– Ya comprenderéis, camarada – me dijo uno de ellos -, que andamos en busca de contrarrevolucionarios para fusilarlos.
No necesitaba estas explicaciones para darme cuenta de sus propósitos. Procure cuanto pude y con todos mis actos hacerles creer que era un simple labriego, cazador, y que nada tenia que ver con los contrarrevolucionarios. Luego pensé largo rato adónde debería dirigirme tan pronto me abandonasen mis poco gratos visitantes. Caía la noche. En la oscuridad sus tipos eran todavía menos simpáticos. Sacaron sus cantimploras de vodka, se pusieron a beber y el alcohol no tardo en producir visibles efectos. Alzaron el tono de voz y se interrumpieron continuamente, jactándose del número de burgueses que habían matado en Krasnoiarks y del de cosacos que habían hecho perecer bajo el hielo del río. Luego empezaron a reñir, pero pronto se fatigaron y prepararon para dormir. De improviso, se abrió bruscamente la puerta de la cabaña; el vaho de la estancia, de atmosfera enrarecida, se escapo al exterior como una humareda, y mientras los vapores se disipaban, vimos surgir de en medio de una nube, parecido a un genio de cuento oriental, a un hombre de elevada estatura, de rostro enflaquecido, vestido como un campesino, tocado con un gorro de astracán y abrigado con una larga manta de piel de carnero, quien en pie desde el umbral de la puerta, nos amenazaba con la carabina. En el cinturón llevaba el hacha, sin la que no pueden pasar los labradores de Siberia. Sus ojos, vivos y relucientes como los de una bestia salvaje, se fijaron alternativamente en cada uno de nosotros. Bruscamente se quito el gorro, hizo la señal de la cruz y nos pregunto:
– ¿Quien es el amo aquí?
– Yo – respondí.
– ¿Puedo pasar la noche en esta cabaña?
– Si – conteste -; hay sitio para todo el mundo. Tomara una taza de te. Aun esta caliente.
El desconocido, recorriendo constantemente con la vista la extensión de la estancia, nos examino y reparo en cuantos objetos había en ella, despojándose de su abrigo y colocando el arma en un rincón del cuarto. Viose entonces que vestía una vieja chaqueta de cuero y un pantalón ajustado, hundido en unas altas botas de fieltro. Tenía el rostro juvenil, fino y algo burlón; los dientes, blancos y agudos, relucíanle, mientras que sus ojos parecían traspasar lo que miraban. Observe los mechones grises de su alborotada cabellera. Unas arrugas de amargura a ambos lados de la boca revelaban una vida inquieta y peligrosa. Ocupo un asiento cerca de su carabina y puso el hacha en el suelo, al alcance de la mano.
– Qué, ¿es tu mujer? – le preguntó uno de los soldados borrachos, indicando el hacha.
El campesino le miro tranquilamente, con ojos impasibles, dominados por espesas cejas, y le replico con pasmosa serenidad:
– En estos tiempos se corre el riego de tropezar con toda clase de gentes, y un hacha buena da mucha seguridad.
Comenzó a beber su té con avidez mientras que sus ojos se fijaron en mí repetidas veces, pareciendo interrogarme con la expresión que en sus miradas ponía, y luego escudriñaba con la vista todo cuanto le rodeaba, como para buscar una contestación que calmase sus inquietudes. Lentamente, con voz penosa y reservada, respondió a todas las preguntas de los soldados, al paso que bebía el té bien caliente; luego volvió la taza boca abajo para indicar que había concluido, poniendo sobre ella el terroncito de azúcar que le quedaba, y dijo a los bolcheviques:
– Voy a ocuparme de mi caballo y desensillare los vuestros al mismo tiempo.
– Convenido – respondió el soldado medio dormido -. Traednos también los fusiles.
Los soldados, tumbados en los bancos, solo nos dejaron el suelo a nuestra disposición.
El desconocido volvió pronto, trayendo los fusiles, que puso en un rincón oscuro. Dejo las monturas en el suelo, se sentó encima y se puso a quitarse las botas. Los soldados y mi nuevo huésped roncaron bien pronto, pero yo permanecí despierto, pensando en lo que debía hacer. Al fin, cuando apuntaba el alba, me adormecí para no despertarme hasta el pleno día; ya el forastero no estaba allí. Salí de la cabaña y le vi ocupado en ensillar una magnifico caballo bayo.
– ¿Os vais? -. Le dije.
– Si, pero esperaré para irme con los camaradas – murmuró -; luego volveré.
No le interrogué más, y solo le dije que le esperaría. Quito los sacos que llevaba colgados de la silla, los oculto en un rincón quemado de la choza, aseguro los estribos y la brida, y mientras acababa de ensillar, me dijo, sonriendo:
– Estoy dispuesto. Voy a despertar a los camaradas.
Pasada media hora de haber tomado té, mis tres visitantes se despidieron. Quede fuera recogiendo leña para encender lumbre. De improviso, a los lejos, unos disparos de fusil resonaron en los bosques. Uno primero, luego otro. Después volvió el silencio. Del sitio donde habían tirado, unas gallináceas, asustadas, volaron pasando sobre mi cabeza. En la copa de un pino, un grajo lanzo un grito. Escuche buen rato para inquirir si alguien se aproximaba a mi cabaña, pero todo estaba silencioso.
En el bajo Yenisei anochece temprano. Encendí fuego en mi estufa y comencé a calentar mi sopa, prestando atención a cuantos ruidos venían de fuera. Comprendía muy bien y claramente que en ningún momento la muerte se separaba de mi lado y que podía adueñarse de mi por todos los medios: el hombre, la bestia, el frío, el accidente o la enfermedad. Sabía que nadie había de acudir en mi ayuda, que mi suerte se hallaba en las manos de Dios, en el vigor de mis brazos y mis piernas, en la precisión de mi tiro y en mi serenidad de espíritu. Sin embargo, escuche inútilmente. No me di cuenta del regreso del desconocido. Como la víspera, se presentó en el umbral por arte de magia. A través de la niebla distinguí sus ojos risueños y su fino rostro. Entró en la cabaña y ruidosamente puso tres fusiles en el rincón.
– Dos caballos, dos fusiles, dos monturas, dos cajas de galletas, medio paquete de té, un saquito de sal, cincuenta cartuchos, dos pares de botas – enumeró jovialmente -. ¡Hoy hemos hecho una buena caza!
Le miré sorprendido.
– ¿Qué le asombra? – dijo, riendo -. Komun ujuy eti tovarischi? ¿Quién se preocupa de esa gentuza? Tomemos el té y a dormir. Mañana le conduciré a un lugar más seguro y podrá continuar su viaje.
CAPITULO II
Al rayar el alba partimos, abandonando mi primer refugio. Pusimos en los sacos nuestros efectos personales y estibamos los sacos en una de las monturas.
– Es preciso que recorramos quinientas o seiscientas verstas – dijo con tono calmoso mi compañero, que se llamaba Iván, nombre que nada decía a mi alma ni a mi imaginación en un país donde un hombre de cada dos se llama de ese modo.
– ¿Viajaremos, pues, mucho tiempo? – pregunte con pena.
– No más de una semana; tal vez menos -me respondió.
Aquella noche la pasamos en los bosques, bajo las anchas ramas de las frondosas copas de los abetos. Fue mi primera noche en la selva, al aire libre. ¡Cuántas noches semejantes estaba destinado a pasar así durante los dieciocho meses de mi vida errante! De día hacía un frío intenso. Bajo las patas de nuestros caballos la nieve helada rechinaba, se moldeaba bajo sus casco, para desprenderse y rodar por la superficie endurecida con ruido de vidrio roto.