El sait mongol Chultun Beyli, reunió una asamblea de príncipes mongoles de la región, el alma de la cual era el célebre patriota mongol Hun Jap Lama. Los príncipes exigieron sin dilación de los chinos que evacuasen todo el territorio sometido antes a la jurisdicción del sait Chultun Beyli. Hubo negociaciones, amenazas y riñas entre los elementos chinos y mongoles. Wang Tsao-Tsun propuso un proyecto de acuerdo, que algunos príncipes mongoles aceptaron; pero Jap Lama, en el momento decisivo, tiró al suelo su puñal y juró que se daría muerte antes de firmar aquel vergonzoso pacto. Como consecuencia fueron rechazadas las proposiciones chinas, y los antagonistas comenzaron sus preparativos para la lucha. Movilizáronse todos los mongoles de Jassaktu Jan, Sain Noion Jan y de los dominios de Jahantsi Lama. Las autoridades chinas pusieron en posición sus cuatro ametralladoras y se dispusieron a defender la fortaleza. Continuaron las deliberaciones entre los chinos y los mongoles. Un día, nuestro antiguo conocido Zerén vino a buscarme en mi condición de extranjero imparcial, participándome que tanto Wang Tsao-Tsun como Chultun Beyli me rogaban que mediase para calmar a los dos elementos hostiles, redactando un acuerdo equitativo para ambos. Igual petición se hizo al representante de la casa americana. La tarde siguiente celebramos nuestra primera reunión arbitral en presencia de los delegados chinos y mongoles. Fue borrascosa y apasionada y perdimos la esperanza de llevar a cabo con éxito nuestra misión. Sin embargo, a medianoche, cuando los oradores estaban cansados, conseguimos establecer una avenencia acerca de dos puntos: los mongoles declararon que no querían hacer la guerra y que deseaban zanjar el asunto conservando la amistad del gran pueblo chino, mientras que el comisario chino reconocía que China había violado los Tratados que legalmente concedían a Mongolia plena y completa independencia.
Estos dos puntos constituyeron las bases de las deliberaciones en la segunda reunión y nos proporcionaron el fundamento para la reconciliación. Las negociaciones prosiguieron durante tres días y acabaron por tomar un giro que nos permitió formular nuestras posiciones de acuerdo. Los artículos principales establecían que las autoridades chinas debían de volver a los mongoles los poderes administrativos y las armas, desarmar a los doscientos irregulares y abandonar el país; los mongoles, por su parte, se obligaban a dejar salir de su país con armas y bagajes al comisario chino y su escolta de ochenta soldados. El Tratado chinomongol de Uliassutai fue firmado por los comisarios chinos Wang Tsao-.Tsun y Fu-Hsiang, por los dos saits mongoles, por Hun Jap Lama y los demás príncipes, por los presidentes de las Cámaras de Comercio rusa y china, y por nosotros en calidad de árbitros. Los funcionarios chinos y su guardia empezaron inmediatamente a preparar sus equipajes para la marcha. Los comerciantes chinos permanecieron en la ciudad porque el sait Chultun Beyli, que había recuperado sus atribuciones, les garantizó su seguridad. Llegó el día de la partida. Los camellos cargados ocupaban ya el patio del yamen, y los hombres solo esperaban los caballos que debían venirles de la llanura. De repente se difundió el rumor de que los caballos habían sido robados durante la noche y conducidos al Sur. De los dos soldados expedidos a su alcance solo volvió uno, refiriendo que su compañero había sido muerto. El asombro que el suceso produjo en la población causó entre los chinos un verdadero pánico, el cual aumentó cuando los mongoles, que venían de una parada de posta del Este, manifestaron que en distintos sitios del camino de Urga habían descubierto los cadáveres de dieciséis de los soldados enviados por Wang Tsao-Tsun como correos de gabinete. Pronto aclaramos el misterio.
El jefe del destacamento ruso recibió una carta de un coronel cosaco, V. N. Domojiroff, conteniendo la orden de desarmar inmediatamente las guarnición china, de prender a los funcionarios chinos y de trasladarlos bien custodiados a Urga para ser entregados al barón Ungern y de apoderarse de Uliassutai, por la fuerza si era preciso, reuniéndose luego a su destacamento. Al mismo tiempo llegó al galope un mensajero de Hutuktu de Narabanchi, portador de una carta, participando que una partida rusa, al mando del Hun Boldon y del coronel Domojiroff, habían saqueado los almacenes chinos, matando a los mercaderes y presentándose en el monasterio reclamando caballos y víveres.
El Hutuktu reclamaba auxilio, porque el feroz conquistador de Kobdo, Hun Boldon, podía con facilidad entrar a saco en el monasterio, aislado y sin protección. Recomendamos con insistencia al teniente coronel Michailoff que no violase el Tratado que acababa de ser firmado para no desalentar a los extranjeros y a los rusos que habían tomado parte en su redacción, pues ello equivaldría a imitar el principio bolchevique, que hace de la traición el arma principal del gobierno. El argumento convenció a Michailoff, y respondió a Domojiroff que Uliassutai estaba ya en su poder sin combate, que en el hotel del antiguo consulado ondeaba la bandera tricolor de Rusia, que los irregulares habían sido desarmados pero que era imposible cumplir las demás ordenes sin romper el Tratado chinomongol recién pactado en Uliassutai.
Diariamente llegaban emisarios enviados por el Hutuktu de Narabanchi. Las noticias eran cada vez más alarmantes. El Hutuktu manifestaba que Hun Boldon estaba en vía de movilizar a los mendigos y cuatreros, a quienes armaba e instruía militarmente; que los soldados se apoderaban de los carneros del monasterio; que el joyón Domojiroff se hallaba borracho constantemente y que sus reclamaciones no merecían otra respuesta que sarcasmos e injurias. Los enviados deban datos muy vagos sobre la fuerza del destacamento, pues unos hablaban de treinta hombres y otros afirmaban que Domojiroff disponía de ochocientos soldados. No sabíamos que pensar, y pronto dejaron de venir mensajeros. Todas las cartas del sait quedaron sin contestación y sus portadores no regresaron: era de suponer que les mataban o hacían prisioneros.
El príncipe Chultun Beyli decidió ir en persona. Llevó con él a los presidentes de las Cámaras de Comercio rusa y china y a dos oficiales mongoles. Pasaron tres días sin que tuviésemos noticias de ellos. Los mongoles comenzaron a inquietarse y Hun Jap Lama y el comisario chino dirigieron una súplica al grupo de extranjeros para que alguien fuese a Narabanchi a fin de procurar resolver la dificultad de reconocer el Tratado, no permitiendo la afrentosa ruptura de un Convenio de los dos grandes pueblos. Nuestro grupo me pido una vez más que me sacrificase por el bien público. Elegí para intérprete a un joven colono ruso, sobrino de Bobroff, admirable jinete, valiente y sereno. El teniente coronel Michailoff me cedió uno de sus ayudantes. Provistos de una tzara que nos aseguraba los mejores caballos de posta y los guías más aptos, recorrimos rápidamente el camino, ya familiar para mi, que conducía al monasterio de mi querido amigo Jelib Djamszap, Hutuktu de Narabanchi. Aunque la capa de nieve era espesa en ciertos parajes, hicimos entre ciento sesenta y doscientos kilómetros por día.