Bobroff me dijo que el destacamento ruso de Kazagrandi había conseguido expulsar a las tropas rojas de Kosogol y que, por tanto, podríamos continuar camino a Jatyl sin peligro.
– ¿Por qué no habéis venido a mi casa en lugar de ir a la de esos bandidos? – me preguntó el viejo.
Le pedí varios informes y me los proporcionó cumplidamente. Supe que Kanine era un agente bolchevique del Soviet de Irkutsk, y que su estancia en el país tenia por objeto espiar los manejos de los refugiados blancos. Sin embargo, por entonces era inofensivo, por el hecho de estar interceptado el camino de Irkutsk. No obstante, un comisario muy influyente acababa de llegar de Bissk (región de Altai).
– ¿Gorokoff? – le interrogué.
– Así se hace llamar – respondió el anciano -; pero yo soy de Bissk y él también, de modo que nos conocemos perfectamente. Su verdadero nombre es Puzikoff, y la muchacha de pelo corto que va con él es su querida. Es comisario de la checa, y ella sirve a sus órdenes como agente. En el mes de agosto último estos dos facinerosos mataron a tiros de revólver a setenta oficiales del ejercito de Koltchak, prisioneros y atados de pies y manos. Son unos cobardes asesinos. Quisieron hospedarse en mi casa, pero yo les conozco demasiado bien y me negué a recibirlos.
– ¿Y no tenéis miedo de ellos? – le pregunté, recordando las palabras y los guiños de aquellos hombres cuando estaban sentados a la mesa.
– ¡No! – respondió Bobroff -. Sé defenderme y defender a mi familia, y tengo también un protector, mi hijo, el mejor tirador, el mejor jinete y el mejor combatiente de toda Mongolia. Siento mucho que no lo podáis conocer; pero ha ido a ver los rebaños y no volverá hasta mañana por la tarde.
Nos despedimos muy afectuosamente, y prometí parar en su casa a nuestro regreso.
– ¿Y qué? ¿Qué historias os ha contado Bobroff respecto a nosotros? – me preguntaron Kanine y Gorokoff cuando me vieron entrar en la estación.
– Ninguna – contesté -, pues casi no me ha dirigido la palabra en cuanto supo que me hospedaba en esta casa. ¿Por qué os aborrecéis hasta ese extremo? – pregunté, aparentando el más completo asombro.
– Ya es cosa vieja – dijo Gorokoff, con tono áspero.
– Ese Bobroff es un bribón – añadió Kanine al unísono, mientras que los ojos aterrorizados y tristes de su mujer demostraban un horrible espanto, como si a cada momento esperase un golpe mortal.
Gorokoff empezó a hacer sus preparativos para partir al día siguiente con nosotros. Armamos nuestras camas de campaña en un cuarto contiguo y nos dormimos. En voz baja previne a mi amigo que pusiese su revólver a mano, por lo que pudiera ocurrir, y él, sonriendo, se contentó con sacar un revólver y un hacha del capote para meterlos debajo de la almohada.
– Esos hombres me han parecido sospechoso desde el primer instante – murmuró -. Están en plan de preparar alguna infamia. Mañana he de ir detrás de ese Gorokoff, y tendré dispuesta para él una de mis más fieles balas dum-dum.
Los mongoles pasaron la noche debajo de la tienda, en el patio, al lado de sus camellos, deseando estar cerca de ellos para parles de comer. Partimos a eso de las siete. Mi amigo se colocó a retaguardia, siempre detrás de Gorokoff, que con su mujer, ambos armados de pies a cabeza, montaban magníficos caballos.
– ¿Cómo pudisteis mantener vuestros caballos en tan buen estado después de salir de Samgaltai? – le pregunté admirado de sus cabalgaduras.
Me respondió que los caballos pertenecían a Kanine, y me di cuenta de que este no era tan pobre como aparentaba serlo, porque cualquier opulento mongol le hubiera entregado a cambio de uno de aquellos soberbios animales los carneros necesarios para proveer de chuletas y piernas a toda su familia durante un año entero.
Llegamos pronto a un extenso pantano, rodeado de espesos matorrales, y me sorprendió ver centenares de Kuropatkas o perdices blancas. Sobre el agua voló un bando de patos asustados por nuestra aproximación. ¡Patos silvestres en invierno y con aquel frío y aquella nieve! El mongol me explicó la causa:
– Este pantano está siempre a una buena temperatura bastante elevada y no se hiela nunca. Los patos silvestres viven en él todo el año y los kuropatkas también, porque encuentran qué comer en la tierra blanda y templada.
Mientras que hablaba con el mongol observé encima del pantano una lengua de fuego de un amarillo rojizo. Se encendía y desaparecía en seguida; más tarde, el otro lado, brotaron dos nuevas llamas. Eran verdaderos fuegos fatuos, envueltos en tantas leyendas y que la química explica ahora sencillamente como una combustión espontánea del metano o gas de las marismas, producida por la putrefacción de las materias vegetales en la tierra húmeda y caliente.
– Aquí habitan los demonios del Adair, que están en continua lucha con los del Muren – manifestó el mongol.
“En verdad – pensé yo – que si en la Europa prosaica de nuestros días la gente de los pueblos cree que en estas llamas hay algo de brujería, no es de extrañar que en este país de misterios las consideren como demonios de dos ríos vecinos.”
Después de atravesar el pantano distinguimos frente a nosotros, a lo lejos, un gran monasterio. Aunque estaba apartado un kilómetro de la ruta que seguíamos, los Gorokoff nos dijeron que iban a ir a él para hacer algunas compras en los bazares chinos. Se alejaron rápidamente, prometiendo no tardar en alcanzarnos; pero no les vimos más por algún tiempo.
Desaparecieron sin dejar rastro, y cuando les volvimos a encontrar en nuestro camino, más tarde, fue en circunstancias que resultaron fatales para ellos. Por nuestra parte nos alegramos mucho de que nos hubieran dejado tan pronto, y en cuanto se fueron participé a mi camarada los informes que acerca de ellos me había dado Bobroff el día antes.
CAPITULO VII
A tarde siguiente llegamos a Jatyl, pequeña colonia rusa formada por diez casas espaciadas en el valle del Eingol o Yaga, que recibe sus aguas del Kosogol, a un kilómetro arriba del pueblo. El Kosogol es un enorme lago alpino, frío y profundo, de ciento treinta y cinco kilómetros de largo y de dieciséis a cuarenta y cinco de ancho. En la orilla occidental habitan los soyotos de los Darjat, que le llaman Hubsugul, el nombre Kosogol es mongol. Estos dos pueblos le consideran como un lago sagrado y terrible. Fácil es comprender el motivo de ello: el lago está situado en una región de actividad volcánica; en verano, los días soleados y tranquilos, las aguas se levantan en formidables olas peligrosas no solo para las barcas de los pescadores del país, sino también para los grandes vapores rusos que transportan viajeros de una orilla a otra. En invierno la costra de hielo se rompe a veces de extremo a extremo y salen densas nubes de vapor. Es indudable que el fondo del lago está agujereado de modo esporádico por manantiales de agua caliente o quizá por corrientes de lava. La existencia de estas convulsiones subterráneas está demostrada, además, por la masa de peces muertos que a veces tapa, en sitios menos profundos, el río donde se vierten las aguas del lago. El lago Kosogol es extraordinariamente rico en pesca, sobre todo en variedades de truchas y salmones. Es famoso, principalmente, por su maravilloso pez blanco, que se expendía antes a toda Siberia e incluso a Manchuria, hasta Mukden. La carne es gorda y sumamente tierna. Produce también exquisito caviar. Hay en el lago otra variedad, el jayrus blanco, especie de trucha que en la época de la emigración, contra la costumbre de la mayoría de los peces, desciende la corriente hasta el Yaga y llena a veces el río de orilla a orilla, viéndose la superficie del agua cuajada de millares de lomos plateados de peces. Sin embargo, no se pesca, porque está infestada de gusanos y no sirve para la alimentación. Los mismos gatos y perros se niegan a tocarla. Este interesante fenómeno era estudiado por el profesor Dorogostaisky, de la Universidad de Irkutsk, cuando la llegada de los bolcheviques interrumpió sus trabajos.