Uno de ellos montó en el caballo y desapareció velozmente en la llanura, tras las blanquecinas colinas. Pudimos distinguir los brillantes pliegues de su tunica amarilla debajo de su capa forrada y vimos la vaina de cuero verde y el mango de cuerno y marfil de su cuchillo de caza. El otro hombre era el habitante de la yurta, pastor del príncipe local Novontzirán. Manifestó gran alegría al vernos y nos hizo entrar en su tienda.
– ¿Quién es ese jinete del potro bayo? – le pregunté.
Bajó los ojos y guardó silencio.
– Decídnoslo – le pedí, insistiendo -. Si no queréis decir su nombre, eso significa que estáis en tratos con personas peligrosas.
– No, no – exclamó el mongol, protestando y levantando los brazos -. Es un buen hombre, una excelente persona; pero la ley no permite pronunciar su nombre.
Comprendimos que el desconocido era el amo del pastor o algún alto lama, y por consecuencia, no insistimos más y empezamos nuestros preparativos para pasar la noche. Nuestro aposentador puso a cocer tres piernas de carnero, deshuesándolas hábilmente con un afilado cuchillo. Hablamos y supimos que hasta entonces nadie había visto a los rojos en la región, pero que en Ulankon y Kobdo los soldados chinos oprimían a la población, matando a golpes de bambú a los mongoles que defendían sus mujeres de los desmanes de la desaforada soldadesca. Algunos de los mongoles se habían retirado a las montañas, ingresando en los destacamentos mandados por Kaigordoff, oficial tártaro del Altai, quien les proporcionó armas.
CAPITULO II
Tomamos en aquella yurta un descanso bien ganado después de nuestros dos días de viaje, durante los cuales recorrimos doscientos sesenta kilómetros sobre la nieve, soportando un frío glacial. Hablábamos franca y confiadamente, saboreando la carne jugosa del carnero que teníamos para cenar, cuando de improviso oímos una voz sorda y ronca:
– ¡Sayn, buenas noches!
Volvimos la cabeza a la entrada de la tienda y vimos un mongol de mediana estatura, rechoncho, abrigado con una capa de piel de gamo con capucha. Al cinto llevaba el mismo gran cuchillo con vaina de cuero verde que nos había llamado la atención en el jinete que con tanta prisa había abandonado la yurta.
– Amursayn – respondimos.
Se quitó rápidamente el cinturón y se despojó de su capa, adelantándose a nosotros vestido con una maravillosa tunica de seda, amarilla como el oro batido, sujeta por una faja de color azul resplandeciente. Su rostro perfectamente afeitado, sus cabellos cortados al rape, su rosario de coral rojo y su vestidura amarilla, todo nos indicaba que estábamos en presencia de algún sacerdote lama, armado, por cierto, con un magnifico revólver Colt puesto debajo del cinturón azul.
Fijé la mirada en nuestro huésped y luego en Zerén, y en las fisonomías de los dos leí el temor y la veneración. El desconocido se aproximó al fuego y se sentó.
– Hablemos en ruso – dijo, cogiendo un trozo de carne.
Empezó la conversación. El extranjero la inició criticando al Gobierno del Buda vivo de Urga.
– Allí redimen a Mongolia, se apoderan de Urga, ponen en fuga al ejército chino, y aquí en el Oeste nada nos dice. Permanecemos inactivos mientras que los chinos asesinan y saquean a nuestros compatriotas. Estoy seguro de que Bogdo Kan pudo enviarnos algún emisario. ¿Cómo explicar que los chinos hayan podido mandar los suyos de Urga y de Kiajta a Kobdo para pedir ayuda, y que el Gobierno mongol no haya hecho lo mismo? ¿Por qué?
– ¿Van los chinos a enviar refuerzos a Urga? – pregunté.
Nuestro visitante se echó a reír estrepitosamente y añadió:
– Yo me he apoderado de todos los emisarios, les he quitado los despacho y les he mandado… bajo tierra.
Rió de nuevo y miró en torno suyo con ojos resplandecientes. Solo entonces observé que sus pómulos y sus ojos se diferenciaban de los de los mongoles de Asia Centraclass="underline" parecía más bien un tártaro o un kirghiz. Guardamos silencio y fumamos un rato.
– ¿Cuando va a salir de Uliassutai el destacamento de chahars? – preguntó.
Respondí que no sabíamos nada de eso. Nos explicó que las autoridades chinas de la Mongolia interior habían enviado un fuerte destacamento, reclutado entre las tribus guerreras de los chahars que merodean por la región limítrofe exteriormente a la Gran Muralla. El jefe era un conocido cabecilla de hunghutzes, promovido por el Gobierno chino al grado de capitán, porque había prometido someter a las autoridades chinas todas las tribus de los distritos de Kobdo y del Urianhai.
Cuando el desconocido se enteró de adónde íbamos y del propósito que nos llevaba, nos aseguró que podía proporcionarnos informes precisos, evitándonos ir más lejos.
– Además, resultaría peligroso – dijo -, porque Kobdo será incendiado y habrá matanzas. Me consta.
Sabedor de nuestra malograda tentativa para atravesar el Tíbet, nos demostró un simpático interés y nos dijo con sincera expresión de pena:
– Yo sólo podía haberos ayudado en la empresa; el Hutuktu de Narabanchi carecía de medios para ello. Con mi salvoconducto hubieseis podido llegar a donde hubieseis querido del Tíbet. Soy Tuchegun Lama.
¡Tuchegun Lama! ¡Cuántas historias extraordinarias había oído contar de este personaje! Es un calmuco ruso que, a causa de su campaña de propaganda por la independencia del pueblo calmuco, hizo conocimiento con numerosas prisiones rusas en tiempo del zar, en las que continuó bajo el Gobierno de los soviets. Se escapó, huyó a Mongolia y en seguida adquirió enorme influencia entre los mongoles. En efecto, era un intimo amigo y discípulo del Dalai Lama de Lhassa, el más sabio de los lamaístas, célebre como taumaturgo y como doctor. Disfrutaba de una posición casi independiente en sus relaciones con el Buda vivo y obtuvo el mandato de todas las tribus nómadas de la Mongolia occidental y de la Dzungaria, extendiendo su dominio incluso a las tribus mongolas del Turquestán. Su influencia era irresistible, pues se fundaba en el conocimiento de la ciencia misteriosa, como él la llamaba. Me dijeron también que se basaba en gran parte en el terror que inspiraba a los mongoles. Quien desobedeciese sus órdenes, perecía. Nadie sabia cuándo ni cómo, porque lo mismo en la yurta que junto al caballo galopando por la llanura el amigo poderoso y extraño del Dalai Lama aparecía y desaparecía como por ensalmo. Una cuchillada, un balazo o unos dedos vigorosos apretando el cuello como tenazas eran los procedimientos de justicia que secundaban los planes de ese artífice de milagros.
Fuera de la yurta el viento silbaba y mugía, haciendo chascar la nieve contra el fieltro tirante. Entre los retumbos del huracán llegaba el ruido de numerosas voces a las que se mezclaban gritos, gemidos y carcajadas. Pensaba que en semejante país no debía de ser difícil producir el estupor de las tribus nómadas por medio de milagros, puesto que la misma Naturaleza ofrecía el marco para ellos. Apenas había tenido tiempo para reflexionar sobre esto, cuando Tuchegun Lama, levantando la cabeza, clavó bruscamente sus ojos en los míos y dijo:
– Hay en la Naturaleza muchas fuerzas desconocidas. El arte de servirse de ellas es lo que produce el milagro; pero este poder solo lo poseen algunos privilegiados. Voy a demostrároslo y luego me diereis si habíais visto ya alguna cosa análoga.
Se puso en pie, arremangándose los brazos, cogió su cuchillo y se dirigió al pastor:
– ¡Michik! ¡Arriba! – le ordenó.
Cuando el pastor le obedeció, el lama le desabotonó la blusa, dejándole el pecho desnudo. Yo no podía comprender aún cuál era su intención, y de repente el Tuchegun hundió con todo su brío el cuchillo en el pecho del pastor. El mongol cayó cubierto de sangre, y observé que esta había salpicado la seda amarilla de la tunica del lama.