En Jatyl reinaba el pánico. El destacamento ruso del coronel Kazagrandi, después de derrotar a los rojos en dos combates y de iniciar con éxito su marcha contra Irkutsk, quedó de repente reducido a la impotencia y dividido en varios fragmentos por las discordias interiores entre los oficiales. Los bolcheviques se aprovecharon de la situación, reforzaron sus tropas y con un millar de hombres emprendieron un movimiento ofensivo a fin de reconquistar lo que habían perdido, mientras que los restos del destacamento Kazagrandi se batían en retirada sobre Jatyl, donde su jefe estaba resuelto a poner a los rojos una resistencia desesperada. Los habitantes cargaban en carros sus ajuares y sus familias huían de la población, dejando los ganados a quienes quisieran cogerlos. Un grupo tenia el proyecto de esconderse a alguna distancia en un frondoso bosque y en los barrancos, mientras que otro se dirigía a Muren Kure y Uliassutai. Al día siguiente de nuestra llegada, el gobernador mongol tuvo la noticia de que los rojos habían rebasado el flanco de la columna Kazagrandi y que se acercaban a Jatyl. El gobernador cargó todos sus documentos y sus criados en once camellos y abandonó su yamen. Nuestros guías mongoles, sin avisarnos, se escaparon con él y se nos llevaron todos los camellos. Nuestra situación no podía se más grave. Nos apresuramos a visitar a los colonos que aún no se habían ido, a fin de comprarles camellos; pero, en previsión de trastornos, los tenían hacia ya tiempo lejos de allí, en poder de mongoles leales, y no pudieron servirnos. Nos dirigimos entonces al doctor V. G. Gay, veterinario, célebre en toda la Manchuria por su lucha contra las plagas del ganado. Vivía con su familia, obligado a renunciar a su cargo oficial se dedicaba a la ganadería. Muy inteligente y enérgico, fue designado bajo el régimen zarista para comprar en Mongolia las provisiones de carne necesarias al ejército ruso en el frente alemán. Organizó la empresa en Mongolia, y cuando los bolcheviques se apoderaron del Poder continuó asegurando su abastecimiento. En mayo de 1918, cuando el ejército de Kolchak expulsó a los bolcheviques de Siberia, fue detenido y encarcelado. Libertado en seguida porque se le consideraba el único hombre capaz de organizar el servicio de abastecimiento en Mongolia, suministró al almirante Kolchak todas las provisiones de carne y le facilitó todo el dinero que con anterioridad había recibido de los comisarios soviéticos. En aquella época, Gay fue director del abastecimiento de la columna de Kazagrandi.
Cuando le vimos nos aconsejó que tomásemos en seguida lo que le quedaba, o sea, unos miserables caballejos debilitados, que podrían llevarnos a Muren Kure, a ochenta y dos kilómetros de Jatyl, donde encontraríamos camellos para volver a Uliassutai. Pero como estos caballos estaban a alguna distancia de la población, tuvimos que pasar en ella la noche, que era precisamente la que se esperaba la llegada de los rojos. Nos sorprendió sobre manera que Gay aguardase con su familia, sin demostrar preocupación, la próxima entrada del enemigo.
Las demás personas que permanecían en el pueblo eran unos cuantos cosacos que tenían orden de quedarse atrás para vigilar los movimientos de los rojos. Se hizo de noche. Mi compañero y yo nos dispusimos a luchar y si era preciso a matarnos con nuestras propias manos antes que caer en poder de los bolcheviques.
Pernoctamos en una casita, junto al Yaga, habitada por algunos obreros que no quisieron huir o que no lo creyeron necesario. Fueron a apostarse sobre una colina desde la que podían observar toda la región hasta la sierra por la que debía aparecer el destacamento rojo. De aquella atalaya, en pleno bosque, vino corriendo uno de los obreros para decirnos:
– ¡Ay, ay de nosotros! Los rojos han llegado. Un jinete ha pasado a galope por la senda del bosque. Le llamé y no me contestó. Aunque estaba oscuro, he visto que el caballo no es de aquí.
– No digas desatinos – interrumpió un obrero -. Ese jinete era un mongol y le has tomado por un rojo.
– No, no era un mongol – replicó el vigía -. Su caballo tenía herraduras. He oído el ruido de ellas sobre el camino. Estamos perdidos.
– ¡Esta vez – dijo mi camarada – no creo que escapemos! ¡Y es estúpido acabar así!
Tenía razón. En aquel mismo instante llamaron a la puerta. Era un mongol que nos traía tres caballos para que huyésemos. Los ensillamos en seguida, cargamos en el tercero nuestra tienda y las provisiones, y partimos sin demora para despedirnos de Gay.
En su casa se celebraba una especie de consejo de guerra. Dos o tres colonos y algunos cosacos habían venido a galope de la montaña para anunciar que el destacamento rojo se acercaba a Jatyl, pero pasaría la noche en el bosque, donde los soldados vivaqueaban ya alrededor de las hogueras. En efecto, por las ventanas pudimos ver el resplandor de aquellas hogueras.
Nos pareció extraño que el enemigo esperase a la mañana estando tan cerca del lugar que quería ocupar.
Un cosaco armado perpetró en la sala y manifestó que dos hombres, sin duda pertenecientes al destacamento, se acercaban. Todos en la sala prestamos atención. De fuera nos llegó el ruido de pisadas de caballos y voces humanas. Luego golpearon la puerta.
– ¡Adelante! – dijo Gay.
Entraron dos hombres. El frío había blanqueado sus barbas y bigotes y azulado sus mejillas. Iban vestidos con capotes siberianos y gorros de astracán, pero no tenían armas. Se los interrogó. Supimos que pertenecían a una partida de labradores blancos de los distritos de Irkutsk, y a la sazón intentaban incorporarse a Kazagrandi. El jefe de la partida era un socialista, el capitán Vassilieff, perseguido en tiempo del Zar por sus opiniones.
Aunque nuestras inquietudes carecían ya de fundamento, decidimos salir inmediatamente para Muren Kure, puesto que sabíamos cuanto nos interesaba, y deseábamos dar cuenta de nuestras averiguaciones. Partimos. En el camino alcanzamos a tres cosacos que iban a detener el éxodo hacia el Sur de los amedrentados colonos. Viajamos reunidos. Desmontamos, y sobre el hielo llevamos a los caballos de las bridas. El Yaga estaba furioso. Las fuerzas subterráneas producían en el agua grandes olas, que, levantando la superficie sólida con estrépito, proyectaban en el aire pesados bloques de hielo, partiéndolos en trocitos para devorarlos bajo la corteza que quedaba intacta bajo las aguas. Unas rajas sinuosas atravesaban la superficie del río en todas direcciones. Uno de los cosacos cayó en una de aquellas quiebras, y apenas tuvimos tiempo de salvarle. Enfermo por el remojón hubo de volver a Jatyl. Nuestros caballos resbalaban y caían con frecuencia.
Los hombres y los animales sentían que sobre ellos se cernía la presencia de la muerte amenazadora. Por fin ganamos la otra orilla y proseguimos nuestro viaje hacia el Sur sin salirnos del valle, contentos de haber dejado atrás los volcanes naturales y sociales. Dieciséis kilómetros más lejos hallamos el primer grupo de fugitivos. Habían levantado una gran tienda y encendido fuego. Cerca de allí existía un gran bazar chino, pero los mercaderes no consintieron en dejar entrar a los colonos en sus vastos edificios, aunque entre ellos abundaban las mujeres, los niños y los enfermos.
Nos detuvimos una media hora. Marchábamos cómodamente, excepto en varios sitios donde se hacinaba la nieve. Atravesamos la alta sierra que separaba del Muren la cuenca del Egingol. Cerca de la cima nos sucedió una imprevista aventura. Cruzábamos la desembocadura de un extenso valle cuyo extremo superior estaba cubierto por un frondoso bosque. En la linde de él divisamos dos jinetes, que indudablemente nos acechaban. Su modo de detenerse en la silla y el aspecto de sus caballos nos reveló que no eran mongoles. Les llamamos haciéndoles señas con las manos y no nos contestaron. Del bosque salió un tercer jinete, que se paró para mirarnos. Galopamos en su dirección. Cuando estábamos a unos mil metros de ellos, echaron pie a tierra y rompieron el fuego contra nosotros. Por fortuna, como íbamos separados uno del otro, no les ofrecimos blanco fácil. Saltamos a tierra, nos aplastamos contra el suelo y nos preparamos a combatir. Sin embargo, no quisimos disparar, pensando que se trataba por su parte de algún error y que nos habían tomado por rojos. No tardaron en alejarse. Como sus armas eran europeas, no cabía duda de que ellos no eran naturales del país. Esperamos a que hubiesen desaparecido entre la espesura para ir a examinar sus huellas: sus caballos tenían herraduras, nueva prueba de que aquellos hombres no eran mongoles. ¿Quiénes podían ser? No lo supimos nunca, y, sin embargo, ¡qué importancia hubiera podido tener para nosotros si sus balas llegan a dar en el blanco!