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CAPITULO X

LA BANDA DE “HUNGHUBZES” BLANCOS

Llegamos a Narabanchi entrada la noche del tercer día. Al aproximarnos vimos varios jinetes que, en cuanto nos divisaron, se dirigieron a galope al monasterio. Durante un rato buscamos el campamento ruso, sin encontrarlo. Los mongoles nos condujeron al monasterio, donde Hutuktu me recibió inmediatamente. En su yurta estaba sentado Chultun Beyli. Me presentó unos hatyks y me dijo:

– Dios mismo os trae aquí para ayudarnos en estos tiempos difíciles.

Domojiroff había prendido a los dos presidentes de las Cámaras de Comercio y amenazaba al príncipe Chultun con hacerle fusilar; pero ni él ni Hun Boldon tenían documentos oficiales que legalizasen sus actos. Chultun Beyli preparaba la lucha contra ellos. Le rogué que me llevasen a la presencia del coronel cosaco. En la oscuridad vi cuatro grandes yurtas y dos centinelas mongoles provistos de fusiles rusos. Entramos en la tienda del joyón cosaco. Una extraña escena se ofreció a mi mirada atónita. En medio de la yurta ardía un brasero. En el sitio donde suele levantarse el altar había un trono en el cual se hallaba sentado el coronel Domojiroff, viejo, alto, seco y canoso. Estaba en paños menores y descalzo. En torno al brasero había doce jóvenes, tendidas en posturas variadas y pintorescas. Mi compañero, el oficial, dio cuenta a Domojiroff de los acontecimientos ocurridos en Uliassutai, y durante la conversación pregunté al caudillo por el campamento de su hueste. Se echó a reír y me respondió haciendo una señal con la mano: “Este es mi ejército”. Le dije que la clase de sus órdenes nos había hecho creer que contaba con fuerzas importantes. Luego le comuniqué que el teniente coronel Michailoff se disponía a combatí a las tropas bolcheviques que se acercaban a Uliassutai.

– ¿Cómo? – exclamó con el miedo y la confusión pintados en el rostro -; ¡los rojos!

Pasamos la noche en su yurta, y cuando iba a acostarme, el oficial me dijo en voz baja:

– Tenga el revólver siempre a mano.

Yo le tomé a broma y le contesté:

– Hombre, estamos entre blancos, y, por consiguiente, seguros.

– ¡Hum!, por si acaso – respondió el oficial, guiñándome un ojo.

Al día siguiente invité a Domojiroff a dar un paseo conmigo por la llanura y le hablé con franqueza de lo que había sucedido. El y el cabecilla Hun Boldon tenían órdenes del barón Ungern de ponerse a disposición del general Bakitch, pero en vez de eso se dedicaron a saquear los almacenes chinos situados en el camino y a él se le metió en la cabeza llegar a ser un gran conquistador. En sus andanzas se reunieron con él unos cuantos oficiales, desertores de las fuerzas del coronel Kazagrandi, quienes formaban su banda actual. Logré persuadirle de que arreglase las cosas por buenas con Chultun Beyli y de que se respetase el Tratado. En seguida se encaminó al monasterio. A la vuelta me crucé con un mongol corpulento, de rostro feroz, que vestía de seda azul. Era Hun Bolbon. Se dirigió a mí hablándome en ruso. Acababa yo de quitarme el capote en la tienda de Domojiroff, cuando un secuaz del jefe mongol entró corriendo, invitándome a ir a la tienda del vencedor de Kobdo. Este habitaba precisamente al lado de una magnífica yurta azul. Conocedor de las costumbres mongolas, monté a caballo para recorrer los diez pasos que me separaban de su puerta. Hun Boldon me recibió con desdeñosa altivez.

– ¿Quién es este? – preguntó al intérprete, señalándome con el dedo.

Comprendí su intención de mortificarme y le respondí del mismo modo, o sea le señalé con el dedo, y volviéndome hacia el intérprete le hice la pregunta en el tono más insultante que pude hallar.

– ¿Quién es este? ¿Un gran príncipe y guerrero o un bestia y pastor?

Boldon perdió en seguida la serenidad, y con voz temblorosa, pues toda su actitud demostraba intensa agitación, me echó en cara que no permitiría intervenir en sus asuntos y que arrollaría a cuantos pretendiesen desbaratarle sus planes. Dio un puñetazo en la mesa, se levantó y sacó su revólver. Yo había viajado mucho entre nómadas y los conocía de sobra, tanto a los príncipes y lamas como a los pastores y bandidos. Cogí mi látigo, y golpeando la mesa con toda mi fuerza, le dije al intérprete:

– Hacedle saber que tiene el honor de hablar con un extranjero que no es mongol ni ruso, sino ciudadano de un gran Estado libre. Decidle que aprenda primero a ser hombre y que luego vaya a visitarme si quiere entrevistarse conmigo.

Le volví la espalda y salí. Diez minutos después, Hun Bolbon entraba en mi yurta y me presentaba sus disculpas. Le convencí de que debía parlamentar con Chultun Beyli y no seguir ofendiendo al pueblo mongol con sus atrocidades. Aquella misma tarde quedó todo arreglado. Hun Boldon licenció a sus mongoles y se retiró a Kobdo, mientras que Domojiroff y su banda partían para Jasaktu Jan, a fin de activar la movilización de los indígenas. Con la venia de Chultun Beyli, escribí a Wang Tsao-Tsun, pidiéndoles que desarmase su guardia, puesto que todas las tropas chinas de Urga habían hecho lo propio; pero la carta llegó cuando Wang, disponiendo ya de camellos en sustitución de los caballos robados, se había puesto en camino hacia la frontera. Más tarde, el teniente coronel Michailoff envió un destacamento de cincuenta hombres, mandados por el teniente Strigine, a los alcances del gobernador chino para que recogiese las armas de los soldados de este.

CAPITULO XI

EL MISTERIO DEL TEMPLO

El príncipe Chultun Beyli y yo estábamos dispuestos a abandonar Narabanchi Kure. Mientras que Hutuktu oficiaba en honor del sait, en el templo de la Bendición, yo me paseé por los alrededores, recorriendo las angostas sendas que bordeaban las casa de los lamas, de los distintos grados: Geolongs, Getuls, Chaidje y Rabdjambe; las escuelas donde enseñan los sabios doctores en Teología (Maramba), al mismo tiempo que lo hacen los doctores en Medicina (Ta Lama); las hospederías de estudiantes (Bandi); los almacenes, los archivos y las bibliotecas.

Cuando volvía a la yurta del Hutuktu, este me aguardaba. Me ofreció un gran hatyk y me propuso dar un paseo por el monasterio. Su semblante tenía una expresión preocupada que me hizo comprender que deseaba decirme algo importante. Al salir de la yurta, el presidente de la Cámara de Comercio rusa, recién puesto en libertad, y un oficial ruso se unieron a nosotros. El Hutuktu nos condujo a un pequeño edificio situado precisamente detrás de un muro de un amarillo deslumbrador.

– En este edificio se han albergado una vez el Dalai Lama y Bogdo Kan; nosotros acostumbramos pintar de amarillo las casas donde han habitado estas santas personas. ¡Entrad!

El interior estaba espléndidamente decorado. En la planta baja se hallaba el comedor, amueblado con mesas de madera maciza, ricamente tallada, y aparadores cargados de porcelanas y bronces. Dos piezas constituían el piso de arriba: primero, una alcoba aderezada con pesadas cortinas de seda amarilla; una gran linterna china, lujosamente engastada de piedras multicolores, colgaba, por medio de una fina cadena de bronce, de una viga esculpida del techo. Había allí un amplio lecho cuadrado cubierto de almohadones de seda, edredones y colchas. La cama era de ébano de China y tenia como remate de las columnas que sostenían el cielo del techo unas estatuas bellamente ejecutadas, representando como motivo principal al dragón de la tradición devorando al Sol. Junto a la cama se alzaba una cómoda completamente cuajada de figuras y grupos, figurando escenas religiosas. Cuatro butacas que incitaban al reposo completaban el mobiliario, con el trono oriental bajo, puesto sobre un estado en el fondo de la estancia.