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A nuestra vuelta de Uliassutai supimos que el sait mongol había recibido alarmantes noticias. Se le decía que las tropas rojas acosaban al coronel Kazagrandi en la región del lago Kosogol. El sait temía un avance de los bolcheviques por el Sur hasta Uliassutai. Las dos casas americanas liquidaron sus negocios y todos nuestros amigos estaban dispuestos a irse, aunque dudaban si les convendría dejar la ciudad, temiendo tropezar con el destacamento de los chahars, procedentes del Este. Decidimos esperar la llegada de ese destacamento por si podía modificar el curso de los sucesos.

Algunos días después hicieron su aparición doscientos belicosos bandidos chahars capitaneados por un antiguo hunghutz chino.

Era un hombre flaco y largo, con unas manos que le llegaban hasta las rodillas, un rostro curtido por el sol y el viento; tenia la frente y una mejilla cortadas por sendas cicatrices, una de las cuales le cerraba un ojo, y el que le quedaba le servia para mirar con la penetración de un halcón. Usaba un gorro de piel de ratón. Tal era el jefe del destacamento de chahars, tipo sombrío y repulsivo, que a nadie le hubiera gustado encontrar de noche en una calle solitaria.

El destacamento acampó dentro de las ruinas de la fortaleza, cerca del único edificio chino que no había sido arrasado y que entonces servia de cuartel general al comisario chino. El mismo día de su llegada, los chahars saquearon un dugun chino, casa de comercio situada a menos de ochocientos metros de la fortaleza. También insultaron a la mujer del comisario chino llamándola traidora. En esto, los chahars, como los mongoles tenían sobrada razón, porque el comisario chino Wang Tsao Tsun había, tan pronto como llegó a Uliassutai, seguido la costumbre china, reclamando en matrimonio una mongola. El nuevo sait, en su senil deseo de agradar, ordenó que le buscasen una mongola bonita que pudiera convenirle. Buscaron una que la llevaron a su yamen al mismo tiempo que un ganapán, hermano suyo, que había de ser el jefe de la guardia del comisario, pero que acabó siendo un ama seca de un perrito pekinés blanco que el elevado funcionario regaló a su nueva esposa.

Menudearon los robos, las reyertas, las orgías, de modo que Wang Tsao Tsun empleó toda su influencia en conseguir que lo antes posible saliese de la ciudad el destacamento de chahars para una guarnición más al oeste del lado de Kobdo, y luego para el Urianhai.

Una fría mañana los habitantes de Uliassutai, al levantarse, pudieron asistir a una escena de característica brutalidad. El destacamento pasaba por la calle principal de la ciudad. Iban montados en caballos pequeños y peludos, marchando de tres en fondo; llevaban uniformes azules, capotes de piel de carnero y gorras de ordenanza de pelo de ratón y estaban armados de pies a cabeza. Marchaban lanzando gritos salvajes o un desordenado clamoreo, y miraban con ansia las tiendas chinas y las casas de colonos rusos. A su frente avanzaba el jefe hunghutz, tuerto, seguido de tres jinetes de flotantes banderas, que hacían oír lo que querían hacer pasar por música, soplando en unas grandes caracolas. Uno de los chahars no pudo resistir la tentación, se apeó del caballo y penetró en un almacén chino de la calle. En seguida salieron de la tienda los gritos acongojados de los mercaderes. El jefe hunghutz dio media vuelta a su caballo, notó la falta del chahar y adivinó lo que ocurría. Sin dilación se personó en el lugar del suceso. Dando roncas voces, sacó al soldado de la tienda y le golpeó con la fusta en pleno rostro. La sangre brotó de la mejilla hendida, pero el chahar montó a caballo inmediatamente sin murmurar y galopó para recuperar su puesto en filas. Durante el paso de los chahars las gentes se escondieron en sus casas, mirando con angustia por las rendijas de las puertas. Los chahars pasaron tranquilamente, y solo cuando a nueve kilómetros de la ciudad encontraron una caravana que transportaba vino a China, se despertaron sus malos instintos y se entregaron al pillaje, vaciando varios toneles. En los alrededores de Hargana cayeron en una emboscada que les preparó Tuchegun Lama; de suerte que jamás las llanuras de Chahar presenciaron la vuelta de sus guerreros hijos partidos a la conquista de los soyotos en las orillas del antiguo Tuba.

El día que la columna dejó Uliassutai nevó tan copiosamente, que el camino se puso intransitables. Los caballos, con la nieve hasta las rodillas, se fatigaron, negándose a andar. Algunos jinetes mongoles llegaron a Uliassutai al día siguiente a costa de grandes esfuerzos y de penosos trabajos, pues tardaron dos días en recorrer cuarenta kilómetros. Las caravanas se vieron precisadas a detenerse en sus caminos. Los mongoles no quisieron ni intentar viajar con bueyes y yaks, que hacen escasamente dieciséis o veinte kilómetros por día. No era posible emplear más que camellos, pero no los había en número suficiente, y sus conductores no creían poder llegar a la primera estación de ferrocarril de Kuku Hoto, a unos dos mil doscientos kilómetros. De nuevo estábamos obligados a esperar. ¿Qué? ¿La muerte o la salvación? Únicamente nuestra energía y serenidad podían salvarnos. Mi amigo y yo partimos provistos de una tienda, una estufa y algunas provisiones para hacer otra exploración a lo largo de las riberas del lago Kosogol, de donde el sait mongol temía una invasión de tropas rojas.

CAPITULO IV

EL DEMONIO DE JAGISSTAI

Nuestro pequeño grupo constaba de cuatro hombres montados y de un camello para llevar el equipaje. Partimos hacia el Norte, siguiendo el valle del Boyagol, en dirección a los montes Tarbagatai. El camino era rocoso y cubierto de una espesa capa de nieve. Nuestro camello marchaba con precaución, olfateando la pista, mientras que nuestro guía profería el grito ¡ok, ok!, peculiar de los camelleros para que sus bestias avancen. Dejamos atrás la fortaleza y el dugun chino, contorneamos un espolón montañoso, y después de pasar a nado un curso de agua, empezamos a subir la montaña. La ascensión fue difícil y peligrosa. Los camellos elegían atentamente la mejor vereda, moviendo las orejas constantemente, según su costumbre en tales casos. Enfilamos barrancos, atravesamos sierras, descendimos a valles meno hondos, subiendo siempre a mayores alturas. En cierto lugar, bajo las nubes grises que sobrepasan las cresterias, vimos algunos puntos negros en la vasta extensión nevada.

– Son obos, los signos sagrados y los altares elevados a los malos demonios que guardan estos parajes – explicó el guía -. Este paso se llama Jagisstai. Acerca de él se cuentan varias historias tan viejas como las mismas montañas.

Le rogamos que nos contase alguna.

El mongol, meciéndose sobre su camello, miró prudentemente en torno suyo, y empezó:

– Fue hace tiempo, hace muchísimo tiempo. El nieto de Gengis Kan ocupaba el trono en China y reinaba en Asia entera. Los chinos mataron a su Kan y quisieron exterminar a toda su familia; pero un anciano y santo lama llevó a esta más allá de la Gran Muralla y vinieron a las llanuras de nuestro país natal. Los chinos buscaron con empeño el rastro de los fugitivos y acabaron por descubrir donde estaban. Entonces mandaron un escuadrón de jinetes montados en veloces caballos para apoderarse de ellos. A veces, los chinos estuvieron a punto de alcanzar al huido heredero; pero el lama imploró al cielo y cayo una copiosa nevada, que si permitía andar a los camellos, detuvo la marcha de los caballos. Aquel lama pertenecía a un remoto monasterio. Ahora pasamos cerca de ese hospicio de Jahantsi Kure. Para llegar a él hay que cruzar la garganta de Jagasstai. En este mismo sitio el anciano lama se puso de repente enfermo, se tambaleó sobre la silla y cayo muerto. Ta Sin Lo, viuda del gran Kan, prorrumpió en llanto; pero viendo que los jinetes chinos atravesaban el valle a galope, se apresuró a llegar al desfiladero. Los camellos, cansados, se detenían a cada paso, y la mujer no sabia cómo animarlos para hacerlos andar. Los verdugos chinos se acercaban cada vez más. Ya se oían sus gritos de júbilo, pues se figuraban tener en sus manos la recompensa prometida por los mandarines a los asesinos del Gran Kan. Las cabezas de la madre y del hijo heredero serian llevada a Pekín y expuestas en el Ch´en Men a la mofa y a los insultos del populacho. La madre, aterrada, levanto a su hijo al cielo y exclamó: “¡Tierra y dioses de Mongolia, ved al hijo del que hizo glorioso el nombre mongol de un extremo a otro del mundo! ¡No permitáis que perezca la carne misma de Gengis Kan!”