.
Cuando reanudamos nuestro viaje, divisamos frecuentemente a lo lejos unos jinetes solitarios, que en el horizonte parecían atisbar atentamente nuestros movimientos. Todas nuestras tentativas para acercarnos y entrar en conversación con ellos resultaron inútiles. Sobre sus veloces caballejos desaparecían como sombras. Mientras nos instalábamos en el pasaje escarpado y difícil de los Ham Chan, y nos preparábamos para pasar allí la noche, de repente, en la lejanía, sobre una cresta, encima de nosotros, surgieron unos cuarenta jinetes montados en caballos blancos, y sin previo aviso hicieron caer sobre nuestro grupo una granizada de balas. Dos de los oficiales cayeron lanzando un grito. Uno de ellos murió en el acto y el otro sobrevivió algunos minutos. No les permití a mis hombres que respondiesen; en vez de eso agité una bandera blanca y me dirigí a los agresores como parlamentario, acompañado del calmuco. Primero nos hicieron dos disparos, pero dejaron de tirar y desde las rocas se adelantó a nosotros un pelotón de jinetes. Iniciamos las negociaciones. Los tibetanos explicaron que Ham Chan es una montaña santa que no se debe pasar de noche, y nos aconsejaron proseguir nuestro viaje hasta un punto en que podríamos considerarnos en seguridad. Nos preguntaron de donde veníamos y adónde íbamos y respondiendo a lo que les indicamos acerca del objeto de nuestro viaje nos dijeron que conocían a los bolcheviques y los respetaban como a libertadores de los pueblos de Asia sujetos al yugo de la raza blanca. No fue mi intención entablar con ellos una discusión política, y volví al lado de mis compañeros. Al bajar la cuesta hasta nuestro campamento temí un momento recibir un balazo en la espalda, pero los hunghutzes tibetanos no dispararon. Avanzamos, dejando entre las piedras los cuerpos de los dos oficiales como triste prueba de las dificultades y peligros de nuestra expedición. Caminamos toda la noche; nuestros caballos, extenuados, se detenían constantemente, y algunos se tiraban al suelo, pero les obligábamos a andar. En fin, cuando el sol se hallaba en el cenit hicimos alto. Sin desensillar los caballos, los dejamos acostarse un poco para descansar. Frente a nosotros se dilataba una ancha planicie pantanosa donde evidentemente debían de hallarse las fuentes del río Ma-Chu. No lejos de allí, al otro lado, se extiende el lago Arugn Nor. Encendimos fuego con boñigas de vaca y empezamos a calentar agua para hacer té. De nuevo, y sin avisarnos, llovieron las balas en torno nuestro. En seguida nos escondimos detrás de unos peñascos y esperamos. El fuego del enemigo se intensificó, acercándose, y los asaltantes formaron un círculo alrededor nuestro, sin economizar las municiones. Habíamos caído en una emboscada, y nuestra salvación era muy problemática. Claramente comprendimos que nos esperaba la muerte. Intenté parlamentar de nuevo, pero cuando me incorporé con la bandera blanca no recibí otra respuesta que una lluvia de balas, y, desgraciadamente, una de ellas, rebotando en una piedra, me dio en la pierna izquierda, alojándose en ella. En aquel momento uno de los nuestros cayó muerto. No pudiendo hacer otra cosa, repelimos la agresión. La lucha duró unas dos horas. Tres de los nuestros sufrieron heridas leves. Resistíamos cuanto podíamos; pero los hunghutzes no cejaban y la situación empeoraba por minutos.
– No hay más remedio – dijo un veterano coronel – que montar a caballo y huir a donde y como se pueda.
¿Adónde? ¡Terrible problema! Celebramos una breve consulta. Era indudable que con aquella banda de forajidos a nuestros alcances, cuanto más nos internásemos en el corazón del Tíbet, menos esperanzas tendríamos de escapar vivos.
Decidimos volver a Mongolia. ¿Pero cómo? Eso no lo sabíamos. Así empezó nuestra retirada. Sin interrumpir el fuego partimos hacia el Norte. Uno tras otro mordieron el polvo tres de los nuestros. Mi amigo el tártaro agonizaba con un balazo en el cuello. Junto a él cayeron de las sillas mortalmente heridos dos jóvenes y vigorosos oficiales, mientras que sus caballos, aterrorizados, huían a campo traviesa enloquecidos por el espanto, símbolos vivientes de nuestro estado de alma. Aquello enardeció a los tibetanos, quienes aumentaron su osadía. Una bala chocó en la hebilla de la correa de una polaina y me la metió en el tobillo con un trozo de cuero y tela. Mi antiguo amigo, el agrónomo, profirió un ¡ay!, palpándose un hombro, y le vi secarse y vendarse como pudo su frente ensangrentada. Un segundo después nuestro calmuco recibió seguidos dos balazos en la palma de la mano, de modo que se la mutilaron lastimosamente. En aquel instante quince hunghutzes cargaron contra nosotros.