– Fue espantoso – continuó diciendo el teniente, cuando volvíamos a la estación -. Yo estaba horrorizado oyendo el relato de aquella criatura que con tanta calma me refería el crimen. Era casi una niña. Entonces comprendí a qué grado de depravación llevaría al mundo el bolchevismo extinguiendo la fe, el temor de Dios y la conciencia, como asimismo la necesidad de que todas las personas honradas luchen implacablemente contra ese peligroso enemigo de la Humanidad, mientras le quede el menor soplo de vida.
Al regresar observé a un lado del camino un bulto negro que atrajo mi atención.
– ¿Qué es eso? – pregunté.
– Es el asesino Puzikoff, a quien maté de un tiro de revolver – respondió el teniente -. Hubiera, además, matado a Kanine, pero me inspiraron lástima su mujer y sus hijos, y en cuanto a la querida de Puzikoff, yo no sé todavía matar mujeres por malas que sean. Voy a enviarlos a Uliassutai, bajo la vigilancia de mis soldados, y haréis el viaje en su compañía. Allí sufrirán la pena que merecen, pues seguramente los mongoles que los juzguen los condenarán a muerte.
Tales fueron los acontecimientos acaecidos en Tisingol, en cuyas riberas revoloteaban los fuegos fatuos sobre las charcas pantanosas y cerca del cual pasaba una fisura de trescientos kilómetros de largo que el último temblor de tierra abrió en el suelo.
¿No habrán salido de ese abismo Los Puzikoff, los Kanine y los demás espíritus infernales que han venido a poblar el mundo de crímenes y horrores? Uno de los soldados del teniente Ivanoff, mozo pálido, muy devoto, los llamaba los secuaces de Satán.
Nuestro regreso a Uliassutai, en unión de aquellos criminales, fue bastante desagradable. Mi camarada y yo habíamos perdido nuestra acostumbrada energía. Kanine estaba sumido en sus pensamientos, y la muchacha desvergonzada reía, fumaba y bromeaba con los soldados o con algunos de nuestros compañeros. Por fin atravesamos el Jagisstai, y unas horas después divisamos primero la fortaleza y luego las casas bajas de adobe, agrupadas en la llanura: era Uliassutai.
CAPITULO IX
Una vez más nos vimos arrastrados en el torbellino de los acontecimientos. Durante los quince días de nuestra ausencia habían pasado muchas cosas. El comisario chino Wang-Tsao-Tsun enviaba mensajeros y mensajeros, hasta once, a Urga, y ninguno de ellos volvía. La situación en Mongolia distaba mucho de ser clara. El destacamento ruso aumentaba sin cesar con la llegada de nuevos colonos y continuaba secretamente su existencia ilegal, aunque los chinos lo sabían de sobra por su omnipotente organización de espionaje. En la ciudad, ninguno de los súbditos, rusos o extranjeros, salía de su casa; todos estaban armados, dispuestos a actuar. Por la noche, los centinelas montaban guardia en los patios. Todas estas precauciones se debían a la actitud de los chinos. Estos, por orden del comisario, y especialmente los comerciantes provistos de fusiles armaron a su personal y facilitaron las armas restantes a los funcionarios, que organizaron un batallón de doscientos hombres. Se apoderaron luego del arsenal mongol y distribuyeron las armas que en él cogieron entre los hortelanos del nagan huschun, donde había siempre una población flotante de jornaleros chinos, la hez del pueblo. Este populacho se sentía fuerte a la sazón; se reunían para discutir con pasión y se preparaban indudablemente para realizar una fechoría. Por la noche, los coolies sacaban de los almacenes las cajas de municiones para llevarlas al nagan huschun, y la actitud de aquella gentuza iba siendo de una audacia intolerable. Los coolies y los irregulares detenían y cacheaban a los transeúntes, esforzándose en provocar reyertas que les permitiesen apoderarse de los objetos que codiciaban. Supimos, en secreto, de origen chino, que los chinos preparaban un pogrom o matanza de los rusos y mongoles de Uliassutai. Sabíamos de sobra que bastaba prender fuego a una sola casa, en sitio a propósito, para que toda la aglomeración de edificios de madera ardiera por los cuatro costados. La población entera se dispuso a defenderse; aumentamos el número de centinelas en los cercados, se designaron jefes de los distintos barrios de la ciudad, se organizó un cuerpo de bomberos-zapadores y se aprestaron caballos, carretas y provisiones en el caso de una huida precipitada. La situación empeoró cuando llegó la noticia de que en Kobdo los chinos habían hecho un pogrom, matando a varios engoles y quemando la ciudad, después de una orgia de devastación y pillaje. La mayoría de los habitantes huyeron de noche a los bosques de la montaña, sin abrigos ni alimentos. Los días siguientes, los montes que rodean a Kobdo oyeron los ayes de angustia y de muerte.
El frío glacial y el hambre causaron la muerte de bastantes mujeres y niños, expuestos al aire libre, a la temperatura de un invierno de Mongolia. Los chinos tuvieron conocimiento de todo esto, se limitaron a reír y organizaron a toda prisa una gran reunión en el nagan huschun para discutir la cuestión de saber si podrían entregar la ciudad al populacho y a los irregulares.
Un joven chino, hijo de un cocinero empleado en casa de uno de los colonos, nos descubrió la conspiración. Acordamos practicar en seguida una investigación. Un oficial ruso se unió a mi camarada y a mí, y guiados por el joven chino, que se prestó a ello, recorrimos los arrabales de la ciudad. Aparentábamos ir dando un sencillo paseo; pero no tardamos en ser detenidos por el centinela chino que guardaba la salida de la población en el camino que conducía al nagan huschun. Nos advirtió, con tono hostil, que nadie estaba autorizado para salir del recinto. Mientras hablábamos observé que entre la ciudad y el nagan huschun había apostados centinelas chinos a lo largo del camino y que una multitud de chinos se dirigía hacia aquel lado. Vimos en seguida que era imposible llegar a la reunión por aquella parte, y buscamos otro camino. Salimos del Este, bordeamos el campamento de los desgraciados mongoles, reducidos a la indigencia por las depreciaciones de la administración china, los cuales evidentemente esperaban con ansiedad saber el rumbo que iban a tomar las cosas, porque, a pesar de la hora avanzada de la noche, estaban todos despiertos. Nos deslizamos sobre el hielo y dimos la vuelta por la orilla del río en dirección al nagan huschun. Al pasar al exterior de la población avanzamos con precaución, ocultándonos detrás de todos los obstáculos. Íbamos armados de revólveres y granadas, y sabíamos que un pequeño destacamento se hallaba dispuesto cerca de allí y acudiría en nuestro auxilio si corríamos algún peligro. Al principio el joven chino marchaba a la cabeza con todos nosotros, con mi camarada, pegado a sus pasos como una sombra, recordándole de cuando en cuando que le estrangulaba como a un pollo si hacia el menor gesto para vendernos. Creo firmemente que al pobre muchacho no le agradaba nada la expedición, asustado de que mi gigantesco amigo le siguiese jadeante, con tan pocas pacificas intenciones. Al fin avistamos las empalizadas del nagan huschun, y ya solo nos separaba de él la llanura rasa, en la que era muy difícil distinguir nuestro grupo, por lo que decidimos acercarnos arrastrándonos uno a uno, sin que mi compañero se separase del sospechoso chino. Por fortuna, había en el llano unos montones de estiércol, helados, que nos sirvieron para ocultar nuestro avance hacia el límite del cercado. Las voces del gentío excitado nos valieron para orientarnos. Aprovechamos la oscuridad para escuchar y observar, y reparamos, en nuestra inmediata vecindad, en dos cosas extraordinarias.