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– ¿Veis ese trono? – me dijo el Hutuktu -. Una noche de invierno llegaron al monasterio varios jinetes y pidieron que todos los gelons y gatuls, con el Hutuktu y el Kampo a su frente, se congregaran en esta estancia. Entonces uno de los extranjeros se subió al trono y se quitó su bachlik; es decir, su peluca. Todos los lamas cayeron de rodillas porque habían reconocido al hombre de quien se viene tratando desde los siglos más remotos en las bulas sagradas del Dalai Lama, del Tashi Lama y del Bogo Kan. Es el hombre al que pertenece el mundo entero y que ha penetrado en todos los misterios de la Naturaleza. Rezó una corta oración en tibetano, bendijo a todos los auditores e hizo profecías para la mitad del siglo siguiente. De esto hace treinta años, y en el intervalo todas las profecías se han cumplido. Durante sus plegarias ante el pequeño altar, en la sal próxima, la puerta que veis se abrió sola, los cirios y antorchas que había en el altar se encendieron espontáneamente y los incensarios sagrados, sin lumbre, despidieron al aire vaporosas olas de incienso, que llenaron la habitación. Luego, sin previo aviso, el rey del mundo y sus compañeros desaparecieron. Tras él no quedó el menor rastro, pues los mismos pliegues del ropaje de seda que cubría el trono se estiraron, dejándole como si nadie se hubiese sentado allí.

El Hutuktu penetró en el santuario, se arrodilló, tapándose los ojos con las manos, y empezó a rezar. Miré le rostro tranquilo e indiferente del Buda dorado, sobre el cual las lámparas vacilantes proyectaban sobras movedizas, y luego dirigí la vista al lado del trono. ¡Oh cosa maravillosa y difícil de creer! Vi realmente ante mí un hombre fuerte, musculoso, de tez bronceada y expresión severa, acentuada en la boca y en las mandíbulas. El brillo de sus ojos prestaba a su fisonomía extraordinario realce. A través de su cuerpo trasparente, envuelto en una capa blanca, leí las inscripciones, en tibetano, del respaldo del trono. Cerré los ojos y al poco los abrí de nuevo. Ya no había nadie, pero el almohadón de seda del trono me pareció que se movía.

– Es nerviosismo – me dije -, una tendencia a la impresionabilidad anormal, producida por una tensión de espíritu desacostumbrada.

El Hutuktu se volvió hacia mí y me dijo:

– Dadme vuestro hatyk. Noto que estáis inquieto por la suerte de los vuestros y quiero rezar por ellos. Orad también, implorada Dios y dirigid las miradas del alma al rey del mundo que pasó por aquí y santificó este lugar.

El Hutuktu colocó el hatyk en el hombreo de Buda y, prosternándose sobre la alfombra delate del altar, murmuró una oración. Luego levantó la cabeza y me hizo una seña con la mano:

– Mirad el espacio oscuro detrás de la estatua de Buda, y en él veréis a los que amáis.

Obedecí inmediatamente su orden, dada con voz grave, y fijé mi vista en el nicho sombrío que me había indicado. Pronto en las tinieblas comenzaron a aparecer unas nubecillas de humo y de hilos transparentes. Flotaban en el aire haciéndose cada vez más densas y numerosas, hasta el momento en que, poco a poco, formaron cuerpos humanos y contornos de objetos. Vi una habitación, que me era desconocida, en la que se hallaban mi familia rodeada de antiguos amigos y también de otras personas. Conocí incluso el traje que llevaba mi mujer. Todas las facciones de su querido rostro se mostraron perfectamente visibles y claras. Luego la visión se atenuó, se desvaneció entre nubes de humo y de hilos transparentes y desapareció por completo. Detrás del Buda dorado no había más que tinieblas.

El Hutuktu se incorporó, quitó mi hatyk del hombro de Buda y me lo entregó, diciendo estas palabras:

– La Fortuna os acompaña. La bondad de Dios jamás os abandonará.

Salimos de la morada del rey del mundo, donde este soberano desconocido rezó por la Humanidad entera y predijo el destino de los pueblos y de los estados. Grande fue mi sorpresa cuando supe que mis compañeros habían sido también testigos de mi visión y cuando me describieron con todo detalle el aspecto y los trajes de las personas que yo había visto en el nicho oscuro detrás de la cabeza de Buda (A fin de conservar el testimonio de las demás personas que vieron como yo esta aparición, extraordinariamente emocionante, les rogué que redactaran las reseñas de lo que habían visto. Tengo estos documentos en mi poder).

El oficial mongol me dijo además que Chultun Beyli había rogado la víspera al Hutuktu que le revelara su destino en tan importante periodo de su vida y durante la crisis que atravesaba el país; pero el Hutuktu se contentó con hacer un gesto demostrativo de pesar, negándose a ello. Cuando pregunté al Hutuktu el motivo de su negativa, argumentándole que eso podría calmar las zozobras de Chultun Beyli y serle provechoso, como lo fue para mí la contemplación de mi familia, el Hutuktu frunció el ceño y me respondió:

– No. La vision no le seria grata al principe. Su destino es negro. Ayer he mirado tres veces su suerte en los omoplatos quemados y en las entrañas de los carneros, y siempre obtuve el mismo resultado siniestro…

No concluyó y, aterrado, se tapó la cara con las manos. Era indudable que a Chultun Beyli le aguardaba un porvenir tan negro como la noche.

Una hora después estábamos al otro lado de las colinas que nos impedían ver Narabanchi Kure.

CAPITULO XII

EL SOPLO DE LA MUERTE

Llegamos a Uliassutai el día que volvió el destacamento enviado a desarmar la escolta de Wang Tsao-Tsun. Dicho destacamento encontró en su morada al coronel Domojiroff, quien ordenó no solo desarmar a los chinos, sino saquear la caravana, y, desgraciadamente, el teniente Strigine cumplió esas disposiciones dadas ilegalmente. Era vergonzoso y comprometedor el ver a los oficiales y soldados rusos utilizar los capotes, las botas y los relojes de pulsera que habían robado a los funcionarios chinos y a su escolta. Todos tenían plata y oro de los chinos como parte del botín. La mujer mongola de Wang Tsao-Tsun y su hermano regresaron con el destacamento y se quejaron de haber sido robados por los rusos. Los funcionarios y los soldados chinos, despojados de sus provisiones, pudieron a duras penas cruzar la frontera de su patria después de sufrir lo indecible a causa del hambre y del frío. Nuestra colonia extranjera se escandalizó al observar que el teniente coronel Michailoff recibía a Strigine con honores militares; pero más tarde nos explicamos el porqué, cuando supimos que Michailoff había participado del botín en buena plata china y que su mujer poseía la magnifica montura de Fu-Hsiang. Chultun Beyli pidió que entregasen las armas recogidas y los objetos arrebatados, a fin de devolvérselos a las autoridades chinas. Michailoff se negó. La columna extranjera, desde aquel momento rompió sus relaciones con el destacamento ruso. La armonía entre rusos y mongoles disminuyó bastante. Algunos oficiales rusos protestaron de la actitud y conducta de Michailoff y Strigine y la situación se agriaba día a día.

Por entonces, cierta mañana de abril, un grupo considerable de jinetes armados llegó a Uliassutai. Se apearon a la puerta del bolchevique Burdukoff, quien les entregó, según nos afirmaron, una crecida cantidad de dinero. Aquel grupo explicó que estaba formado por antiguos oficiales de la guardia imperiaclass="underline" los coroneles Poletika, N. N. Filipoff y tres hermanos de este último. Anunciaron que querian reunir a todos los oficiales y soldados blancos diseminados en Mongolia y China para conducirles al Urianhai con objeto de combatir contra los bolcheviques, pero que antes se proponian aniquilar a Ungern y devolver Mongolia a China. Se daban el título de representantes de la organización central de los blancos de Rusia.