Las aves volaban de árbol en árbol perezosamente; las liebres descendían con suavidad a lo largo de los cauces de los torrentes estivales. Al atardecer, el viento comenzaba a gemir y silbar, doblando las copas de los árboles por encima de nuestras cabezas, mientras que a ras de tierra todo permanecía tranquilo y silencioso. Hicimos un alto en un barranco profundo, bordeado de corpulentos árboles, y habiendo encontrado en él abetos derribados, los cortamos en leños para encender fuego, y después de haber preparado el té, pudimos comer.
Iván trajo dos troncos de árboles, los escuadró por un lado con su hacha, los colocó uno sobre otro juntando cara a cara los lados escuadrados, y luego socavó en los extremos un boquete que los separó unos nueve o diez centímetros. Entonces colocamos unos carbones ardiendo en aquella hendidura, y contemplamos el fuego correr rápidamente a todo lo largo de los troncos escuadrados puestos cara a cara.
– Ahora tendremos fuego hasta mañana por la mañana – me dijo -. Es la naida de los buscadores de oro; cuando vagamos por los bosques, verano e invierno, nos acostamos siempre junto a la naida. ¡Es maravilloso! No tardaréis en apreciarlo personalmente – continuó.
Cortó dos ramas de abeto y formó un tejadizo inclinado, haciéndolo descender en dos montantes, en dirección a la naida.
Por encima de nuestro tejado de ramaje y de nuestra naida se extendían las ramas del abeto protector. Trajimos más hojarasca, que esparcimos sobre la nieve y sobre el tejado; pusimos las mantas de las monturas en el suelo, y así hicimos un asiento en que Iván pudo instalarse. Luego se desnudó de medio cuerpo para arriba, y entonces noté que tenía la frente húmeda del sudor, el cual se enjugó, así como el cuello, con las mangas de su blusa.
– ¡Ahora sí que estamos calientes! – exclamó.
Poco tiempo después me vi obligado a quitarme el abrigo y no tardé en tenderme para dormir, sin ninguna manta, mientras que más allá de las ramas de los abetos y fuera de la naida reinaba un frío cortante, del que estábamos confortablemente protegidos. Desde aquella noche no he vuelto a tener miedo al frío. Helado durante el día, a caballo, la naida me caldea gratamente de noche, permitiéndome descansar sin la pesada manta, a cuerpo y con una ligera blusa, bajo la techumbre de los pinos y los abetos, luego de haber bebido una taza de té siempre bien venida.
Durante nuestras etapas cotidianas, Iván me contó historias de sus viajes entre las montañas y los bosques de Transbaikalia en busca de oro. Estas historias estaban llenas de vida, de aventuras atractivas, de peligros y luchas. Iván era el tipo clásico de esos buscadores de oro que han descubierto en Rusia, y quizá en los demás países, los más ricos yacimientos del preciado metal, sin lograr salir ellos de la miseria. Eludió decirme por qué había dejado la Transbaikalia para venir a Yenisei. Comprendí, por su proceder, que deseaba guardar el secreto, y respeté su reserva. Sin embargo, el velo misterioso que cubría esa parte de su vida se rasgó un día por casualidad. Nos hallábamos ya en el sitio que nos habíamos designado como meta de nuestro viaje. Toda la jornada la hicimos con mucha dificultad a través de espesos matorrales de sauces, dirigiéndonos hacia la orilla del gran afluente de la derecha del Yenisei, el Mana. Por doquier veíamos senderos removidos por las patas de las liebres que viven en aquella maleza. Estos pequeños habitantes blancos de los montes corrían sin desconfianza de aquí para allá delante de nosotros. En otra ocasión vimos la cola roja de un zorro, que nos acechaba, oculto detrás de una roca.
Iván caminaba silenciosamente. Por fin habló, y me dijo que a poca distancia de allí estaba un pequeño afluente del Mana, y que en la confluencia de ambos había una cabaña.
– ¿Qué os parece? ¿Llegaremos hasta ella o pasaremos la noche junto a la naida?
Le aconsejé que fuésemos a la choza, pues deseaba lavarme y, además, porque tenía ganas de pasar la noche debajo de un verdadero techo. Iván frunció el ceño, pero aceptó.
Caía la noche cuando nos acercamos a una cabaña rodeada de un espeso monte y de frambuesos silvestres. Solo constaba de una reducida habitación con dos ventanas microscópicas y una enorme estufa rusa. Adosadas a la pared se encontraban las ruinas de un cobertizo y una despensa. Encendimos la estufa y preparamos nuestra modesta cena. Iván bebió de la cantimplora que había heredados de los soldados, y no tardó en sentirse elocuente; le brillaron los ojos y empezó a pasarse las manos por su larga cabellera. Comenzó a referirme la historia de una de sus aventuras; pero de improviso se detuvo, y con el terror pintado en los ojos se volvió hacia uno de los sombríos rincones.
– ¿Es una rata? – preguntó.
– No he visto nada – respondí.
Calló de nuevo, reflexionando, fruncido el entrecejo. Como entre nosotros era frecuente estar callados horas enteras, no me sorprendió su mutismo. Mas me asombró que Iván se aproximase a mi principiando a murmurar:
– Quiero contaros una historia antigua. Yo tuve un amigo en Transbaikalia. Era un presidiario desterrado. Se llamaba Gavronsky. Por toda clase de bosques y montañas anduvimos juntos en busca de oro, y teníamos los dos convenido repartirnos por igual todas las ganancias; pero Gavronsky partió de repente para la taiga hasta el Yenisei y desapareció. Cinco años después supimos que había descubierto una rica mina de oro y que se había hecho millonario, y luego más tarde, que él y su mujer habían sido asesinados…
Iván permaneció silencioso un instante y prosiguió:
– Esta es su antigua cabaña. Aquí vivía con su mujer, y por aquí, en alguna parte de este río, encontraba el oro. Pero a nadie le dijo el sitio. Todos los habitantes de los alrededores sabían que poseía mucho dinero en el Banco y que había vendido oro al Gobierno. Aquí los mataron.
Iván se adelantó a la estufa, sacó un tizón ardiendo e inclinándose iluminó una mancha en el suelo.
– ¿Veis estas manchas entre el suelo y la pared? Son las de su sangre, la sangre de Gavronsky. Murieron, pero no revelaron el sitio donde se halla el oro. Lo extraían de un profundo agujero que habían cavado a la orilla del río y que estaba oculto en la cueva bajo el cobertizo. Nada quisieron decir… ¡Dios, cómo los torturé! Los abracé, les retorcí los dedos, les arranqué los ojos: inútil todo; Gavronsky murió sin descubrir su secreto.
Meditó un minuto y en seguida me dijo muy deprisa:
– Todo esto me lo han contado los campesinos.
Tiró el tizón al fuego y se tumbó en el banco.
– Es hora de dormir – exclamó secamente -. Hasta mañana.
Largo rato le escuché respirar y murmurar en voz baja, mientras que se volvía y revolvía de un lado a otro fumando su pipa.
A la mañana siguiente abandonamos aquel paraje de crímenes y sufrimientos, y el séptimo día de nuestro viaje alcanzamos el cerrado bosque de cedros que cubre las primeras estribaciones de una larga cadena de montañas.
– Aquí – me explicó Iván – estamos a ochenta verstas del grupo de casas más próximo. La gente viene a estos bosques para recoger nueces de cedro, pero solo por el otoño. Antes de esta estación no encontraréis a nadie. Sí, dispondréis de muchas aves y otros animales, y de nueces en abundancia; de modo que os será posible vivir aquí con cierto bienestar.
¿Veis este río? Cuando queráis volver al mundo habitado, seguidle y a él os conducirá.
Iván me ayudó a construir una choza de adobe; pero en realidad era algo más que esto, pues estaba construida por las raíces de un gran cedro arrancado de la tierra, derribado probablemente por un furioso vendaval. Estas raíces hacían un ancho hueco que me servía de pieza principal, cercada por un lado con un paredón de tierra, consolidados por las raíces desgajadas del abatido tronco.