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Después de atravesar la línea divisoria de las aguas, encontramos al colono ruso D. A. Teternikoff, de Muren Kure, quien nos invitó a detenernos en su casa, y prometió proporcionarnos camellos que pediría a los lamas.

El frío era intenso y lo hacia más penetrante aún el viento glacial. Durante el día se nos helaban los huesos, pero por la noche nos calentábamos deliciosamente al amor de la estufa de nuestra tienda.

Dos días más tarde entramos en el valle del Muren, y a lo lejos divisamos el edificio cuadrado de Kure, con sus tejados chinos y sus grandes templos rojos. A su amparo se hallaba una segunda construcción, la colonia rusochina. Dos horas de marcha nos condujeron a la morada de nuestro hospitalario compañero y de su amable esposa, quienes nos obsequiaron con una cena maravillosa y de sabrosos platos. Pasamos unos días en Muren esperando tener camellos. Durante este tiempo llegaron a Jatyl numerosos fugitivos porque el coronel Kazagrandi se replegaba poco a poco sobre la población. Entre otros, había dos coroneles, Plavako y Maklakoff, causantes de la disgregación de las fuerzas de Kazagrandi. Los fugitivos, apenas llegados a Muren Kure, recibieron aviso de los funcionarios mongoles de que, por orden de las autoridades chinas, debían ser expulsados todos los refugiados rusos.

– ¿Y adónde iremos en pleno invierno con nuestras mujeres y nuestros hijos, si hemos perdido cuanto teníamos? – preguntaron los infelices desterrados.

– Eso no nos importa – respondieron los funcionarios mongoles -. Las autoridades chinas están furiosas y nos han ordenado expulsarlos. En nada podemos favoreceros.

Los fugitivos tuvieron que salir de Muren Kure y armaron sus tiendas en campo raso, no lejos de allí. Plavako y Maklakoff compraron caballos y se encaminaron a Van Kure. Mucho después supimos que los dos fueron muertos por los chino en el camino.

Conseguimos obtener tres caballos y partimos con un grupo importante de mercaderes chinos y de emigrantes rusos para volver a Uliassutai, conservando un grato recuerdo de nuestros amables protectores T. V. y A. D. Teternikoff. Los camellos nos costaron un buen precio; en efecto, el dinero en plata que nos proporcionó una casa americana de Uliassutai: tuvimos que dar treinta y un lan, es decir, un peso en plata de dos libras y media.

CAPITULO VIII

CASTIGO SANGRIENTO

Pronto llegamos al camino que habíamos seguido para ir al Norte y volvimos a ver las filas habituales de postes telegráficos derribados que antes nos sirvieron de combustible. Alcanzamos las colonias arboladas del norte del valle de Tisingol cuando empezaba a anochecer.

Decidimos detenernos en casa de Bobroff, y nuestros compañeros prefirieron pedir hospitalidad a Kanine en la estación de telégrafo. A la puerta de esta estaba de centinela un soldado armado con un fusil. Quien nos interrogó, preguntándonos quiénes éramos y de dónde veníamos, y satisfecho sin duda con nuestras explicaciones, avisó con un silbido a un joven oficial que salio de la casa.

– Teniente Ivanoff – dijo este, presentándose -. Estoy aquí con mi destacamento de partidarios blancos.

Había llegado de las cercanías de Irkutsk con diez hombres, poniéndose a las ordenes del teniente coronel Michailoff, de Uliassutai, quien le encargó que se apoderase de aquel puesto.

Le expliqué que quería hospedarme con los Bobroff, y al oírlo hizo un gesto de pena, diciendo:

– ¡Imposible! Los Bobroff han sido asesinados y su casa está medio destruida.

No pude contener un grito de horror.

El teniente continuó:

– Kanine y los Puzikoff les mataron, saquearon su casa y luego les prendieron fuego con los cadáveres dentro. ¿Queréis verlo?

Mi camarada y yo acompañamos al teniente a la casa destruida. Los montantes carbonizados, se levantaban en medio de las vigas y las tablas ennegrecidas por el fuego, y por todas partes había esparcidas piezas de vajilla y de batería de cocina. En un lado, debajo de una sábana, descansaban los cuerpos de los cuatro infortunados. El teniente me dio algunas explicaciones.

– He expuesto el caso a Uliassutai y me han manifestado que los parientes van a venir con dos oficiales para hacer un atestado. Por eso no he enterrado los cadáveres.

– Pero ¿cómo ha sucedido? -pregunté, con el corazón oprimido por el triste espectáculo.

He aquí el relato del oficiaclass="underline"

– Me acercaba de noche al Tisingol con mis diez soldados. Temiendo la presencia de los rojos, nos aproximamos cautamente a la estación y miramos por las ventanas. Vimos a Puzikoff y a la muchacha del pelo corto examinando y repartiendo ropas y objetos diversos y pesando lingotes de plata. Al principio no di importancia a la escena; pero comprendiendo que era preciso obrar con precaución, ordené a uno de mis soldados que saltase la cerca y abierta la puerta nos precipitamos al patio. La primera que salió corriendo fue la mujer de Kanine, que levantó las manos gritando horrorizada: “Ya sabia yo que nos sucedería después de eso alguna desgracia”. Perdió el sentido. Uno de los hombres se escapó por la puerta lateral hasta un cobertizo del patio e intentó escalar la empalizada. Yo no le había visto, pero uno de mis soldados se apoderó de él. Kanine nos recibió en la sala; estaba lívido y tembloroso. Adiviné que algo grave acababa de pasar y le prendí inmediatamente. A mis preguntas solo contestaban con el silencio, salvo la señora Kanine, que, de rodillas y con las manos tendidas, suplicaba: “¡piedad, piedad para mis hijos; son inocentes!”.

La muchacha de pelo corto nos miraba con aire desvergonzado y burlón, echándome a la cara el humo de su cigarrillo. Tuve que amenazarla.

– Sé que habéis cometido un crimen – les dije -, pero no queréis confesarlo. Si continuáis callando, fusilaré a los hombres y llevaré a las mujeres atadas codo con codo a Uliassutai para que sean juzgadas.

Hablé con voz firme y decidida, porque me habían puesto fuera de mí. Entonces, la muchacha del pelo corto exclamó, produciéndome verdadero asombro:

– Voy a contarlo todo.

Mandé que trajesen tinta, papel y pluma. Mis soldados sirvieron de testigos y me dispuse a redactar el atestado consignando la confesión de la mujer de Puzikoff. Oíd lo que me dijo:

– Mi marido y yo somos comisarios bolcheviques y estamos aquí para averiguar el número de oficiales blancos refugiados en Mongolia. Pero el viejo Bobroff nos conocía. Quisimos irnos. Kanine nos detuvo, diciéndonos que Bobroff era rico y que tenia pensado asesinarle y saquear su finca. Consentimos en ayudarle. Citamos al joven Bobroff invitándole a venir a jugar a las cartas con nosotros. Cuando volvía a su granja, mi marido le siguió y le mató. Luego fuimos todos a casa de Bobroff. Yo salté la cerca y eché carne envenenada a los perros, que murieron a los pocos minutos. Entonces todos penetramos en la posesión. La primera persona que salió fue la mujer de Bobroff. Puzikoff, oculto detrás de una puerta la mató a hachazos. Al viejo le aplastamos la cabeza mientras dormía. La pequeñuela acudió a la alcoba al oír el ruido y Kanine la mató de un balazo en la frente. En seguida saqueamos la casa y le prendimos fuego, destruyendo incluso los caballos y el ganado. Todo hubiera ardido sin dejar rastro, pero llegasteis de improviso y esos imbéciles nos vendieron.