El Comité de oficiales rusos de Uliassutai los invitó a una reunión, examinó sus papeles y los interrogó. La investigación demostró que todas las manifestaciones de aquellos oficiales concernientes a sus antiguos cargos eran absolutamente falsas; que Poletika ocupaba un puesto importante en el Comisariado soviético de la guerra; que uno de los hermanos de Filipoff había sido adjunto a Kamanef en su primera tentativa para ir a Inglaterra; que la organización central blanca de Rusia no existía; que la proyectada lucha en el Urianhai era solo una celada para atraer a los oficiales blancos y que el grupo estaba en íntimo contacto con el bolchevique Burdukoff.
Surgió una discusión entre los oficiales acerca de lo que convenía hacer con aquel grupo. El destacamento se dividió en dos bandos distintos. El teniente coronel Michailoff, seguido de varios oficiales, se unió al grupo de Poletika precisamente en el momento que el coronel Domojiroff llegaba con su partida. Domojiroff se puso al habla con las dos pandillas, y después de estudiar la situación nombró a Poletika gobernador militar de Uliassutai y envió al barón Ungern un relato detallado de los acontecimientos. En este documento me dedicaba bastante espacio, acusándome de interponerme siempre en su camino. Sus oficiales me vigilaban constantemente. De ambos lados me aconsejaron estar prevenido. La banda y su jefe preguntaban francamente con qué derecho un extranjero se atrevía a mezclarse en los asuntos de Mongolia. Uno de los secuaces de Domojiroff me provocó directamente, en el curso de una reunión, a fin de originar una polémica. Le repliqué tranquilamente:
– ¿Y por qué razón intervienen los refugiados rusos, puesto que carecen de derechos, tanto en su país como fuera de él?
El oficial no dijo nada, pero en sus ojos lució un fulgor que bien valía por una agria respuesta. Mi camarada, sentado junto a mí, se dirigió a él, y dominándole con su estatura de gigante, se desperezó como si acabase de despertarse, exclamando:
– Me gustaría boxear un poco.
La gente de Domojiroff hubiera conseguido apoderarse de mí en cierta ocasión, de no haberme salvado la vigilancia de nuestra colonia extranjera. Yo había ido a la fortaleza a negociar con el sait mongol la partida de los extranjeros de Uliassutai. Chultun Beyli me entretuvo largo rato; de suerte que le dejé a eso de las nueve de la noche. Mi caballo iba al paso. A un kilómetro de la ciudad, tres hombres saltaron de una zanja y se arrojaron sobre mí. Di un latigazo a mi caballo, pero observé que otros hombres, saliendo de un segundo foso, pretendían cortarme el camino. Sin embargo, en vez de atacarme, se dirigieron a mis asaltantes, de quienes se apoderaron, y oí la voz de uno de los extranjeros que me llamaba. Hallé tres oficiales de Domojiroff rodeados de soldados polacos y de otros extranjeros que obedecían a mi antiguo amigo el ingeniero agrónomo; este se ocupaba en atar las muñecas de los oficiales, tan estrechamente, que les crujían los huesos. Al terminar, y sin dejar de fumar su eterna pipa, exclamó con tono serio:
– Creo que debemos echarlos al río.
Riéndome de su aspecto grave y del miedo de los oficiales de Domojiroff, les pregunté por qué habían querido atacarme. Bajaron la vista guardando silencio; pero el silencio a veces es elocuente, y comprendimos sin esfuerzo cuáles fueron sus intenciones. Llevaban revólveres escondidos en los bolsillos.
– Bien – les dije -. Todo está claro. Voy a devolveros vuestra libertad, pero manifestareis a quine os ha enviado que si reincide no volverá a veros. En cuanto a vuestras armas, se las entregaré al comandante.
Mi amigo, deshaciendo los nudos con el mismo cuidado escalofriante que había puesto al hacerlos, repetía continuamente: “¡Cuánto mejor sería darles un baño!”. Luego regresamos todos a la ciudad, y, a continuación, cada uno se fue por su lado.
Domojiroff continuó mandando mensajeros al barón Ungern, a Urga, reclamando plenos poderes y fondos y reiterándole sus informes sobre Michailoff, Chultun Beyli, Poletika, Filipoff y mi persona.
Saturado de astucia asiática, conservaba, no obstante, buenas relaciones con aquellos cuya muerte estaba tramando, acusándolos ante el barón de Ungern, guerrero implacable, que solo sabia por él lo que pasaba en Uliassutai. Nuestra inquietud aumentaba por días. Los oficiales continuaban divididos en bandos rivales; los soldados se reunían en pandillas para discutir los acontecimientos cotidianos, censurar a sus jefes y, bajo la influencia de algunos de los subordinados de Domojiroff, empezaron a hacer comentarios de esta índole:
– Tenemos siete coroneles que todos quieren mandar y riñen entre ellos. Seria gracioso atar a los siete a otras siete estacas y darles una buena somanta. El que aguantase más sería nuestro jefe.
Lúgubre broma que revelaba sin encubrimientos la desmoralización del destacamento ruso.
– Me parece – decía con frecuencia mi camarada – que pronto tendremos el gusto de ver en Uliassutai un comité de soldados. ¡Por Dios y el diablo! Lo que más siento de todo esto es que no hay cerca algunos bosques donde pudiéramos refugiarnos de esos malditos soviets. Esta miserable Mongolia es una tierra tan pelada y rasa, que carece de sitios para ocultarnos.
Era exacto que se avecinaba la constitución de un Soviet. Un día los soldados se adueñaron del arsenal que contenía las armas recogidas a los chinos y se las llevaron a su cuartel. La embriaguez, el juego y las reyertas fueron en aumento. Los extranjeros, atentos a los acontecimientos y temiendo una catástrofe, decidieron por último abandonar Uliassutai, que estaba convertido en un foco de pasiones políticas, de contiendas y denuncias. Supimos que la facción Poletika se preparaba también para irse dentro de algunos días. Formamos dos grupos: uno siguió la antigua ruta de las caravanas a través del Gobi, muy al sur de Urga, hacia Kuku Hoto y Kweihuacheng y Kalgan, y el mío, constituido por mi amigo, dos soldados polacos y yo, que se dirigió a Urga por Zain-Chabi, donde el coronel Kazagrandi me había citado en una de sus cartas recientes. De este modo salimos de Uliassutai, la ciudad en que nos habían ocurrido tantas emocionantes peripecias.
Seis días después de nuestra salida llegó a la población el destacamento buriato-mongol mandado por un buriato llamado Vandaloff, y por un ruso, el capitán Bezrodnoff. A este le conocí luego en Zain-Chabi. El destacamento procedía de Urga y tenia ordenes del barón Ungern para restablecer la normalidad en Uliassutai y marchar sobre Kobdo. Viniendo de Zain-Chabi, Bezrodnoff tropezó con el grupo Poletika-Michailoff. Se detuvo, examinó sus equipajes, halló en ellos documentos sospechosos, y en el de Michailoff y su mujer encontró el dinero y los objetos robados a los chinos. De este grupo de dieciséis hombres eligió a N. N. Filipoff para enviarle, bien guardado, al barón Ungern, puso en libertad a los tres y fusiló a los doce restantes. Así terminaron en Zain-Chabi la existencia de un núcleo de emigrados y las intrigas del grupo Poletika. En Uliassutai, Bezrodnoff mandó fusilar a Chultun Beyli por haber infringido las cláusulas del Tratado chinomongol, y a unos cuantos bolcheviques, y prendió a Domojiroff, restableciendo la disciplina. Las profecías concernientes a Chultun Beyli se habían cumplido.
No ignoraba de qué clase eran los informes que Domojiroff proporcionó acerca de mí al barón Ungern; pero a pesar de ello decidí continuar mi viaje a Urga, sin dejar a un lado esta ciudad, como Poletika lo estaba empezando a hacer cuando cayó en manos de su verdugo Bezrodnoff. Ya no me asustaba ver la cara al peligro y partí al encuentro del terrible y “sanguinario barón”. Nadie puede responder de su propia suerte. Además, no me creía culpable y el sentimiento del miedo no ocupaba, dicho sin jactancia, el menor espacio en mis pensamientos.
Un jinete mongol que se nos unió en el camino me trajo la noticia de la hecatombe de Zain-Chabi. Pasó la noche conmigo en la yurta de la parada de postar y me contó esta fúnebre historia: