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Seis bandidos rodaron por tierra, mientras que dos de ellos, habiendo sido desmontados, corrieron velozmente para reunirse a sus camaradas puestos en fuga. Pocos momentos después cesó el fuego del enemigo y agitaron un lienzo blanco. Dos jinetes se adelantaron hacia nosotros. Durante las negociaciones supimos que su jefe había sido herido en el pecho y venían a pedirnos que le proporcionásemos los primeros auxilios. Súbitamente entreví un rayo de esperanza. Cogí mi botiquín y llevé conmigo al calmuco como interprete. Su mano herida le hacia sufrir enormemente, y prorrumpió gimiendo en feroces maldiciones:

– Dad a ese bribón cianuro de potasio – dijeron mis compañeros.

No era ese mi plan.

Nos condujeron junto al jefe herido. Estaba echado en un montón de mantas de monturas, entre las breñas. Nos dijo que era tibetano; pero conocí enseguida, por su fisonomía, que era turcomano, oriundo, probablemente, de la parte meridional del Turquestán. Me miró con aire asustado y suplicante. Examinándole vi que la bala le había atravesado el pecho de izquierda a derecha, que había perdido mucha sangre y que estaba muy débil. Primero probé con mi propia lengua todas las medicinas que iba a aplicarle, incluso el yodoformo, para convencerle de que no era veneno. Cautericé la herida con yodo, la rocié con yodoformo e hice la cura. Di orden de que no tocasen al herido y le dejasen quieto en el mismo sitio donde estaba acostado. Luego enseñé al tibetano cómo había de cambiar la cura y le entregué gasa, vendas y un poco de yodoformo. Administré al enfermo, a quien la fiebre ya devoraba, una fuerte dosis de aspirina y le facilité algunos comprimidos de quinina. Inmediatamente, dirigiéndome a los asistentes por mediación de mi calmuco, les dije con tono solemne:

– La herida es muy peligros; pero he dado a vuestro jefe un remedio muy eficaz, y espero que escapará de esta. Sin embargo, es necesaria una condición: los malos espíritus que vinieron a su lado para aconsejarle que nos atacase sin razón, a nosotros, unos viajeros inofensivos, le matarán irremisiblemente si somos victimas de la menor agresión. No debéis conservar ni un solo cartucho en vuestras armas.

– Diciendo esto, ordené al calmuco que descargase su fusil y yo también saqué todos los cartuchos de mi pistola. Los tibetanos, sin dilación, imitaron mi ejemplo, obedientemente.

– Acordaos de lo que os he dicho: durante once días y once noches no debéis moveros de aquí, ni cargar vuestros fusiles. De otro modo, el demonio de la muerte se apoderará de vuestro jefe y os perseguirá.

Y para reforzar mi declaración saqué majestuosamente y pasé sobre sus cabezas el anillo del Hutuktu de Narabanchi.

Volví con los míos y los tranquilicé. Les aseguré que estábamos libres de nuevos ataques por parte de los bandidos y que solo nos era preciso procurar encontrar el camino de Mongolia. Nuestros caballos se habían quedado tan flacos, que hubiéramos podido colgar nuestros capotes en sus huesos descarnados. Pasamos allí dos días, durante los cuales visité varias veces al enfermo. Esto nos permitió también curarnos las heridas, por fortuna leves, y dar descanso a nuestros cuerpos. Desgraciadamente solo tenia una navaja para extraer la bala de mi pantorrilla izquierda y sacar del tobillo derecho los accesorios de guarnicionero guardados en él. Interrogando a los bandidos respecto del camino de las caravanas, no tardamos en lograr ponernos en una de las rutas principales, y tuvimos la buena suerte de tropezar con la caravana del joven príncipe mongol Punzing, que iba en misión sagrada, portador de un mensaje del Buda vivo de Urga al Dalai Lama de Lhassa. Nos ayudó a comprar caballos, camellos y provisiones de boca.

Como habíamos utilizado todas nuestras mercancías para procurarnos medios de transporte y víveres durante el viaje, regresamos maltrechos y arruinados al monasterio de Narabanchi, donde el Hutuktu nos recibió con los brazos abiertos.

– Sabía que volveríais – dijo -. Los oráculos me lo revelaron.

Seis de los nuestros quedaron en el Tíbet pagando tributo con sus vidas a nuestra temeraria expedición hacia el Sur. Tornamos doce al monasterio, donde permanecimos quince días restableciéndonos e indagando la manera de sortear los acontecimientos para flotar en el mar borrascoso de la vida actual y poder arribar al puerto que nos deparase el Destino. Los oficiales se alistaron en los destacamentos que a la sazón se formaban en Mongolia para combatir a los bolcheviques, destructores de su patria. El ingeniero y yo nos preparamos a continuar nuestro éxodo por las llanuras de Mongolia, dispuestos a todas las nuevas aventuras que pudieran sobrevenirnos en nuestros esfuerzos para ganar un seguro refugio.

Ahora que los episodios de aquella azarosa correría acuden a mi memoria, quiero dedicar estos capítulos a mi entrañable y antiguo compañero de fatigas, el agrónomo, a mis camaradas rusos y especialmente a la fama póstuma y sagrada de los que duermen su último sueño en las montañas del Tíbet: el coronel Ostrovsky, los capitanes Zuboff y Turoff, el teniente Pisarjevsky, el cosaco Vernigora y el tártaro Mahomed Spirid. También expreso mi profundo agradecimiento por la asistencia y amistad con que me honraron, al príncipe de Soldjak, Noyón hereditario y Ta Lama, así como al Kampo Gelong del Monasterio de Narabanchi, el honorable Jelby Damsap Hutuktu.

PARTE SEGUNDA

LA TIERRA DE LOS DEMONIOS

CAPITULO PRIMERO

LA MONGOLIA RECONDITA

Hay en el corazón de Asia, en esa parte del mundo enorme y misteriosa, una comarca riquísima. Desde las laderas nevadas de los Tian Chan y los arenales abrasados de la Dzungaria occidental, hasta las crestas selváticas de los Sayans y la gran muralla de la China, ocupa una vasta extensión del Asia Central.

Cuna de los pueblos, de la historia y de la leyenda; patria de los conquistadores sanguinarios que dejaron sus anillos cabalísticos, sus antiguas leyes nómadas y sus capitales sepultadas bajo las arenas del Gobi; país de monjes, de demonios perversos y de tribus errantes regidas por Janos y príncipes segundones, descendientes de Kublai Kan y de Gengis Kan.

Comarca enigmática en la que se celebran los cultos de Rama, Sakia-Muni, Djoncapa y Paspa, bajo la suprema protección del Buda vivo, el Buda encarnado en la persona divina del tercer dignatario de la religión lamaísta, Bogdo Jejen, en Ta Kure o Urga; tierra de doctores, de profetas, de brujos y adivinos; morada del misterioso sevastika, que conserva inolvidables los pensamientos de los grandes potentados que antaño reinaron en Asia y en la mitad de Europa.

Regiones de montañas peladas, de llanuras abrasadas por el sol o heridas de muerte por el frío, donde se desatan las plagas del ganado y las enfermedades de los hombres; nido de la peste, el ántrax y la viruela; tierra de las fuentes de agua hirviendo, de los pasajes monstruosos frecuentados por los demonios, de los lagos sagrados abundantísimos en pesca; país de lobos, antílopes, cabras montesas, y de las más raras especies, donde se encuentran marmotas a millones y no faltan los asnos y los caballos salvajes que nunca han conocido la brida; de perros feroces y de aves rapaces que devoran los cadáveres abandonados en las llanuras.

¡Patria del pueblo primitivo que en otro tiempo conquistó a China, Siam, el norte de la India y Rusia; que en un pasado remoto fue a quebrar su ímpetu contra el Asia nómada y salvaje; del pueblo que ahora sucumbe y ve blanquear en la arena y el polvo las osamentas de sus antepasados!