– ¿Qué habéis hecho? – exclamé.
– ¡Chis! ¡Callad! – murmuró este, volviendo hacia mí su lívido rostro.
Con nuevas cuchilladas abrió el pecho del mongol, vi los pulmones de aquel hombre respirar suavemente, y conté los latidos de su corazón. El lama tocó con los dedos esos órganos, pero la sangre ya no corría y el semblante del pastor denotaba una profunda serenidad. Estaba echado con los ojos cerrados, parecía dormir un tranquilo sueño. Empezó el lama a rajarle el vientre, y yo, aterrorizado, cerré los ojos; al abrirlos, poco tiempo después, quedé asombrado viendo al pastor dormir sosegadamente echado de un lado, con la blusa entreabierta y el pecho en estado normal. Tuchegun Lama, sentado, impasible, junto al fuego, fumaba su pipa y contemplaba la lumbre, sumido en honda meditación.
– ¡Es maravilloso! – le confesé -. No he visto nada semejante.
– ¿De qué habláis? – preguntó el calmuco.
– De vuestra demostración o milagro, como lo llaméis – le contesté.
– No sé a qué podéis referiros – replicó el calmuco, fríamente.
– ¿habéis visto eso? – pregunté a mi compañero.
– ¿Qué? – repuso este medio dormido.
Comprendí que había sido juguete del poder magnético de Tuchegun Lama, y preferí esto al espectáculo de la muerte de un inocente mongol, pues no llegaba mi credulidad a creer que Tuchegun Lama, después de destripar a sus victimas pudiese coserlas con tanta facilidad.
A la mañana siguiente nos despedimos de nuestros nuevos amigos. Decidimos regresar, puesto que nuestra misión había terminado. Tuchegun Lama nos manifestó que iba a “recorrer el espacio”. Viajaba por toda Mongolia, viviendo igual en la humilde yurta del pastor y del cazador, que bajo la tienda esplendida de los príncipes y jefes de tribus, rodeado de inquebrantable veneración y religioso amor, atrayendo así y subyugando a ricos y pobres con sus milagros y profecías. Al decirnos adiós, el brujo calmuco sonrió, maliciosamente.
– Cuidado con hablar de mí a las autoridades chinas.
Luego agregó:
– Lo que anoche presenciasteis fue solo una ligera demostración. Vosotros, los europeos, no queréis admitir que nosotros, unos nómadas incultos, poseamos el poder de la ciencia misteriosa- ¡Ah, si pudieseis siquiera ver los milagros y la omnipotencia del Santísimo Tachi Lama, cuando por su orden las lámparas y los cirios, puestos en el altar de Buda se encienden por sí solos, o cuando los iconos de los dioses comienzan a hablar y profetizar! ¡Pero existe un hombre todavía más poderoso y más santo!
– ¿No es el rey del mundo en Agharti? – interrumpí.
Me miró fijamente, estupefacto.
– ¿Habéis oído hablar de él? – me preguntó, con el ceño fruncido por la reflexión.
Unos segundos después alzó los estrechos ojos y exclamó:
– Sólo un hombre ha ido a Agharti. yo. Esta es la causa por la que el santo Dalai Lama me distingue y por la que el Buda vivo de Urga me teme. Pero en vano, porque yo no me sentaré nunca en el santo trono del pontífice de Lama, ni atentaré contra lo que nos ha sido transmitido desde Gengis Kan hasta el jefe de nuestra Iglesia amarilla. No soy un monje; soy un guerrero y un vengador.
Saltó con ligereza a la silla, dio un latigazo a su caballo y partió como una tromba, lanzándonos al partir la frase de adiós de los mongoles: “Sayn! Saynbaryna!”.
Mientras regresábamos, Zerén nos refirió centenares de leyendas referentes a Tuchegun Lama.
Una anécdota particularmente me ha quedado en la memoria. Era en 1911 o 1912, en la época que los mongoles intentaban librarse del yugo chino. El cuartel general de los chinos estaba en Kobdo (Mongolia occidental); había allí unos diez mil hombres mandados por los mejores oficiales. Diose la orden de apoderarse de Kobdo a Hun Boldon, un simple pastor, que se había distinguido durante la guerra con los chinos, recibiendo por ello del Buda vivo el titulo de príncipe de Hun. Feroz, sin miedo y dotado de una fuerza hercúlea, Boldon llevó varias veces a sus mongoles al ataque, mal armados, y siempre tuvo que batirse en retirada después de perder mucha gente por el fuego de las ametralladoras. Tuchegun Lama llegó de improviso, reunió a todos los soldados y les dijo:
– No debéis temer a la muerte; no debéis batiros en retirada. Peleáis por vuestra patria, por Mongolia, y morís por ella, porque los dioses le han reservado un destino grandioso. ¡Mirad cuál será su destino!
Hizo un gesto con la mano, abarcando todo el horizonte, y los soldados vieron la comarca en torno suyo cubierta de ricas yurtas y de praderas donde pastaban enormes rebaños de ganado de todas clases. En la llanura surgieron numerosos jinetes montados en caballos lujosamente ensillados. Las mujeres iban vestidas con trajes de finísima seda, llevaban en las orejas pendientes de plata maciza, y sus cabelleras, peinadas con arte, estaban adornadas con preciosas joyas. Los mercaderes chinos conducían una interminables caravana y ofrecían sus mercancías a los saits mongoles, de distinguido porte, quienes rodeados de ziriks o soldados de brillantes uniformes, trataban altivamente a los comerciantes. Pronto desapareció semejante visión y Tuchegun habló de esta manera:
– ¡No os espante la muerte! La muerte nos libra de nuestro penoso trabajo en la tierra y es el camino que lleva a la beatitud eterna. ¡Dirigíos al Oriente! ¿No veis a vuestros hermanos y amigos caídos en el campo de batalla?
– Sí, les vemos – gritaron los asombrados mongoles, contemplando un grupo de moradas que igual podían ser yurtas que pórticos de templo, bañadas en una luz calida y dulce. Anchas franjas deslumbrantes de seda roja y amarilla revestían las paredes y el suelo; los pilares y los muros despedían ofuscante claridad; en un gran altar rojo ardían los cirios del sacrificio en candelabros de oro, mientras que de unas copas de plata maciza se desbordaba la leche o se desparramaban las nueces más apetitosas; por último, sobre muelles almohadones esparcidos por el suelo descansaban los mongoles caídos en el anterior ataque a Kobdo. Ante ellos había puestas unas mesas bajas laqueadas, cubiertas de viandas humeantes, de carnes suculentas de carnero y cabrito, de altas jarras de vino y té, de fuetes de borsuk, bollos azucarados y exquisitos de zaturán aromático envuelto en grasa de carnero, de queso seco, de dátiles, pasas y nueves. Todos los soldados muertos en el ataque fumaban en pipas de oro y conversaban alegremente.
A su vez se desvaneció la visión, y frente a los mongoles extáticos y maravillados no había más que el misterioso calmuco con la mano tendida hacia el horizonte.
– ¡Al combate! Y no volváis sin la victoria. ¡Yo estaré con vosotros en la batalla!
Comenzó el ataque. Los mongoles pelearon furiosamente; perecieron a cientos, pero su empuje les llevó al mismo corazón de Kobdo. Entonces se repitió la escena, largo tiempo olvidada, de las hordas bárbaras destruyendo las ciudades europeas. Hun Boldon hizo que le precediese un triangulo de lanzas adornadas con oriflamas rojas; era la señal para entregar la ciudad durante tres días al pillaje de los soldados. Empezaron los asesinatos y los saqueos. Ardió la ciudad y fueron arrasadas las murallas de la fortaleza. Luego, Hun Boldon corrió a Uliassutai y destruyó también la fortaleza china. Aún existen las ruinas con sus almenas derribadas, sus desmanteladas torres, sus puertas ya inútiles y lo que resta de los edificios oficiales y de los cuarteles devorados por el incendio.
CAPITULO III