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Otro espectador invisible asistía al mismo tiempo que nosotros a la asamblea china. Estaba tumbado en el suelo, con la cabeza metida en un agujero que los chinos habían abierto en la valla. Permanecía completamente inmóvil, y era indudable que no se daba cuenta de nuestra presencia. Cerca de él, en una zanja, estaba echado un caballo blanco con la nariz tapada con un trapo, y algo más allá había otro caballo ensillado y amarrado a un poste.

En el patio reinaba un barullo infernal. Dos mil hombres vociferaban, discutían, enarbolaban sus fusiles con ademanes frenéticos. Casi todos estaban armados de fusiles, revólveres, sables y hachas. Entre la multitud circulaban los irregulares hablando constantemente y distribuyendo unas hojas que contenían instrucciones. Por último, un chino gordo, de anchos hombros, subió al brocal de un pozo, blandió su fusil sobre su cabeza y comenzó una arenga con voz fuerte y campanuda.

– Dice a esa gente – nos dijo nuestro intérprete – que deben imitar aquí lo que los chinos han hecho en Kobdo y que deben exigir del comisario chino la promesa de que ordenará a su guardia que no impida la ejecución del plan trazado. Les dice también que el comisario chino debe entregarles todas las armas que poseen los rusos y después vengarse sobre estos de su crimen de Blogoveschensk, en 1900, cuando ahogaron a tres mil chinos. Estad aquí – añade – mientras que yo voy a conferenciar con el comisario.

Saltó del brocal y se dirigió rápidamente a la puerta que daba a la explanada exterior. En seguida vi que el hombre tumbado sacaba la cabeza del agujero, levantaba al caballo blanco del foso y corría a desatar al otro caballo, poniéndole a nuestro lado en sentido opuesto a la ciudad. El orador salió, y notando que su caballo se hallaba del otro lado de la cerca, se terció su fusil en bandolera y se dirigió a su cabalgadura. No había andado la mitad el camino, cuando el extranjero escondido en el rincón de la empalizada arrancó bruscamente a galope, y como un relámpago cogió al hombre, le levantó en vilo y le colocó atravesado sobre el arzón y, amordazándole con un pedazo de tela, espoleó a su caballo, perdiéndose de vista en dirección occidental.

– ¿Quién pensáis que es? – pregunté a mi amigo.

Me repuso sin vacilar:

– Tuchegun Lama.

Todo en él recordaba al misterioso lama vengador, y la manera de apresar a su enemigo se parecía a las hazañas de Tuchegun. Más tarde, ya entrada la noche, supimos que algún tiempo después de la partida del orador que les ayudase en su empresa, la cabeza cortada del emisario había sido arrojada por encima de la empalizada en medio del auditorio que le aguardaba y que ocho irregulares habían desaparecido entre el huschun y la ciudad sin dejar rastros. El acontecimiento atemorizó a la población china y calmó los ánimos exaltados.

Al día siguiente recibimos un socorro inesperado. Un joven mongol llegó a galope de Urga, el capote desgarrado, los cabellos despeinados cayéndole sobre los hombros, un revólver al cinto. Dirigiose sin perder tiempo al mercado donde los mongoles se reúnen siempre, y gritó sin apearse del caballo:

– Urga ha sido tomada por los soldados mongoles y el Chiang Chun (general) barón Ungern. ¡Bogdo Hutuktu es nuestro Kan! ¡Mongoles, matad a los chinos y saquead sus tiendas! ¡Ya no somos esclavos!

La multitud se conmovió. El jinete fue rodeado por las masas y objeto de toda clase de preguntas. El anciano sait mongol Chultun Beyli, había sido destituido por los chinos, informado de la noticia, pidió que se le presentase el mensajero. Después de interrogarle, le detuvo por excitación a la rebelión, pero se negó a entregarle a las autoridades chinas.

Yo acompañaba al sait en aquel momento y le oí emitir su opinión sobre el caso. Cuando el comisario chino Wang Tsao-Tsun amenazó al sait, acusándole de desobediencia, el anciano se limitó a repasar las cuentas de su rosario, diciendo:

– Creo que este mongol no miente y que pronto estarán cambiados nuestros papeles.

Adiviné que Wang Tsao-Tsun creía también en la exactitud de la noticia, porque no insistió. Desde aquel momento los chinos desaparecieron de las calles de Uliassutai como si los hubiera tragado la tierra, y simultáneamente les reemplazaron las patrullas de oficiales rusos y de colonos extranjeros. Una carta recibida por entonces aumentó más el pánico de los chinos: comunicaba que los mongoles de Alti, mandados por el oficial tártaro Waigorodoff, habían perseguido a los saqueadores chinos que huían con el botín recogido en el saco de Kobdo, alcanzándoles y arrollándoles en los límites del Sinkiang. La carta decía también que el general Bakitch y los seis mil hombres internados con él por las autoridades chinas a orillas del Amyl habían recibido armas, partiendo para unirse al attaman Anenkoff, concentrado en Kuldja, a fin de ponerse en contacto con el barón Ungern. Estos rumores carecían de fundamento, porque ni Bakitch ni Anenkoff podían hacer lo que se les atribuía: Anenkoff había sido deportado por los chinos al fondo del Turquestán. Sin embargo, la noticia produjo entre los chinos verdadera consternación.

Precisamente por entonces llegaron a casa del colono ruso bolchevique Burdukoff tras agentes del Soviet de Irkutsk, llamados Saltikoff, Freimann y Novak, los cuales laboraron cerca de las autoridades chinas para convencerlas de que desarmasen a los oficiales rusos y los entregasen a los rojos.

Persuadieron a la Cámara de Comercio china para que pidiese al Soviet de Irkutsk que enviase un destacamento de rojos a Uliassutai a fin de proteger a los chinos de los destacamentos blancos. Freimann trajo consigo impresos de propaganda comunista en idioma mongol e instrucciones para empezar la reconstrucción de la línea telegráfica de Irkutsk. Burdokoff también recibió mensajes de los bolcheviques. El cuarto se dio buena maña y pronto Wang Tsao-Tsun compartió sus puntos de vista. De nuevo tornaron los días angustiosos en que era de temer una matanza de europeos. Los oficiales rusos esperaban ser detenidos de un momento a otro. El representante de una de las casas americanas me acompañó a visitar al comisario para parlamentar con él. Le evidenciamos la ilegalidad de sus actos, porque no estaba autorizado su gobierno para tratar con los bolcheviques mientras que el Gobierno de los soviets no estuviese reconocido por el de Pekín. Los funcionarios chinos revelaban que les pesaba nos hubiésemos enterado de sus conveniencias con los agentes bolcheviques y nos aseguraron que su guardia de Policía bastaba para impedir toda alteración del orden publico. Cierto que su Policía era excelente, pues se componía de soldados veteranos y disciplinados a las ordenes de su oficial serio e inteligente; pero ¿qué podrían hacer ochenta soldados contra un populacho de tres mil coolies, mil comerciantes armados y doscientos irregulares? Insistimos acerca de lo fundado de nuestros temores y le instamos para que impidiese toda efusión de sangre, previniéndole que la población extranjera y rusa se hallaba resuelta a defenderse hasta el último extremo. Wang se apresuró a ordenar que se establecieran guardias de Policía en las calles, y esto ocasionó curiosas escenas, puesto que las patrullas chinas, extranjeras y rusas recorrían la población. Entonces ignorábamos que contábamos con trescientos hombres aguerridos: la partida de Tuchegun Lama, que, dispuesta a socorrernos, se ocultaba en la fragosidad de la montaña próxima.

De nuevo cambió bruscamente la situación. El sait mongol fue avisado por los lamas del monasterio inmediato de que el coronel Kazagrandi, después de derrotar a los irregulares chinos se había apoderado de Van Kure y constituido dos brigadas de caballería rusomongolas, movilizando a los mongoles por orden del Buda vivo y a los rusos por la del barón Ungern. Algunas horas más tarde se supo que en el gran monasterio de Dzain, los soldados chinos habían matado al capitán Barsky y que, en represalia, las tropas de Kazagrandi se apresuraron a atacar y expulsar a los chinos de aquel sitio. En el momento de la toma de Van Kure, los rusos apresaron a un comunista coreano que procedía de Moscú con dinero y folletos de propaganda y se dirigía a Corea y America. El coronel Kazagrandi envió al coreano con su dinero al barón Ungern. Al saber esto, el jefe del destacamento ruso hizo prender a los agentes bolcheviques y les sometió a un consejo de guerra al mismo tiempo que a los asesinos de Bobroff. Respecto a Saltikoff y Novak, hubo dudas; además, Saltikoff consiguió evadirse, mientras que Novak, con anuencia del teniente coronel Michailoff, partió para el Oeste. El jefe del destacamento ruso dispuso la movilización de los colonos rusos y se proclamó francamente protector de Uliassutai con la aquiescencia táctica de las autoridades mongolas.