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Estas gentes, atacadas de la peste y de la viruela negra, vinieron de lejos y no encontraron al Hutuktu en el monasterio, porque el santo lama había ido a visitar al Buda vivo de Urga, por lo cual se vieron obligados a acudir a los brujos. Los enfermos morían unos tras otros. La víspera habían abandonado en la llanura el cadáver numero veintisiete.

Mientras hablábamos, el brujo salio de una de las yurtas. Era un viejo que padecía en un ojo una catarata y cuyo rostro estaba señalado por las viruelas. Iba vestido de harapos y llevaba colgados de la cintura unos pingajos multicolores. Tenia un tambor y una flauta. Su boca desdentada, de lívidos labios, echaba espuma, y la idiotez se leía en su semblante. De repente se puso a dar vueltas, a bailar con toda clase de contorsiones de sus largas piernas, a hacer movimientos ondulosos con los brazos y los hombros y a golpear el tambor o tocar la flauta, lanzando gritos y acelerando sin cesar el ritmo, de suerte que al fin, amoratado, con los ojos inyectados en sangre, cayó sobre la nieve, donde continuó retorciéndose los miembros, profiriendo incoherentes aullidos. Así era como el brujo trataba los enfermos, asustando con su locura furiosa a los malos demonios portadores de enfermedades. Otro encantador daba a los pacientes agua salda y fangosa procedente, según supe más tarde, del baño de la misma persona del Buda vivo, que había lavado en él su cuerpo divino nacido de la flor sagrada del loto.

– Om! Om! – exclamaban sin tregua los dos hechiceros.

Mientras que estos magos exorcizaban a los demonios, los desgraciados enfermos quedaban abandonados a sí mismos. Yacían víctimas de terrible fiebre, bajo montones de pieles de chivos y mantas, delirantes, sacudidos por los espasmos. Junto a las hogueras, acurrucados los adultos y los niños todavía sanos, charlaban con indiferencia bebiendo té y fumando. En todas las yurtas vi enfermos y muertos, miseria y horrores imposibles de descubrir.

¡Oh gran Gengis Kan! ¡Tú que comprendiste con tan penetrante inteligencia toda la situación de Asia y Europa, que consagraste tu vida entera a glorificar el nombre de los mongoles! ¿Por qué no diste a tu pueblo la luz que le hubiera preservado de semejante muerte? Ha conservado su antigua moralidad, su secular honradez y sus costumbres pacificas, pero tus huesos, que los siglos acabarán por destruir en tu mausoleo de Karakorum, no le han protegido; tu pueblo está en vísperas de desaparecer, él, cuya pureza fue antaño respetada por la mitad del mundo civilizado.

En torno mía veía aquel campamento de moribundos, oía los lamentos, los gritos desgarradores de los hombres, de las mujeres y de los niños. Más allá aullaban lúgubremente los perros, mientras que proseguía monótono el redoblar del tambor del extenuado brujo.

¡Adelante! No podía soportar más aquel cúmulo de horrores que no tenia medios ni fuerzas para combatir. Pasamos rápidamente huyendo del paraje maldito, pero no conseguimos librarnos de la obsesión que nos hacia sentir detrás de nosotros, a nuestros alcances, los pasos de algún demonio movible obstinada en perseguirnos desde que fuimos testigos de aquellas espantosas escenas. ¡Los demonios de la enfermedad! ¡Recuerdos de la realidad terrorífica! ¡Almas de los sacrificados diariamente en Mongolia en el altar de las tinieblas! Un terror indescifrable se apoderó de nosotros sin que pudiésemos librarnos de él. Solamente cuando nos apartamos del camino, traspasamos una arbolada cresteria y llegamos a un anfiteatro de montañas desde el cual no era posible ver ni Jahantsi Kure, ni el dugun, ni la gusanera de moribundos, pudimos respirar libremente.

Pronto divisamos un gran lago. Era el Tingisol. Cerca de la orilla había una casa rusa: la estación telegráfica que comunica al Kosogol con Uliassutai.

CAPITULO VI

ENTRE ASESINOS

Al aproximarnos a la estación del telégrafo, encontramos a un joven rubio, llamado Kanine, que estaba encargado del puesto. Algo turbado nos ofreció hospitalidad para aquella noche. Al penetrar en la sala vimos que un hombre alto y delgado se levantaba de la mesa y se adelantaba con vacilación hacia nosotros sin dejar de examinarnos atentamente.

– Son viajeros… – explicó Kanine -. Van a Jatyl. Dormirán aquí.

– ¡Ah! – repuso el otro, con calma.

Mientras nos quitábamos los cinturones y nos desembarazábamos, no sin trabajo, de nuestros pesados capotes mongoles, el hombre alto dijo con animación unas palabras al telegrafista. Cuando me acerqué a la mesa para sentarme y descansar, le oí decir:

– Tendremos que aplazarlo.

Kanine se limitó a asentir con la cabeza.

Había varias personas más sentadas a la mesa: el ayudante de Kanine, un muchachote rubio de fisonomía pálida, que hablaba con volubilidad a tontas y a locas. Me pareció algo chiflado y su semilocura se manifestaba al instante estimulada con el ruido de la conversación, los gritos o algún alboroto de su interlocutor o al referir con voz maquinal y precipitada l oque sucedía en torno suyo. La mujer de Kanine, joven, extenuada, amarilla como la cera, se hallaba también allí, con los ojos extraviados y las facciones contraídas por el miedo. Cerca de ella estaban sus dos hijos y una muchacha de quince años, vestida de hombre y con el pelo cortado al rape. Hicimos conocimiento con todos. El desconocido de alta estatura se llamaba Gorokoff; era un colono ruso de Samgaltai y nos presentó a la muchacha de pelo corto como hermana suya. La mujer de Kanine nos miró con terror mal disimulado y permaneció silenciosa, descontenta indudablemente por nuestra presencia. Sin embargo, no podíamos ir a ninguna otra parte y empezábamos a tomar el té y a comer las provisiones frías que llevábamos.

Kanine nos contó que después de la destrucción de la línea telegráfica su familia había sufrido grandes privaciones. Los bolcheviques de Irkutsk no le enviaban su paga y tuvo que buscárselas para vivir. Vendía forraje a los colonos rusos, transmitía despachos privados y transportaba mercancías de Jatyl a Uliassutai, y Samgaltai, traficando en ganado, yendo de caza y acudiendo a otros expedientes para no morir de hambre. Gorokoff nos anunció que sus asuntos le obligaron a dirigirse a Jatyl y que su hermana y él tendrían el gusto de unirse a nuestra caravana. Tenía un aspecto desabrido y antipático, y sus ojos, sin color, evitaban siempre mirar a los de la persona a quien hablaba. Durante la conversaron, preguntamos a Kanine si había colonos rusos por los alrededores y respondió con el ceño fruncido y evidente desagrado:

– Hay un viejo ricacho, Bobroff, que habita a una versta de aquí, pero no os aconsejo que le visitéis, porque es un avaro repulsivo, incapaz de hacer un favor a nadie.

Mientras que su marido se expresaba así, la mujer de Kanine bajó la vista y sus hombros se contrajeron, como si sintiese un escalofrío. Gorokoff y su hermana continuaron fumando con visible indiferencia. Observé todo esto igual que el tono hostil de Kanine, la turbación de su mujer y la fingida despreocupación de Gorokoff, y decidí ir a ver al viejo colono de quien Kanine hacia tan malas ausencias. En Uliassutai conocí a dos hombres llamados Bobroff. Dije a Kanine que me habían dado una carta para entregarla en propia mano a Bobroff, y después de beber mi té, me puse el capote y salí.

La casa de Bobroff se alzaba en una depresión del terreno; estaba rodeada de una alta cerca sobre la cual se podían ver los tejados, de poca altura. Una luz brillaba en una ventana. Llamé a la puerta. Me respondieron unos furiosos ladridos. Por la rendija de la valla distinguí cuatro enormes perros mongoles, negros, que enseñando los dientes y gruñendo se abalanzaban contra la puerta. En el interior del patio alguien abrió una puerta y preguntó:

– ¿Quién es?

Contesté que era un viajero procedente de Uliassutai. Ataron a los perros y fui recibido por un hombre que me miró atentamente, con aire inquisitorial, de pies a cabeza. De un bolsillo le asomaba la empuñadura de una pistola. Satisfecho de su inspección y enterado de que yo conocía a sus parientes, me presentó a su mujer, una señora anciana de porte digno, y a una preciosa niña, de cinco años, su hija adoptiva. La había encontrado en la estepa al lado del cadáver de su madre, muerta de agotamiento al intentar huir de los bolcheviques de Siberia.