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En aquel momento se fijó en una rata blanca sentada sobre un peñasco, cerca de allí. El animalito se le aproximó, saltó a su regazo y le dijo:

– Me mandan para que os ayude. Nada temáis y continuad tranquila vuestro camino. Los que os persiguen han llegado al término supremo de sus vidas y vuestro hijo está destinado a tener una gloriosa existencia.

Ta Sin Lo no comprendía cómo una rata podría mantener a raya a trescientos hombres. La rata entonces saltó a tierra y habló de nuevo:

– ¡Soy el demonio de Tarbagatai, soy Jagisstai! ¡Soy poderoso y amado de los dioses; pero como habéis puesto en duda el poder de la rata milagrosa desde hoy el Jagisstai será tan perjudicial para los buenos como para los malos!

La viuda y el hijo de Kan se salvaron, pero Jagisstai sigue siendo implacable. Mientras se pasa hay que estar siempre prevenido. El demonio de la montaña se halla constantemente dispuesto a llevar al viajero a su perdición.

Todas las cumbres del Tarbagatai están salpicadas de obos, de piedra y ramaje. En un sitio han erigido una torre de piedra, a modo de altar, para aplacar a los dioses enojados por las dudas de Ta Sin Lo. Evidentemente, el demonio nos esperaba. Cuando comenzamos la ascensión a la cima principal, nos sopló en la cara un viento glacial y cortante, se puso a silbar y zumbar, tirándonos bloques de nieve que arrancaba de los montones formados en las alturas. No podíamos divisar nada de lo que nos rodeaba y apenas conseguíamos ver el camello que nos precedía inmediatamente. De improviso sentí un choque y miré en torno mío. No vi nada extraordinario. Yo estaba cómodamente sentado entre dos bolsas llenas de pan y otras provisiones, pero no podía distinguir la cabeza de mi camello. Había desaparecido. Efectivamente, el animal había resbalado y caído en el fondo de un barranco poco profundo, mientras que las bolsas, colocadas en su lomo sin correas, quedaron sujetas a una roca, y yo, por fortuna, encima de ellas, sobre la nieve. Esta vez el demonio se había limitado a gastarme una broma, pero indudablemente le supo a poco. Me lo demostró con nuevas pruebas de su ira. Con furiosas ráfagas casi nos arrancaba de nuestras monturas, hacia vacilar a los camellos, nos cegaba azotándonos la cara con la nieve endurecida y nos impedía respirar. Durante largas horas marchamos penosamente por la nieve, cayendo con frecuencia por encima del borde de los riscos. Por fin llegamos a un estrecho valle donde silbaban y mugían innumerables voces del viento. Era de noche. El mongol buscaba la pista de los alrededores y acabó por volver, haciendo aspavientos y diciendo:

– Nos hemos extraviado. Tenemos que pasar aquí la noche, lo que es muy de sentir, porque nos faltará leña para nuestra estufa y el frío va a ser más glacial todavía.

A duras penas, con las manos agarrotadas, conseguimos armar la tienda a pesar del viento, colocando en el interior la estufa, entonces inútil. Recubrimos la tienda de nieve, cavamos en los montones de nieve largas y profundas zanjas y obligamos a nuestros camellos a acostarse, gritándoles: Zuk, zuk!, voz que les hace arrodillarse. Luego metimos en la tienda los equipajes. Mi compañero no se resignó a la idea de pasar una noche glacial sin encender la estufa.

– Voy a buscar combustible – dijo, con tono resuelto.

Cogió el hacha y se fue. Volvió al cabo de una hora con un buen trozo de poste telegráfico.

– ¡Eh! Gengis Kan – exclamó, frotándose las manos amoratadas -, tomad las hachas e id allí abajo, a la izquierda de la montaña, y encontrareis los postes telegráficos que fueron derribados. He hecho amistad con el viejo Jagisstai y me ha conducido a los postes.

Precisamente a alguna distancia del sitio en que estábamos pasaba la línea del telégrafo ruso que unía antes de la revolución a Irkustk con Uliassutai. Los chinos habían ordenado a los mongoles que derribasen los postes y se llevasen el alambre. Estos postes son ahora la salvación de los viajeros que transitan por aquellos parajes. Así pasamos la noche, bajo una tienda caldeada, después de cenar una sustanciosa sopa de fideos con carne, en el mismo centro de los dominios del iracundo Jagisstai. Al día siguiente, de madrugada, encontramos la pista a menos de doscientos metros de nuestra tienda, proseguimos nuestro viaje. En la fuente del Adair divisamos una nube de cuervos mongoles de pico rojo, revoloteando en círculos sobre las breñas. Nos acercamos y descubrimos los cuerpos de un jinete y su caballo que parecían haber caído hacia poco tiempo. Era difícil adivinar lo que pudiera haberles sucedido. Estaban tumbados uno junto al otro y el jinete tenia enrollada en la muñeca derecha la brida de su cabalgadura; no presentaba señal de heridas, ni de arma blanca ni de fuego. También resultaba imposible determinar las facciones del hombre. Su capote era mongol, pero el pantalón y la chaqueta indicaban que se trataba de un extranjero. No averiguamos cómo había hallado la muerte.

Nuestro mongol inclinó la cabeza con inquietud y dijo con voz de convencimiento:

– Es la venganza de Jagisstai. El jinete no rindió tributo al obo del Sur, y el demonio le ahogó a él y a su caballo.

Por fin quedaron a nuestra espalda los montes de Tarbagatai. Frente a nosotros se extendía el valle de Adair. Es una llanura estrecha y sinuosa, que sigue el lecho del río entre dos cadenas de montañas bastante próximas y que estaba cubierta de feraces praderas. El camino la dividía en dos partes. En toda ella veíanse postes telegráficos derribados, algunos cortados a distintas alturas, y gran cantidad de alambre tirado por el suelo o enredado entre las matas. La destrucción de la línea telegráfica de Irkutsk a Uliassutai era necesaria a la política china de agresión a Mongolia.

Pronto empezamos a encontrar grandes rebaños de carneros, buscando bajo la nieve la hierba seca, pero nutritiva. En algunos sitios los yaks y los bueyes pastaban en las ásperas pendientes de la montaña. Sin embargo, solo una vez vimos un pastor; los demás, al divisarnos, se refugiaban en las quebradas de los montes. Tampoco hallamos yurtas en nuestra marcha. Los mongoles habían escondido también sus movibles moradas en los repliegues de las montañas, al abrigo de la vista y de los vientos. Los nómadas saben elegir admirablemente sus cuarteles invernales. He visto con frecuencia en invierno las yurtas mongolas, y están situadas en lugares tan bien abrigados, que al venir de los llanos barridos por los vientos me parecía entrar en un invernadero. Una vez encontramos un gran rebaño de carneros; pero a medida que nos acercábamos la mayor parte se alejaba poco a poco, dejando una mitad en el sitio, mientras que la otra iba atravesando la llanura. Pronto, de aquel grupo se destacaron unos treinta o cuarenta animales que, trepando y saltando, escalaron los flancos de la montaña. Cogí los gemelos y me puse a observarlos. La parte de rebaño que se quedaba atrás se componía de sencillos carneros; el grupo importante que se había retirado a la llanura estaba formado por antílopes mongoles (gacela gutturosa), y el rebaño que trepó montaña arriba comprendía a los musmones de grandes cuernos (ovis orgali). Todos estos animales pacían al mismo tiempo que los carneros domésticos en la vega del Adair, atraídos por la buena hierba y el agua clara. En muchos trechos el río no estaba helado y vi densas nubes de vapor sobre la superficie del agua. Por entonces algunos antílopes y musmones empezaron a mirarnos.